Выбрать главу

Delagard estaba solo en el puente, acurrucado dentro de sí mismo, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Ven a hablar conmigo, doctor —dijo.

Tenía los ojos turbios y enrojecidos, y aspecto de no haber dormido en absoluto no sólo la noche pasada, sino durante varios días. Sus mejillas estaban grisáceas y flojas, y la cabeza parecía habérsele caído sobre el pecho. Lawler advirtió un tic en una de las mejillas. Fuera cual fuese el demonio que lo había poseído el día anterior, durante el primer acercamiento que realizaron a la Faz, Delagard parecía haber regresado la pasada noche.

—He oído decir que tú crees que estoy loco —dijo Delagard con voz ronca.

—¿Es que te importa a ti un comino lo que pienso?

—¿Te sentirías más feliz si te dijera que estoy casi de acuerdo contigo? Casi, casi.

Lawler buscó algún rastro de ironía en Delagard, de humor, de burla; pero no había ninguno. Su voz era ronca y espesa, con un algo de chifladura.

—Mira ese jodido lugar —murmuró Delagard. Movió los brazos en amplios círculos—. ¡Míralo, doctor! Es un territorio devastado. Es una pesadilla. ¿Por qué habré venido aquí? —temblaba, y bajo la barba tenía la piel pálida. Estaba terriblemente macilento. Cuando continuó, lo hizo con voz ronca y baja—. Sólo un loco hubiese llegado tan lejos. Ahora lo veo con más claridad que cualquier otra cosa. Lo vi ayer, cuando intentamos entrar en la bahía, pero intenté hacer como que no era así. Me equivoqué. Al menos soy lo suficientemente grande como para admitirlo.

»Cristo, doctor, ¿en qué estaba pensando cuando os traje a todos hasta este lugar? No está hecho para nosotros… —meneó la cabeza. Cuando volvió a hablar, su voz no era más que un graznido angustiado—. Doctor, tenemos que salir de aquí ahora mismo.

¿Lo decía en serio? ¿O todo aquello era alguna grotesca prueba de lealtad?

—¿Lo dices en serio? —le preguntó Lawler.

—Condenadamente en serio.

Sí. Era cierto. Estaba aterrorizado, tembloroso. Aquel hombre parecía estar desintegrándose ante sus ojos. Era una inversión pasmosa, lo último que Lawler hubiese esperado. Luchó para asimilarlo.

—¿Y qué hay de la ciudad hundida? —preguntó Lawler, pasado un rato.

—¿Crees tú que existe? —preguntó Delagard.

—Ni por un segundo. Pero tú sí.

—Y una mierda. Había bebido demasiado brandy, eso es todo. Ya hemos recorrido un tercio del contorno de la Faz, calculo, y no hemos visto ni rastro de ella. Habría una poderosa corriente costera si hubiese un túnel gravitacional que mantuviera abierto el mar ahí delante. Un remolino. Pero ¿dónde cojones está?

—Dímelo tú, Nid. Tú parecías creer que existía.

—Era Jolly quien lo pensaba.

—Jolly estaba loco. Ahora creo que Jolly enloqueció cuando viajó alrededor de la Faz.

Delagard asintió sombríamente. Los párpados le cayeron lentamente sobre los ojos inyectados de sangre. Por un momento, Lawler pensó que se había quedado dormido de pie, pero luego habló, mientras sus párpados continuaban bajos:

—He pasado toda la noche aquí fuera, dándole vueltas a estas cosas en la cabeza. Intentaba adoptar un punto de vista práctico de la situación. Te suena gracioso porque tú piensas que estoy loco; pero no lo estoy, doctor. No realmente. Puede que haga cosas que a los demás les parezcan locuras, pero yo no estoy realmente loco. Sólo soy diferente de ti. Tú eres sobrio, cauteloso, odias los riesgos, sólo quieres continuar y continuar y continuar. Eso está bien. En el Universo hay gente como tú y hay gente como yo, y nunca llegamos a comprendernos realmente los unos a los otros, pero a veces ocurre que nos vemos empujados juntos a una situación determinada y tenemos que resolverla juntos como sea.

