—Sí —le dice Oxenshuer—. Sólo necesito quedarme un rato acostado.
Siente vergüenza de estar tan borracho, pero se recuerda a sí mismo que en esta ciudad de Dionisos nadie tiene que pedir disculpas por beber demasiado vino. Cierra los ojos y aguarda el retorno de la estabilidad. En la oscuridad, una visión llega hasta éclass="underline" la muerte de Dave Vogel. Con una extraña y brillante claridad, Oxenshuer ve el paisaje de Marte desplegándose en la pantalla de su mente, pequeñas colinas cuyas laderas descienden hasta amplias llanuras picadas de cráteres, peñascos roídos y desolados, cielo purpúreo, partículas rojas y ásperas llevadas por el viento. La tortuga ha iniciado hace rato su viaje hacia el Oeste, en dirección a Gulliver. Richardson conduce y Vogel se ocupa de tomar fotografías, controlar los miles de sensores e inclinarse hacia el micrófono para relatar lo que ve. Ahora están en Gulliver, preparándose a salir de la tortuga, cuando los sorprende el súbito comienzo de la tormenta de arena. Sin previo aviso, el cielo se vuelve rojo a causa de las capas ondulantes de arena que se precipitan sobre ellos como copos de nieve en una ventisca. El vehículo queda cubierto durante los primeros momentos de la tormenta. Pocos minutos después, hay un metro de arena sobre el techo curvo y transparente de la tortuga. Sus ocupantes no ven nada, y la arena cae cada vez con mayor rapidez a medida que aumenta la intensidad de la tormenta. Richardson aferra los controles, pero las ruedas de la tortuga no se mueven.
—Nunca he visto una cosa así —murmura Vogel.
El vehículo tiene antenas extensibles, pero cuando Vogel las estira al máximo descubre que, aun así, quedan cubiertas por la arena. Los ojos de la tortuga están ciegos; sus antenas, enterradas. Se están ahogando en arena. Dunas enteras se están amontonando encima de ellos.
—Nunca he visto una cosa así —repite Vogel—. No puedes imaginarlo, Johnny. No ha durado cinco minutos y ya debemos de tener encima tres o cuatro metros de arena.
El motor de la tortuga se esfuerza por liberarlos.
—Johnny, no te oigo. Johnny. Responde, Johnny. No hay más que silencio en la banda de comunicación tortuga-nave.
—Eh, Houston —dice Vogel—. Estamos en medio de esta maldita tormenta y parece que he perdido contacto con la nave. ¿Podrían alertarla?
Houston no responde.
—Control de Misión, ¿me oyen? —pregunta Vogel.
Todavía piensa que se podría establecer un relé tortuga-Tierra-nave, pero lentamente comprende que también ha perdido contacto con la Tierra. Todas las transmisiones se han interrumpido. Sudando dentro de su traje espacial, Vogel grita al micrófono, mueve los controles, conecta los bancos de comunicación a prueba de fallos sólo para descubrir que todo ha fallado: la arena ha invadido la tortuga y los envuelve como una mortífera manta.
—Imposible —dice Richardson—. ¿Desde cuándo la arena interfiere en las ondas radiales?
Vogel se encoge de hombros.
—No es un problema de interferencias, tonto. Esun problema de fallo total de los sistemas. No sé por qué.
Ahora deben de estar a diez metros de la superficie. Enterrados. Vogel golpea la escotilla, pensando que si pudieran salir de la tortuga, quizá lograran llegar hasta la superficie, a través de la arena floja, y después... Después, ¿qué? ¿Volver andando hasta la nave, a noventa kilómetros de distancia? Sus trajes tienen suministro de oxígeno para treinta y seis horas. Deberían avanzar a dos kilómetros y medio a la hora por un terreno accidentado y lleno de cráteres, a fin de llegar a tiempo, y con la tormenta sus posibilidades de sobrevivir para avanzar un kilómetro son desalentadoras. Oxenshuer no tiene una tortuga de reserva en la que ir a buscarlos, si conociera su situación; sólo dispone del pequeño vehículo unipersonal que usan para las exploraciones geológicas a corta distancia, en las cercanías de la nave.
—¿Sabes una cosa? —dice Vogel—. Somos hombres muertos, Bud.
Richardson menea la cabeza con vehemencia.
