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Hombro con hombro, ella y Gharkid nadaron juntos en dirección a la Faz. Unas nubes de un color nuevo estaban suspendidas a baja altura por encima de la Faz de las Aguas, leonadas en la parte superior y oscuras en la inferior: la coloración de Lis Niklaus. Ella había llegado a su destino.

—Va a apoderarse de todos nosotros —dijo Sundria, jadeando—. ¡Tenemos que marcharnos de aquí!

—Sí —afirmó Lawler—. Rápido.

Miró brevemente en torno de sí. Delagard continuaba tendido cuan largo era sobre la cubierta, más atónito que lastimado, quizá, pero no se levantaba. Onyos Felk estaba en cuclillas junto al trinquete, y le hablaba con susurros confusos. El padre Quillan estaba de rodillas, y hacía la señal de la cruz una y otra vez mientras murmuraba plegarias. Dag Tharp, con ojos amarillos por el miedo, se aferraba el vientre y se revolcaba, víctima de náuseas secas. Lawler negó con la cabeza.

—¿Quién va a gobernar el barco?

—¿Tiene eso alguna importancia? Sólo tenemos que dejar atrás la Faz y no detenernos. Mientras tengamos tripulantes suficientes como para manejar las velas… —Sundria recorrió la cubierta— ¡Pilya! ¡Neyana! ¡Coged esas cuerdas! Val, ¿sabes cómo manejar el timón? Oh, Jesús, el ancla está todavía echada. ¡Gabe! ¡Gabe, por el amor de Dios, leva el ancla!

—Ahora vuelve Lis —dijo Lawler.

—Olvídate de eso. Échale a Gabe una mano con el ancla.

Pero ya era demasiado tarde. Lis ya estaba a medio camino del barco, nadando poderosamente, con facilidad. Gharkid venía detrás de ella. Se detuvo en el agua y levantó la vista; sus ojos eran nuevos, extraños. Alienígenas.

—Que Dios nos ayude —murmuró el padre Quillan—. ¡Ahora son ambos los que tiran de nosotros! —en sus ojos había terror. Temblaba convulsivamente—. Tengo miedo, Lawler. ¡Esto es lo que he deseado durante toda mi vida, y ahora que está aquí tengo miedo, tengo miedo! —tendió sus manos suplicantes hacia Lawler—. Ayúdeme. Lléveme bajo cubierta, porque si no me iré a la Faz. No puedo resistirlo por más tiempo.

Lawler comenzó a caminar hacia él.

—¡Déjale que se marche! —gritó Sundria—. No tenemos tiempo. De todas formas, no nos sirve para nada.

—¡Ayúdeme! —aulló Quillan. Avanzaba hacia la barandilla arrastrando los pies de la misma forma sonámbula que lo había hecho Lis—. ¡Dios me está llamando y tengo miedo de ir hacia Él!

—No es Dios quien lo llama —le espetó Sundria.

Ella corría por todas partes a un tiempo tratando de poner a los otros en movimiento, pero nada parecía ocurrir. Pilya miraba hacia la arboladura como si nunca antes hubiese visto una vela. Neyana se había alejado sola hasta el castillo de proa, y cantaba algo con voz monótona. Kinverson no había hecho nada con respecto al ancla: se erguía completamente inmóvil en medio del barco, con la mirada vacía, perdido en un estado contemplativo insólito en él.

Venid a nosotros, decían Gharkid y Lis. Venid a nosotros, venid a nosotros, venid a nosotros.

Lawler temblaba. La atracción era mucho más poderosa ahora que cuando era solamente Gharkid quien los llamaba. Otro chapuzón. Alguien había saltado por la borda. ¿Felk? ¿Tharp? No, Tharp estaba todavía a bordo, enroscado como un montoncillo. Pero faltaba Felk; y luego Lawler vio que también Neyana se subía por encima de la barandilla y caía como un meteoro hacia el agua. Uno a uno, todos los seguirían, pensó. Uno a uno, serían incorporados a aquella entidad alienígena que era la Faz.

Luchó para resistirse. Reunió toda la testarudez que tenía en el alma, todo el amor por la soledad, toda su arisca insistencia en seguir su propio camino, y utilizó eso como arma contra aquello que lo llamaba. Se envolvió con la soledad de toda la vida como si fuera un manto de invisibilidad.

