—No lo harán, amigo. Saben que soy un astronauta estupendo, así que, por definición, no estoy loco. No saben qué hay dentro de mí. No pueden saberlo. Por definición no podrían ser burócratas de la NASA si supieran qué hay dentro de un hombre.
—¿Saben que no estás loco porque eres astronauta?
—Claro, Johnny. ¿Qué sabe un astronauta de lo irracional? Además, ¿qué clase de capacidad para el éxtasis posee? Se entrena durante diez años, corre dentro de una centrifugadora, hace ejercicios con un ordenador, soporta cien simulacros antes de atreverse a estornudar, piensa en la jerga del espacio, va a la iglesia los domingos y no reza. Se transforma en una máquina para poder conducir las máquinas más complejas que se han inventado. Y para los de afuera está más muerto que un banquero, más muerto que un agente de bolsa, más muerto que un gerente de ventas. Míralo, con su corte de pelo de 1975 y su uniforme de 1965. ¿Acaso un hombre así puede saber qué es una experiencia mística? Bueno, algunos de nosotros somos realmente así. Nos adaptamos a la imagen oficial del astronauta. A veces pienso que tú lo haces, Johnny, o que, al menos, quieres hacerlo. Pero yo no. Mira, yo soy yogui. Los yoguis se entrenan durante décadas para poder entrever el Todo. Sujetan sus cuerpos a disciplinas absurdas. Aprenden técnicas muy especializadas. Un yogui y un astronauta no están tan alejados, hombre. Lo que hago no es tan diferente de lo que hace un yogui, y nos mueve la misma razón. Es para poder ver la Luz blanca. ¡Claro, te ríes! Pero lo digo en serio, Johnny. Cuando ese gran puño me envía de un golpe a la órbita, cuando veo el mundo entero colgando allí, es un momento increíble para mí; es el éxtasis, el nirvana. Vivo para esos momentos. Hacen que valga la pena soportar todas las idioteces de la NASA. Son los momentos de ruptura, cuando entro en un reino totalmente nuevo. Ésa es la única razón de que esté en esto. ¿Y sabes una cosa? Creo que a ti te pasa lo mismo, lo sepas o no. Es una cosa mística, Johnny, una cosa loca la que nos da fuerzas, la que nos empuja. El yoga del espacio. Un día lo descubrirás. Un día te verás como el loco que eres en realidad. Te abrirás a todas las fuerzas salvajes que hay dentro de ti, a los impulsos lunáticos que te enviaron a la NASA. Descubrirás que, después de todo, no eras sólo una máquina, no eras un agente de bolsa disfrazado; descubrirás que eres un yogui, un santón, un extático. Y verás qué viaje, verás que la locura controlada es el único secreto verdadero y que siempre has sabido cuál es el Camino. Dejarás de lado todo lo que quede de tu antigua personalidad sensata. Te entregarás completamente a fuerzas que no puedes y no quieres entender. Y te gustará, Johnny, te gustará.
Cuando hacía tres semanas que estaba en la ciudad —le parecía que habían sido unas tres semanas, aunque quizá fueran dos o cuatro— decidió marcharse. Esta decisión no fue súbita; siempre había sentido, en lo más profundo de su cabeza, que no quería estar allí y, gradualmente, la sensación llegó a dominarlo. Nick le había prometido soledad mientras estuviera en la ciudad si así lo deseaba, y ciertamente había disfrutado de ella. Nadie lo había molestado, nadie le había exigido nada; la ciudad funcionaba perfectamente bien sin su colaboración. Pero no era la soledad adecuada. Estar solo en medio de varios miles de personas era peor que acampar en solitario en el desierto. Es verdad que Matt le había prometido que después de la Fiesta ya no estaría solo. Pero Oxenshuer se preguntaba si realmente quería quedarse allí el tiempo necesario para experimentar los misterios de la
Fiesta y la unidad que, presumiblemente, seguiría a ella. El Orador había hablado de entregar todo el dolor al entrar en el cuerpo ecuménico de Jesús. Pero ¿qué entregaría? ¿Su dolor o su identidad? ¿Podría perder el uno sin perder la otra? Quizá fuera mejor evitar todo esto y volver a su plan original de internarse él solo en el desierto.