—¡No digas idioteces! Aguardaremos a que termine la tormenta y después saldremos de aquí. Mientras tanto, será mejor rezar.
Pero su voz no es convincente. ¿Cómo se enterarán de que la tormenta ha terminado? Ya están muy por debajo de la nueva superficie de la llanura marciana, y donde se hallan todo está tranquilo y abrigado. Toneladas de arena mantienen cerrada la escotilla de la tortuga. No hay escape. Vogel tiene razón: son hombres muertos. La única cuestión pendiente es el tiempo: son hombres muertos. ¿Deben aguardar a que se agoten las reservas de aire de la tortuga o deben tomar alguna medida inmediata para apresurar el inevitable final, haciendo un mutis honorable, rápido y sin dolor? Aquí, la visión de Oxenshuer vacila. No sabe cómo habrían montado la coreografía de su muerte. Sólo sabe que, cualquiera que fuese su decisión, llegarían a ella sin amargura ni pánico, y que partirían con serenidad. La visión se desvanece. Yace solo en la oscuridad. El final de la borrachera ha desaparecido de su mente.
—Ven —dijo Matt—. Luchemos un poco.
Era una seca mañana invernal, no muy fría; un día cuya luz era clara y deslumbrante. Matt lo llevó al centro y, por primera vez, Oxenshuer entró en uno de los altos edificios de ladrillo que daban a las calles del laberinto. Dentro había un gimnasio amplio y desnudo, sin calefacción, con tristes paredes amarillas y unas delgadas colchonetas púrpura en el suelo. Will y Nick ya estaban allí. Sus voces resonaban en la cavernosa habitación. Rápidamente, Matt se desvistió, quedando en calzoncillos. Desnudo parecía aun más corpulento que vestido. Sus músculos eran gruesos, su pecho prominente, y sus muslos, como columnas. Estaba cubierto de vello rubio y rizado, que le llegaba hasta la espalda y los hombros. Medía dos metros, por lo menos, y debía pesar cerca de 110 kilos. Oxenshuer, alto, pero no tanto como Matt, fornido, pero veinte kilos más ligero por lo menos, se sintió superado. En todo caso, era hábil y rápido; quizás esas cualidades le serían útiles. Tiró sus ropas a un lado.
Matt lo observó atentamente.
—No está mal —dijo—. Te vendría bien un poco más de carne sobre los huesos.
—Supongo que habrá que engordarlo un poco para la fiesta —dijo Will.
Sonrió amistosamente. Los tres hombres rieron, pero la observación pareció menos graciosa a Oxenshuer.
Matt hizo una señal a Nick, que sacó una botella de vino de un armario y se la dio. Después de destaparla, Matt bebió un buen trago y pasó la botella a Oxenshuer. Era el frente del que bebían en las comidas: más espeso, más dulce, como vino de consagrar. Oxenshuer lo tragó. Luego fueron hasta la colchoneta central.
Se agacharon, estiraron los brazos y giraron uno alrededor del otro, explorando, con los brazos buscando una brecha. Oxenshuer hizo el primer movimiento. Se acercó velozmente, descubriendo que Matt era terriblemente lento para ponerse en guardia, y su técnica defensiva estaba poco perfeccionada. Sin embargo, el hombretón pudo romper la llave de Oxenshuer con un fiero impulso de su cuerpo, sacudiéndolo con facilidad y haciéndolo caer de espaldas. Nuevamente giraron uno alrededor del otro. Matt parecía dispuesto a ceder a la iniciativa a Oxenshuer, quien avanzó con cautela e hizo una finta a los hombros de Matt, cogiéndolo luego por el brazo, pero Matt ignoró plácidamente la presa y, de algún modo, giró de forma tal que Oxenshuer, llevado por su propio impulso, perdió el equilibrio y quedó vulnerable al abrazo de oso. Matt lo tiró al suelo. Durante unos treinta segundos, Oxenshuer se resistió tercamente, arqueando su cuerpo; después, Matt lo atrapó. Se pararon y Nick volvió a ofrecerles vino. Oxenshuer bebió, jadeando entre sorbo y sorbo.
—Tienes buenos movimientos —le dijo Matt — Pero la segunda caída llegó enseguida, y la tercera no exigió grandes esfuerzos.