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—¡Eh! ¡Aquí estoy!  ¡Eh!

Dos de las motos se detuvieron inmediatamente. La tercera, girando hacia la izquierda, se detuvo un instante después. Oxenshuer aguardó una respuesta que no llegó.

—¡ Eh! —gritó nuevamente—. ¡Aquí, Matt, aquí!

Oyó que se reanudaba el ronroneo. Las luces se vol­vieron a poner en movimiento, y sus rayos atravesaron el desierto y llegaron hasta él. Las motos se acercaron. Oxenshuer volvió a cruzar la zanja, juntó su equipo y estaba aguardando en el lado más próximo a la ciudad cuando los buscadores llegaron hasta éclass="underline" Matt, Nick y Will.

—¿Pasando  la  noche  fuera?  —preguntó  Matt. Su aliento olía a vino.

—Supongo.

—Nos preocupamos un poco cuando no volviste a me­dianoche. Pensamos que podías haber tropezado en un lago seco y haberte hecho daño. Pero, por tu aspecto, veo que no había razones para alarmarse.

Lanzó una mirada a la mochila de Oxenshuer, pero no dijo nada.

—Ya que estás bien, supongo que podemos dejar que termines lo que estás haciendo. Nos veremos mañana, ¿no?

Se alejó. Oxenshuer miró cómo subían a las motos.

—Aguarda —dijo. Matt lo miró.

—Ya he terminado, aquí. Os agradecería que me lle­varais hasta la ciudad.

—Es un problema de integridad —proclamó el Ora­dor—. Al principio, el género humano era todo uno. Es­tábamos en contacto. La comunión de alma con alma. Pero, luego, todo se derrumbó. En la caída de Adán pe­camos todos, ¿recuerdas? Y esa Caída, ese pecado ori­ginal, John, fue una separación, un distanciamiento, un precipitarse en la maldad de las enemistades. Cuando es­tábamos en el Edén éramos más que una sola familia; éramos un ser, una entidad universal, y salimos del Edén como individuos: Adán y Eva, Caín y Abel. El ser univer­sal originario, roto en pedazos. Aquí, John, tratamos de volver a unir los pedazos. ¿Me sigues?

—Pero, ¿cómo se logra? —preguntó Oxenshuer.

—Permitiendo a Dionisos que nos conduzca hasta Je­sús. Y el sagrado frenesí del santo crea la unidad de los opuestos. Unimos a las tribus hostiles. Unimos a los her­manos distanciados. Unimos al hombre y la mujer.

Oxenshuer se encogió de hombros.

—Habla en metáforas y parábolas.

—No hay otro modo.

—¿Cuál es su método? ¿En qué principios suele apo­yarse?

—El principio en que nos apoyamos es el éxtasis mís­tico. Nuestro método es compartir la carne y la sangre del dios.

—Suena muy familiar. Toma, come. Éste es mi cuer­po, ésta es mi sangre. ¿Su fiesta es una misa mayor? — El Orador sonrió.

—En cierto sentido. Hemos hecho nuestra síntesis en­tre el paganismo y el cristianismo ortodoxo, y hemos tra­tado de retroceder desde el ritual simbólico al acto lite­ral. ¿Sabes dónde se perdió el cristianismo? En el mis­mo lugar donde descarrilaron todas las otras religiones: en el punto en que la experiencia espiritual fue reem­plazada por el culto mecánico. Mira a los lamas, hacien­do girar sus molinos de oraciones. Mira a los judíos, murmurando cosas del faraón en un lenguaje que han olvidado. Mira a los cristianos, haciendo fila para co­mulgar, ¡tomando un trocito de pan y un sorbo de vino y no sintiendo nunca el terror y el esplendor de saber que están comiendo a su dios! Las religiones se transfor­man demasiado pronto en doctrina. Se transforman en profesiones de fe, fórmulas, talismanes, vaciedad. «Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único Hijo, que fue concebido por obra del Espíritu santo. Nació de santa María, virgen...» Palabras, sólo palabras. Nosotros, John, no cree­mos que el culto religioso consista en recitar narraciones de antiguas historias. Queremos que sea inmediato, real. Deseamos ver a nuestro Dios, saborear a nuestro Dios, transformarnos en nuestro Dios.

—¿Cómo?