»Doctor, yo deseaba venir aquí más que cualquier otra cosa que haya deseado en mi vida. Para mí era la clave de todo. No me pidas que te lo explique; de todas formas, nunca lo captarías. Pero ahora que estoy aquí, me doy cuenta de que cometí un error. Aquí no hay nada para nosotros. Nada.

—Pizarro —dijo Lawler—. Cortés. Ellos al menos hubieran bajado a tierra antes de volver la espalda y salir huyendo.

—No hagas el gilipollas conmigo —dijo Delagard—. Estoy intentando ponerme a tu nivel.

—Tú me hablaste de Pizarro y de Cortés cuando yo intenté ponerme a tu nivel, Nid.

Delagard abrió los ojos. Los tenía espantosos: brillantes como carbones encendidos, ardientes de dolor. Echó hacia atrás las comisuras de la boca en un gesto que podría haber sido un intento de sonreír.

—No seas tan duro, doctor. Estaba borracho.

—Ya lo sé.

—¿Sabes cuál fue mi error, doctor? Creerme mis propias mentiras. Y las mentiras de Jolly. Y las del padre Quillan. Quillan me llenó de un montón de porquería acerca de la Faz de las Aguas, me la presentó como un sitio en el que los poderes divinos serían míos cuando tomara posesión de ella, o así interpreté yo lo que decía; y aquí estamos. Aquí yacemos. Que en paz descansemos.

»Pasé aquí la noche de pie y pensando: ¿cómo voy a construir un puerto espacial? ¿Con qué? ¿Cómo puede vivir alguien en medio del caos que reina allí sin perder la cordura al cabo de medio día? ¿Qué vamos a comer? ¿Podremos siquiera respirar el aire? No es extraño que los gillies no se acerquen por aquí. Este miserable lugar es inhabitable. Y de pronto todo se me aclaró, y estaba aquí solo, cara a cara conmigo mismo, riéndome de mí mismo. Riéndome, doctor. Pero el chiste era yo, y no resultaba muy gracioso. Todo este viaje ha sido una completa locura, ¿no es cierto, doctor?

Delagard se balanceaba ahora de atrás hacia delante. Lawler se dio cuenta abruptamente de que todavía debía de estar borracho. Todavía debía de haber algún otro alijo de brandy escondido en el barco, y Delagard habría estado bebiendo durante toda la noche. Durante días, quizá. Estaba tan borracho que creía estar sobrio.

—Deberías acostarte. Puedo darte un sedante.

—Que los jodan a tus sedantes. ¡Lo que quiero es que me des la razón! Todo este viaje ha sido una completa locura, ¿no lo crees así, doctor?

—Ya sabes que eso es lo que pienso, Nid.

—Y también piensas que yo estoy loco.

—No sé si lo estás o no. Lo que sí sé es que estás al límite del colapso.

—Bueno, ¿y qué si lo estoy? —preguntó Delagard—. Todavía soy el capitán de este barco. Fui yo quien metió a todo el mundo en esto. Todas esas personas que murieron, murieron por mi causa. No puedo permitir que muera nadie más. Tengo la responsabilidad de sacar de aquí a los que quedan.

—¿Qué planes tienes, en ese caso?

—Lo que tenemos que hacer ahora —dijo Delagard, hablando lenta y cuidadosamente desde una casi insondable profundidad de fatiga—, es calcular el rumbo que nos llevará hacia las aguas pobladas del norte. Somos once personas; siempre podrán encontrar espacio para once personas, no importa lo apretados que estén.

—A mí eso me parece bien.

—Supuse que sería así.

—De acuerdo, entonces. Ahora ve a descansar un poco, Nid. El resto de nosotros vamos a salir de aquí ahora mismo. Felk sabe navegar, y los demás giraremos las velas y a media tarde estaremos a cientos de kilómetros de aquí con rumbo a algún sitio, a toda la velocidad de que seamos capaces —Lawler empujó a Delagard hacia la escalerilla que descendía del puente—. Vete, antes de que te caigas redondo.

—No —dijo Delagard—. Ya te lo he dicho, sigo siendo el capitán. Si tenemos que salir de aquí, será conmigo al timón.

—De acuerdo. Como tú quieras.

—No es lo que quiero: es lo que debo hacer. Lo que tengo que hacer; y hay algo que necesito de ti, doctor, antes de que nos marchemos.