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—No te preocupes —murmuró Will a Oxenshuer cuan­do salían del gimnasio—. El día de la Fiesta, el santo te guiará contra él.

Ahora bebe mucho todas las noches, hasta que su cara enrojece y su mente se nubla. Matt, Will y Nick es­tán siempre muy cerca, vigilando que su copa no quede mucho tiempo vacía. El vino lo marea, lo aturde y, con frecuencia, ve visiones mientras yace atontado en la ca­ma, recuperándose. Ve la cara de Claire Vogel resplandeciente en la oscuridad, y la visión hace que su corazón sufra la congoja del amor. Mantiene largos diálogos imaginarios con el Orador acerca de la naturaleza de la comunión extática. Se ve a sí mismo danzando en la casa del dios, con la gente de la ciudad; danzando hasta el agotamiento y el éxtasis. Hasta recibe la visita de san Dionisos. El santo tiene un aspecto juvenil y—es curioso— inocente, con su gran barriga, sus muslos gordos, sus cabellos rubios rizados y una barba dorada y flotante; parece un san Nicolás rejuvenecido. «Ven —le dice en voz baja—, vamos al océano.» Toma la mano de Oxens­huer y ambos avanzan sin tocar el suelo por las calles oscuras y silenciosas hacia el desierto, por encima de las dunas arremolinadas, flotando en la noche hasta que llegan a un amplio mar que refleja la luz de la luna como si se tratara de un frío y blanco fuego. ¿Qué mar es éste? El santo dice: «Éste es el mar que te trajo al mundo, el mar inmortal que trae a la vida a todos los mortales. ¿Por qué abandonaste al mar? Mira. Entra conmigo en él». Oxenshuer entra. El agua es tibia, reconfortante, cu­riosamente viscosa. Se entrega a ella hasta el tobillo, has­ta la pantorrilla, hasta el muslo; siente el murmullo de una canción alzándose desde las dulces ondas y nota que lo abandonan las penas, el dolor y la sensación de que está separado de los demás. Hay bañistas balanceán­dose en las crestas de las olas. Mira: Dave Vogel está aquí, y Claire, sus padres y sus abuelos, y miles de per­sonas a las que no conoce; millones, una horda que llega hasta muy lejos de la costa; toda la progenie de Adán, hasta el mismo Adán, sí, y la Madre Eva, con su suave cuerpo rosa brillando en el agua. «Descansa —susurra el santo—, abandónate, flota. Ríndete. Duerme. Entréga­te al océano, querido John.» Oxenshuer pregunta si en­contrará a Dios en este océano. El santo replica: «Dios es el océano. Y Dios está dentro de ti. Siempre ha es­tado allí. El océano es Dios. Tú eres Dios. Dios está en todas partes, John, y nosotros somos Sus átomos indi­visibles. Dios está en todas partes. Pero, ante todo, Dios está dentro de ti».

¿Qué dice el Orador? Él Orador habla de sabiduría freudiana. Dentro de nosotros, afirma, habita una fuer­za, una entidad —llámala subconsciente; es un nombre tan bueno como cualquier otro— que desde su escondite domina y controla nuestras vidas, aunque su funciona­miento es misterioso e incomprensible para nosotros. Un dios dentro de nuestro cráneo. Hemos perdido contacto con ese dios, dice el Orador; no somos capaces de llegar a él ni de comprender su poder, y así estamos separados de nosotros mismos, de nuestra principal fuente de fuer­zas, y también de los demás. El dios que está dentro de mí ya no puede llegar al dios que está dentro de ti, aun­que tanto tú como yo procedamos del mismo océano pri­mordial, de ese mar de inconsciencia divina en el que todos los seres son uno. Si pudiéramos llegar hasta esa fuerza, dice el Orador, si lográsemos establecer contacto con ese dios oculto, si consiguiéramos elevarlo hasta la conciencia o sumergirnos en el reino del inconsciente, la separación de nuestras almas quedaría curada y, por úl­timo, tendríamos acceso pleno a nuestra divinidad. ¿Quién puede saber en qué clase de criaturas nos transformaría­mos entonces? Hablaríamos de mente a mente. Viajaría­mos por el espacio y el tiempo con sólo desearlo. Obraríamos milagros. Los errores del pasado podrían corre­girse, y la urdimbre de las antiguas penas se tejería de otro modo. Nos sería dado hacer cualquier cosa, dice el Orador, si llegáramos al dios oculto y nos transformára­mos en los dioses que deberíamos ser. Cualquier cosa. Cualquier cosa. