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Yo, Don Joseph Rea y Monreal, Alcalde Mayor por su Majestad de esta Provincia, que actúo como Juez Receptor con testigos por ausencia del Escribano Público, certifico y doy fe en cuanto puedo, debo y el derecho me permite, que el tenor del escrito y escritura de Jura de Patrón de este pueblo contra los terremotos, hecho por el Vecindario en el Glorioso Patriarcha Señor San Joseph, es del tenor siguiente: En el Pueblo de Zapotlán, en catorce días del mes de Diciembre de mil setecientos cuarenta Y nueve años…

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Ya en este siglo, un golpe de aire, misteriosamente venido desde la sacristía el día de San Bartolo, derribó la estatua del Señor San José, ante la consternación general. Del cráneo roto, salió un papel donde se declaraba la imagen obra de un escultor guatemalteco, discípulo que había sido de aquel famoso Berruguete…

Había un hombre llamado José, oriundo de Belén, esa villa judía que es la ciudad del rey David. Estaba muy impuesto en la sabiduría y en su oficio de carpintero. Este hombre, José, se unió en santo matrimonio a una mujer que le dio hijos e hijas: cuatro varones y dos hembras, cuyos nombres eran: Judas y Josetos, Santiago y Simón; sus hijas se llamaban Lisia y Lidia. Y murió la esposa de José, como está determinado que suceda a todo hombre, dejando a su hijo Santiago niño aún de corta edad. José era un varón justo y alababa a Dios en todas sus obras. Acostumbraba salir fuera con frecuencia para ejercer el oficio de carpintero en compañía de sus dos hijos, ya que vivía del trabajo de sus manos, en conformidad con lo dispuesto en la ley de Moisés. Este varón justo de quien estoy hablando es José, mi padre según la carne, con quien se desposó en calidad de consorte mi madre, María.

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Para que vean nomás el mérito que tiene la veneración que me otorgan y la fiesta que me hacen, les diré que mi culto es muy tardío en la liturgia católica. Sin contar algunos antecedentes aislados que mucho me honran pero que nada significan en la historia eclesiástica, mi verdadera exaltación ritual data apenas del siglo pasado. Fíjense ustedes. En 1869 algunos obispos y fieles pidieron que se incluyera mi nombre en el Ordo Missae, y que yo figurara antes que San Juan Bautista en las Lita-niae Sanctorum. Esta curiosa demanda se repitió en el Primer Concilio Vaticano, y Pío IX decidió sin más proclamarme patrono de la iglesia universal por encima de los apóstoles Pedro y Pablo, cosa que a mí me parece exagerada. León XIII confirmó esta decisión en su encíclica Quamquam pluries el año de 1889, y yo estoy desde entonces teológicamente fundamentado como patrono de una iglesia socialista. Nuevos honores se sucedieron rápidamente: mis letanías fueron aprobadas para la recitación de los fieles en 1909 por la Sagrada Congregación de Ritos; mi fiesta fue elevada a la condición de rito de primera clase, con octava, por Pío X en 1913, y Benedicto XV la decretó de precepto en 1917. En 1919 obtuve un prefacio propio y en 1922 modificaron el Ordo commendationis animae para intercalarme un "…in nomine Beati Joseph, inclyti ejusdcm Virginis sponsi…"

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Y nosotros salimos ganando porque la feria de Zapotlán se hizo famosa por todo este rumbo. Como que no hay otra igual. Nadie se arrepiente cuando viene a pasar esos días con nosotros. Llegan de todas partes, de cerquitas y de lejos, de San Sebastián y de Zapotiltic, de Pihuamo y desde Jilotlán de los Dolores. Da gusto ver al pueblo lleno de fuereños, que traen sombreros y cobijas de otro modo, guaraches que no se ven por aquí. Nomás al verles la traza se sabe si vienen de la sierra o de la costa. Muchos tienen que quedarse a dormir en los portales, en el atrio de la Parroquia o en la plaza, junto a los puestos de la feria, porque no hay lugar para tanta gente. En todas las casas hay parientes de visita y duermen de a tres y de a cuatro en cada pieza. Los corrales se vacían de gallinas y guajolotes. Y no hay puerco gordo, ni chivo ni borrego que llegue vivo al Día de la Función…

