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—Yo también he tenido mi pequeña revelación, padre, y coincide con la tuya. Este viaje fue un jodido error de cálculo, si me perdonas el léxico. Éste no es nuestro sitio. Yo quiero salir de aquí tanto como tú.

—No comprendo nada. Pensaba… que tú…

—No pienses mucho —respondió Delagard—. Pensar demasiado podría ser malo para ti.

—¿Dices que nos marchamos? —preguntó Kinverson.

—Eso he dicho.

Delagard levantó los ojos para dirigirle al corpulento hombre una mirada desafiante. Su rostro estaba enrojecido por la pesadumbre, pero ahora parecía casi divertido por la calma que comenzaba a apoderarse de él. Parecía nuevamente él mismo. Algo que no estaba muy lejos de la sonrisa danzó por sus rasgos.

—Nos largamos.

—A mí me parece bien —respondió Kinverson—. Cuando a ti te parezca.

Lawler desvió la mirada, porque algo muy extraño había atraído repentinamente su atención.

—¿Habéis oído ese sonido, ahora mismo? —dijo abruptamente—. ¿Alguien que nos hablaba desde la Faz?

—¿Qué? ¿De dónde?

—Quedaos muy quietos y escuchad. Proviene de la Faz. «Doctor, señor. Capitán, señor. Padre, señor» —entonó Lawler, imitando la voz fina, aguda y dulce con absoluta precisión—. ¿Oís eso? «Ahora estoy con la Faz, capitán, señor. Doctor, señor. Padre, señor». Es como si estuviera aquí mismo, junto a nosotros.

—¡Gharkid! —exclamó Quillan—. Pero ¿cómo… y donde…?

Ahora los otros estaban saliendo a cubierta: Sundria, Neyana y Pilya Braun; Dag Tharp y Onyos Felk venían a pocos pasos detrás de ellas. Todos parecían estar atónitos por lo que oían. La última en aparecer fue Lis Niklaus, que caminaba de una forma peculiar, tambaleándose y arrastrando los pies. Disparaba su dedo índice hacia el cielo una y otra vez, como si intentara pincharlo.

Lawler miró hacia arriba; y vio qué era lo que señalaba Lis. Los cambiantes colores del cielo estaban coagulándose, adquiriendo forma… la forma del rostro oscuro y enigmático de Natim Gharkid. Una gigantesca imagen del misterioso hombrecillo colgaba encima de ellos, ineludible, inexplicable.

—¿Dónde está ese hombre? —gritó Delagard con voz ronca—. ¿Cómo consigue hacer eso? ¡Traedlo aquí! ¡Gharkid! ¡Gharkid! —agitaba los brazos frenéticamente—. Id a buscarlo. ¡Todos vosotros! ¡Registrad el barco! ¡Gharkid!

—Está en el cielo —dijo dulcemente Neyana Golghoz, como si eso lo explicara todo.

—No —dijo Kinverson—. Está en la Faz. Mirad allí… El deslizador ha desaparecido. Debe de haberse marchado cuando estábamos ocupados con el padre.

En efecto, el sitio del deslizador estaba vacío. Gharkid lo había bajado por su cuenta y atravesado la pequeña bahía hasta la orilla que había más allá; y había penetrado en la Faz; y había sido absorbido; y se había transformado. Lawler miró fijamente, lleno de terror y asombro, a la gran imagen que había en el cielo. Era el rostro de Gharkid, de eso no había duda. Pero ¿cómo? ¿Cómo?

Sundria se acercó y se detuvo junto a él, deslizando un brazo en el suyo. La mujer temblaba de miedo. Lawler quería hacerla sentir mejor, pero las palabras no acudían a él. Delagard fue el primero que consiguió hablar.

—¡Todos a sus puestos! ¡Levad el ancla! ¡Quiero ver las velas izadas! ¡Nos largamos inmediatamente de aquí!

—Espera un segundo —dijo quedamente Quillan, e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la orilla—. Gharkid regresa al barco…

El viaje del hombrecillo hasta el barco pareció durar un millar de años. Nadie se atrevía a moverse. Permanecieron en hilera, mirando desde la barandilla, congelados, aterrados.

La imagen de Gharkid había desaparecido del cielo en el momento en el que el Gharkid real había aparecido a la vista. Pero el inconfundible tono de voz de Gharkid era todavía, de alguna manera, parte de la extraña emanación mental que había comenzado a llegarles de forma continua desde la Faz. La encarnación física del hombre podía estar regresando, pero algo de él había permanecido allí.

