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—¿Quiere usted continuar olfateando por los alrededores de la Faz, sin importarle los riesgos?

—Sí.

—¿Porqué?

—Ya sabe usted por qué.

Lawler guardó silencio durante unos minutos.

—Ah, sí —dijo finalmente—. Se me había escapado de la memoria. Ángeles. Paraíso. ¿Cómo pude olvidar que fue usted el que animó a Delagard a venir aquí desde el principio, por sus propias razones personales, que no tienen nada que ver con las de él? —Lawler blandió una mano en dirección al espectáculo de vegetación que se agitaba al otro lado del estrecho, en la orilla de la Faz—. ¿Todavía piensa que eso de ahí es la tierra de los ángeles? ¿La tierra de los dioses?

—En cierta forma, sí.

—¿Y cree que podrá negociar alguna clase de redención en ese lugar?

—Sí.

—Está usted más loco que Delagard.

—Puedo comprender por qué dice usted eso —afirmó el sacerdote.

Lawler rió con aspereza.

—Ya puedo verlo marchando a su lado, camino al interior de la ciudad submarina de los supergillies. Él llevará un arpón y usted llevará una cruz, y ambos caminarán cantando himnos, él en una tonalidad y usted en otra. Los gillies se acercarán y se arrodillarán, y usted los bautizará uno a uno y luego les explicará que Delagard será el rey a partir de ese momento.

—Por favor, Lawler.

—¿Por favor, qué? ¿Es que pretende que le acaricie la cabeza y le diga lo impresionado que me siento por sus ideas? ¿Y que luego baje y le diga a Delagard cuánto le agradezco su inspirado liderazgo? No, padre. Navegamos bajo el mando de un loco, que con su complicidad nos ha traído al sitio más horripilante y peligroso del planeta, y eso no me gusta nada. Quiero marcharme de aquí.

—Si al menos deseara ver qué es lo que tiene para ofrecernos la Faz…

—Yo sé qué tiene para ofrecernos. La muerte es lo que tiene para ofrecer, padre. La muerte por hambre, por deshidratación, o algo peor. ¿Ve esas luces que destellan allí? ¿Siente crepitar esa extraña electricidad? A mí no me parece algo demasiado cordial. De hecho me produce una sensación letal. ¿Es ésa la idea que tiene usted de la redención? ¿La muerte?

Quillan le dirigió una mirada de ojos enloquecidos, repentinamente sobresaltada.

—¿No es cierto que su Iglesia piensa que el suicidio es uno de los pecados más graves? —preguntó Lawler.

—Es usted quien está hablando de suicidio, no yo.

—Pero es usted quien está planeando cometerlo.

—No sabe de qué está hablando, Lawler; y en su ignorancia lo distorsiona todo.

—¿Usted cree? —preguntó Lawler—. ¿Usted lo cree, realmente?

8

A últimas horas de aquella tarde Delagard ordenó que levaran ancla, y una vez más navegaron en dirección oeste a lo largo de la costa de la Faz. Una brisa cálida y constante soplaba en dirección a tierra, como si la gigantesca isla estuviera intentando aproximarlos hacia sí.

—¿Val? —gritó Sundria.

Estaba algo más arriba que él en la arboladura, arreglando los estayes de la verga del trinquete. Levantó los ojos hacia ella.

—¿Dónde estamos, Val? ¿Qué va a ocurrimos? —ella temblaba bajo el viento tropical; miró hacia la isla con inquietud—. Parece que mi idea de que este lugar era el escenario devastado de algún experimento nuclear, era errónea; pero de todas formas parece aterrorizador.

—Sí.

—Y sin embargo, continúo sintiéndome atraída hacia allí. Todavía quiero saber qué es en realidad.

—Algo malo es lo que es —respondió Lawler—. Eso puede verse desde aquí.

—Sería tan fácil poner el barco rumbo a la orilla… Tú y yo, Val, podríamos hacerlo ahora mismo, sólo nosotros dos…

—No.