—¿Sabes algo acerca de los antiguos cultos de Dio­nisos?

—Sólo que eran salvajes y sangrientos, con mucha be­bida, orgías y quizá sacrificios humanos.

—Sí, sacrificios humanos. Pero antes de los sacrifi­cios humanos vinieron los sacrificios divinos, el dios que da su vida por su pueblo. En los cultos dionisíacos pre­históricos el mismo dios era desgarrado y devorado; era la figura central en un rito místico de destrucción en el que sus extáticos adoradores se saciaban con su carne cruda, una comida sacramental que les permitía llenarse del dios y adquirir bienaventuranza, mientras el dios muerto se transformaba en el chivo expiatorio de los pe­cados humanos. Y luego el dios renacía y todas las cosas se transformaban en una, gracias a su renacimiento. Por eso, en Grecia y en Asia Menor, los sacerdotes de Dionisos eran desgarrados en trozos como representantes del dios, y sus adoradores compartían sangre y carne en fies­tas caníbales de amor. En tiempos más civilizados se sa­crificaron animales en lugar de hombres, y aun después, cuando la religión de Jesús reemplazó las diversas reli­giones dionisíacas, el pan y el vino se transformaron en las especies de la comunión, en metáforas de la carne y la sangre del dios. En el nivel simbólico, todo era lo mis­mo: devorar al dios, lograr contacto con el dios de la manera más directa, experimentar el rapto del éxtasis cuando uno está poseído por el dios, unir lo que la so­ciedad ha separado, romper todas las fronteras y todos los grilletes, entregarnos a nuestro santo, nuestro santo loco, el dios borracho que es nuestro santo, el loco dios santo que abate muros y une todas las cosas. ¿Sí, John? Nos integramos a través de la desintegración. Nos disol­vemos en el gran océano. Ardemos en el gran fuego. ¿Sí, John? Entrega tu alma alegremente a Dionisos el santo, John. Recupera tu integridad en su bendito fuego. Has estado dividido demasiado tiempo.

Los ojos del Orador habían adquirido un brillo terro­rífico.

—¿Sí, John? ¿Sí? ¿Sí?

Una noche, en el comedor, Oxenshuer bebe demasia­do vino. La sed lo asalta gradual e inesperadamente; al principio sólo bebe unos sorbos mientras come, según su costumbre, pero cuanto más bebe, más se le seca la garganta, hasta que, cuando la carne llega a la mesa, se sien­te impelido a echar mano de la jarra cada pocos minu­tos, llenando su copa, vaciándola, llenándola, vaciándola, llenándola, vaciándola. Está mareado y se pone bullicio­so; en la mesa, alguien empieza a cantar un himno, y Oxenshuer se une a él, aunque no sabe bien la letra y desentona. Los que lo rodean ríen, palmean su espalda, cantan aún más fuerte haciéndole señas, alentándolo a que cante con ellos. Ernie y Matt beben tanto como él, y ahora, cada vez que su copa se vacía, la llenan antes de que él pueda hacerlo. Una de las chicas de servicio trae una garrafa llena. Siente un escozor en los lóbulos de las orejas y en la punta de la nariz, siente una franja cálida en el pecho y los hombros y comprende que se está em­borrachando, pero deja que suceda. Aquí reina Dionisos. Ya ha estado bastante tiempo sobrio. Y se le ha ocurrido que su ebriedad quizás haga que lo admitan en los feste­jos nocturnos. Pero eso no sucede. La cena termina. El Orador y los otros ancianos que se sientan a su mesa se van del salón. Es la señal para que los demás se retiren. Oxenshuer se pone de pie. Vacila. Se balancea. Se recupera. Ríe. Coge del brazo a Matt y Ernie.

—Hermanos —dice—. Hermanos.

Salen juntos del comedor, pero fuera, en la gran pla­za, Matt le dice:

—Será mejor que esta noche no vayas a vagabundear por el desierto, porque te romperás el cuello.

De modo que siguen excluyéndolo. Vuelve por el la­berinto con Matt y Jean hasta su casa, lo llevan hasta su cuarto, le dan una jarra de vino, por si aún siente sed, y se marchan. Oxenshuer se tira en la cama. Su cabeza da vueltas. El hijo de Matt se asoma y pregunta si se siente bien.