Había abandonado el deslizador —Lawler podía verlo ahora varado entre la vegetación de la orilla; zarcillos de plantas nuevas comenzaban ya a enredarse en él— y estaba atravesando a nado la estrecha bahía; caminando por el agua, en realidad. Avanzaba a paso tranquilo, y era obvio que no se sentía en peligro ante las criaturas que pudieran habitar aquellas extrañas aguas. Por supuesto que no, pensó Lawler; ahora él era una de ellas.

Cuando alcanzó las aguas más profundas que rodeaban al barco, Gharkid bajó la cabeza y comenzó a nadar. Sus brazadas eran lentas y serenas, y avanzaba con facilidad y movimientos ágiles. Kinverson se dirigió a la grúa y regresó con uno de sus arpones. Sus mejillas se estremecían con una tensión apenas controlada. Sostenía la afilada herramienta en alto, como si fuera una lanza.

—Si esa cosa intenta subir a bordo…

—No —dijo el padre Quillan—. No debe usted hacerlo. Éste es su barco tanto como el de usted.

—¿Quién lo dice? ¿Qué es él? ¿Quién dice Gharkid que es? Lo mataré si se acerca a nosotros.

Pero Gharkid, al parecer, no tenía intención ninguna de subir a bordo. Se quedó junto al casco mientras flotaba plácidamente y se mantenía en un mismo sitio con pequeños movimientos de las manos. Levantó los ojos hacia ellos; sonreía con la dulce e inescrutable sonrisa de Gharkid y los llamaba por señas.

—¡Le mataré! —rugió Kinverson—. ¡Bastardo! ¡Sucio bastardo!

—No —dijo Quillan, nuevamente con voz queda, mientras el hombre corpulento retiraba la mano en la que tenía el arpón—. No tengan miedo. No va a hacernos ningún daño.

El sacerdote levantó una mano y tocó ligeramente el pecho de Kinverson; y Kinverson pareció disolverse bajo aquel contacto. Retrocedió aturdido y dejó caer el brazo a un lado. Sundria se le acercó y le quitó el arpón. Kinverson no pareció notarlo.

Lawler miró al hombre que estaba en el agua. Gharkid —¿o era la Faz quien les hablaba a través de lo que había sido Gharkid?— los estaba llamando, pidiéndoles que fueran a la isla. Ahora Lawler sentía en serio aquella fuerza que lo arrastraba, no había duda; tampoco era una ilusión, sino una firme e inconfundible orden que llegaba en oleadas fuertemente palpitantes; le recordaba las resacas que se arremolinaban en la bahía de Sorve cuando estaba nadando. Había sido capaz de vencer con bastante facilidad las resacas, pero se preguntaba hasta qué punto sería capaz de vencer aquélla. Le tiraba de las raíces del alma.

Percibió la respiración agitada de Sundria, muy cerca de su espalda. Tenía la cara pálida y sus ojos brillaban de miedo; pero la mandíbula estaba apretada. Estaba decidida a mantenerse firme ante aquella llamada misteriosa.

«Venid a mí», decía Gharkid. «Venid a mí, venid a mí». La suave voz de Gharkid. Pero era la Faz quien les hablaba. Lawler estaba seguro de ello: una isla que hablaba seductoramente, prometiéndoselos todo, todo en una palabra. Solamente «venid». Solamente «venid».

—¡Ya voy! —gritó repentinamente Lis Niklaus—. ¡Espérame!¡Ya voy!

Estaba a media cubierta, en trance cerca de un mástil, con los ojos en blanco, y avanzaba con paso inseguro hacia la barandilla, arrastrando los pies sin despegarlos del piso. Delagard se volvió en redondo y le gritó que se detuviera, pero Lis continuó avanzando. Él lanzó una imprecación y echó a correr hacia ella. Alcanzó a la mujer justo cuando llegaba a la barandilla e intentó cogerla de un brazo.

Con una voz fría y feroz que Lawler apenas pudo reconocer, la mujer dijo:

—¡No, bastardo, no! ¡Mantente lejos de mí!

Empujó a Delagard, quien retrocedió tambaleándose por la cubierta, se estrelló contra las tablas y permaneció tendido sobre la espalda, mirándola con incredulidad. Parecía incapaz de levantarse. Un momento después Lis estaba sobre la barandilla, y se precipitaba en caída libre hacia el agua, donde aterrizó con un tremendo chapuzón luminoso.