—¿Por qué no? —no había mucha convicción en la pregunta. Ella parecía sentir tanta incertidumbre como él con respecto a la isla. Las manos le temblaban tan violentamente que dejó caer el mazo. Lawler lo cogió al vuelo y se lo arrojó de nuevo—. ¿Qué crees que nos ocurriría si nos acercáramos más a la orilla? —preguntó—. ¿Si nos dirigiéramos directamente hacia la Faz?

—Deja que otro lo averigüe por nosotros —le respondió Lawler—. Deja que Gabe Kinverson vaya hasta allí, si es tan valiente como pretende. O el padre Quillan, o Delagard. Ésta es la excursión campestre de Delagard: deja que sea él el primero en bajar a tierra. Yo me quedaré aquí y observaré qué ocurre.

—Supongo que eso es lo más sensato. Pero sin embargo…

—Te sientes tentada.

—Sí.

—Tiene atractivo, ¿verdad? Yo también lo sentí. Siento algo dentro de mí que me dice: «Continúa adelante, echa una mirada, ve a ver qué hay allí. No hay nada como esto en el mundo. Tienes que verlo». Pero es una idea descabellada.

—Sí —dijo Sundria con voz apagada—. Tienes razón, lo es.

Guardó silencio durante un rato, concentrada en las reparaciones. Luego descendió por la arboladura hasta su nivel. Lawler pasó muy suavemente los dedos por los hombros de ella, casi como tanteando. Ella gimió dulcemente y se apretó contra él, y juntos miraron hacia el mar manchado de colores, el hinchado sol poniente, la pasmosa confusión de luces que se elevaba desde la isla.

—Val, ¿puedo quedarme contigo en tu camarote esta noche? —preguntó ella.

—Por supuesto.

—Te amo, Val.

Lawler deslizó sus manos por los hombros de la mujer y subió hasta la nuca. Se sentía atraído hacia ella con más fuerza que nunca: casi como si fueran las dos mitades de un mismo organismo, y no sólo dos extraños que por casualidad se habían juntado en un viaje grotesco hacia un lugar peligroso. ¿Era el peligro, se preguntó, lo que los había unido? ¿Era —¡Dios no lo quisiera!— la convivencia forzada en medio del océano lo que lo había hecho tan abierto a aquella mujer, tan ansioso de estar cerca de ella?

—Te amo —susurró él.

Se fueron apresuradamente al camarote. Lawler nunca se había sentido tan íntimamente cerca de ella…, de nadie. Eran aliados: ellos dos contra el turbulento y pasmoso Universo. Con sólo el otro al que aferrarse mientras los envolvía el misterio de la Faz de las Aguas.

La corta noche fue un enredo de piernas y brazos entretejidos, cuerpos sudorosos que resbalaban y se deslizaban el uno sobre el otro, ojos que se encontraban con ojos, sonrisas que se encontraban con sonrisas, una respiración que se mezclaba con otra, tiernas palabras, el nombre de ella en sus labios, el suyo en los de ella, memorias intercambiadas, nuevos recuerdos forjados, sin una sola hora de sueño. Daba igual, pensó Lawler. El sueño podría traer nuevos fantasmas; era mejor pasar la noche en estado de vigilia y pasión. El día siguiente podía muy bien ser el último.

Lawler salió a cubierta al amanecer; en aquellos días estaba trabajando en el primer turno de guardia. Advirtió que durante la noche el barco había vuelto a atravesar la línea de la rompiente. Se hallaba ahora anclado en una bahía muy parecida a la anterior, aunque en aquella no había colinas junto a la orilla, sino solamente prados bajos cubiertos por una densa vegetación. Esta vez la bahía parecía aceptar su presencia, incluso darles la bienvenida. La superficie del mar estaba en calma, sin siquiera una ola; no se veía rasgo del flagelante fuco que los había expulsado casi de inmediato de la bahía precedente.

Allí, como en todas partes, el agua era luminiscente y despedía cascadas invertidas de color rosado, oro, escarlata y zafiro; en la orilla, la loca danza agitada de vida que no descansaba jamás continuaba con su acostumbrado frenesí. De la tierra se levantaban chispas purpúreas, el aire parecía nuevamente en llamas. Por todas partes había colores brillantes. La demencial magnificencia de aquel lugar era algo difícil de aceptar a primeras horas de la mañana, y después de una noche insomne.