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Poco más de una semana se ha llevado el deslome, primer fierro del barbecho. Consiste en abrir con el arado el lomo del antiguo surco, que con el beneficio y cultivo de la cosecha anterior ha quedado reducido a la hilera de montoncitos de tierra que arroparon cada uno su planta. Hoy por la mañana, en tanto que las yuntas daban la primera vuelta, el bueyero procedió a hacer la lumbre y yo me quedé a almorzar con los mozos. Ya hechas las brasas, cada quien saca de su morral un tambache de tortillas. El mayordomo manda: "A tender, muchachos". Todos se apresuran a echarlas sobre el fuego. Algunas tortillas las llevan apareadas, esto es, cara con cara y con frijoles adentro de esos negros que a ellos les gustan tanto. No falta quien traiga además un tasajo de carne, un trozo de pepena o de cecina. Cada quien consume de su ración lo que le conviene, dejando lo suficiente para la otra comida, que se compone de lo mismo. Todos llevan su sal y sus chiles para darle gusto al bastimento. Mientras dura la comida de medio día, se desuncen los bueyes para que también ellos coman cada uno su manojo de hoja y se les conduzca luego al aguaje más próximo. Aquí, en el Tacamo, tenemos dos barranquillas que nos sirven de agostadero, porque por ellas bajan corrientes de temporal.

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– La Cuesta de Sayula es un lugar muy funesto. Zapotlán y Sayula no se llevan muy bien, desde que tuvieron un pleito de aguas en 1542. Entre un pueblo y otro está la cuesta, un enredijo de curvas, paredones y desfiladeros que son la suma de nuestras dificultades… Y por el otro lado Tamazula, con el mal paso de Río de Cobianes que cada año nos separa con las crecidas, como un largo pleito. Así son las cosas, todo lo malo nos llega de fuera, por un lado de Tamazula, y por el otro de Sayula. En la Cuesta han ocurrido muchas muertes y desastres, sobre todo dos: el descarrilamiento y la batalla de 1915. La batalla la ganó Francisco Villa en persona, y a los que lo felicitaron les contestaba: "Otra victoria como ésta y se nos acaba la División del Norte." Les dio a sus yaquis de premio quince días de jolgorio en Zapotlán, a costillas de nosotros. El descarrilamiento también lo perdió Diéguex, y es el más grande que ha ocurrido en la República, con tantos muertos que nadie pudo contarlos. No se perdió mucha tropa porque el tren iba atestado casi de puras mujeres, galletas y vivanderas, la alegría de los regimientos. Nos habían saqueado bien y bonito, y los canos repletos de botín se desparramaron por el barranco. Para qué le cuento, iodo aquel campo estuvo un año negro de zopilotes Y hubo gentes de buen ánimo, de por aquí nada menos, que se entretuvieron desvalijando a los muertos. Ladrón que roba a ladrón…

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– Por acá está el enfermo, doctor.

– Déjame primero ver tu corral. Ya me han dicho que lo tienes muy bonito, con tantos animales y matas…

– Pásele, doctor.

– Estos puercos chinos que parecen borregos ¿cómo te hiciste de la cría?

– Con las Contreras, doctor, ellas tienen un puerco entero. Sabe, aquel Sebastián pasó muy mala noche, quéjese y quéjese.

– De esta rosa de Alejandría me tienes que dar un codito, a ver si prende. Mi mujer tenía una y se le secó. Todo lo que planta se le seca, y a mí me gusta que haya flores en mi casa.

– Con mucho gusto, doctor. Le di tres veces sus gotas a Sebastián y no se durmió…

– ¿De dónde sacaste este guajolote? Hacía mucho tiempo que no veía yo un guajolote canelo así de grande y de gordo… ya los guajolotes se están acabando por aquí.

– Es que da mucho trabajo criarlos, doctor. De diez o doce que nacen, sólo me viven dos o tres. Es una lata enseñarlos a comer, porque las guajolotas ni siquiera eso les enseñan. Andan allí nomás con el pescuezo estirado, grito y grito sin ver la comida en el suelo, y los guajolotitos se mueren de hambre y de frío porque ni los cobijan. Y esto si no les ponen la pata encima y los apachurran…