Y, aparentemente, dio resultado. A pesar de lo fuerte que era aquello —y se hacía más fuerte cada vez—, no consiguió arrastrarlo por encima de la borda. Un forastero hasta el final, pensó; el eterno solitario, manteniéndose apartado de la unión con aquella hambrienta entidad que los aguardaba al otro lado de la estrecha bahía.

—Por favor —pidió el padre Quillan, casi gimoteando—. ¿Dónde está la escotilla? ¡No puedo encontrar la escotilla!

—Venga conmigo —dijo Lawler—. Lo llevaré abajo.

Vio que Sundria trabajaba desesperadamente en el cabrestante para tratar de levar el ancla, pero no tenía la fuerza suficiente; sólo Kinverson era lo suficientemente fuerte como para hacerlo él solo. Lawler dudó, dividido entre la necesidad del padre Quillan y la urgencia mucho mayor de desanclar el barco.

Delagard, finalmente de pie, andaba tambaleándose hacia ellos como un hombre que acaba de recibir un golpe. Lawler empujó al sacerdote a los brazos de Delagard.

—Toma. Cógelo fuerte o se tirará por la borda.

Lawler corrió hacia Sundria, pero Kinverson le salió al paso y lo detuvo, poniéndole una de sus enormes manos contra el pecho.

—El ancla… —comenzó Lawler—. Tenemos que levar el ancla…

—No. Déjala allí.

Los ojos de Kinverson estaban extraños. Parecían rodarle hacia arriba, al interior de la cabeza.

—¿Tú también? —preguntó Lawler.

Oyó un gruñido detrás de sí, y luego otro chapuzón. Se volvió a mirar. Delagard estaba solo junto a la barandilla, estudiándose los dedos como si se preguntara qué eran. Quillan había desaparecido. Lawler lo vio en el agua, nadando con sublime determinación. Iba camino de Dios —o lo que hubiera allí— al fin.

—¡Val! —le gritó Sundria, que continuaba haciendo esfuerzos con el cabrestante.

—No servirá de nada —respondió Lawler—. ¡Están saltando todos por la borda!

Podía ver las figuras en la playa, que caminaban con firmeza hacia la palpitante espesura de la barroca vegetación: Neyana, Felk; y Quillan, que alcanzaba en ese momento la orilla y avanzaba detrás de ellos. Gharkid y Lis ya habían desaparecido.

Lawler contó los que quedaban a bordo: Kinverson, Pilya, Tharp, Delagard, Sundria; y él era el sexto. Tharp se arrojó al agua mientras él llevaba a cabo la cuenta. Cinco, entonces. Sólo cinco quedaban de los que habían partido de la isla de Sorve.

—Qué vida tan miserable —dijo Kinverson—. Cómo he odiado cada apestoso día de ella. Cómo he deseado no haber nacido jamás. ¿No sabías eso? ¿Qué sabías tú? ¿Qué sabía nadie? Se imaginaban que yo era demasiado grande y fuerte como para herirme. Nadie supo porque yo nunca dije nada; ¡pero me dolía cada condenado minuto del día! Y nadie lo sabía. Nadie lo sabía.

—¡Gabe! —gritó Sundria.

—Apártate de mi jodido camino o te partiré en dos.

Lawler se lanzó hacia él y lo sujetó. Kinverson lo apartó como si fuera de papel, saltó por encima de la barandilla con un suave rebote y se echó al agua.

Cuatro.

¿Dónde estaba Pilya? Lawler miró en torno y la vio en la arboladura, desnuda, brillante a la luz del sol, subiendo más, más… ¿Pensaría zambullirse desde allí arriba? Sí. Sí, eso era lo que estaba haciendo.

Splash. Tres.

—Sólo quedamos nosotros —dijo Sundria. Miró a Lawler y luego a Delagard, que se hallaba lúgubremente sentado contra la base del palo mayor, con las manos sobre el rostro—. Somos los tres a los que no quiere, supongo.

—No —respondió Lawler—. Somos los únicos tres lo suficientemente fuertes para resistirle.

—Bien por nosotros —dijo sombríamente Delagard, sin levantar la vista.

—¿Somos suficientes, nosotros tres, para hacer navegar el barco? —preguntó Sundria—. ¿Tú qué crees, Val?