Una noche, después que Matt y Jean se marcharon a la fiesta, Oxenshuer cogió silenciosamente su mochila del armario, comprobó su equipo, llenó su cantimplora y se despidió de los niños. Lo miraron con extrañeza, como si se preguntaran por qué tomaba la mochila para dar un paseo, pero no dijeron nada. Fue por la amplia avenida hasta la empalizada, pasó por el portón abierto y, en diez minutos, estuvo en el desierto, alejándose a paso regular de la Ciudad de la Palabra de Dios.
Era una noche fría y clara, muy oscura; el brillo de las estrellas resultaba casi doloroso, y Marte destacaba particularmente. Anduvo en dirección Este por un terreno accidentado, cortado por barrancos, y pronto las mesetas que flanqueaban la ciudad se perdieron de vista. Había esperado cubrir ocho o diez kilómetros antes de acampar, pero los barrancos dificultaban su marcha; al cabo de una hora, una de las botas comenzó a hacerle daño, y en un músculo de la pierna izquierda le dio un calambre. Decidió que sería mejor detenerse. Eligió para acampar un sitio cercano a un grupo de yucas, erguidas como grotescos centinelas, con sus brazos rígidos y erizados, al borde, de una profunda zanja. Súbitamente, se levantó un viento que barrió la llanura desértica, agitando con violencia las ramas angulosas de las yucas. A Oxenshuer le parecía que las ráfagas le llevaban el sonido de los cánticos de la cercana ciudad:
Pensó en Matt y Jean; en Ernie, que lo había llamado hermano; en el Orador, que le había ofrecido amor y protección; en Nick y Will, sus patrocinadores. Reprodujo en su mente las curvas del laberinto hasta que se sintió mareado. Era imposible, se dijo, escuchar los cantos desde allí. Estaba a tres o cuatro kilómetros de distancia, por lo menos. Preparó el campamento y desenrolló su saco de dormir. Pero era demasiado temprano. Se acostó y, totalmente despierto, escuchó el viento, contó estrellas y se repitió los cánticos de la ciudad dentro de la cabeza. Ocasionalmente dormitaba, pero sólo unos momentos. Mañana, pensó, haría veinticinco o treinta kilómetros, llegaría casi hasta las primeras estribaciones de las montañas del Este y armaría media docena de alambiques solares. Después se instalaría, para reflexionar con tiempo sobre todo lo que le había sucedido.
Las horas pasaron lentamente. A eso de las tres de la madrugada decidió que no podría dormir. Se levantó, se vistió y se paseó por el borde de la zanja. Un sonido llegó hasta él, suave, casi como un ronroneo. Vio una luz en la distancia. Una segunda luz. El sonido se duplicó, cuando un segundo ronroneo se sumó al otro. Después, una tercera luz, más lejana. Las tres luces se movían. Reconoció el ruido: eran motores de motocicletas de arena. ¿Viajeros atravesando el desierto en medio de la noche? Los faros de las motos trazaban amplias órbitas circulares delante de él. ¿Una partida de rescate de la ciudad? ¿Qué otra razón había para que condujeran así, cortando arcos de desierto de forma sistemática?
Sí. Voces.
—¿John? ¡John ¡Eh, John!
Lo estaban buscando. Pero el desierto era inmenso y los buscadores estaban lejos. Sólo tenía que juntar sus cosas y meterse en la zanja; pasarían sin verlo.
—¿John? ¡John! ¡ Eh, John!
Era la voz de Matt.
Oxenshuer bajó a la zanja, se detuvo un momento en la parte más profunda y, sorprendido, empezó a trepar por el otro lado. Allí se quedó unos minutos en silencio, mirando las motos que trazaban círculos y oyendo los gritos. Aún le parecía que el viento arrastraba los cantos de la gente de la ciudad. Éste es el dios que arde como fuego. Éste es el dios cuyo nombre es música. Jesús aguarda. El santo te conducirá a la bienaventuranza, querido y fatigado John. Sí, sí. Finalmente, acercó las manos a la boca y gritó: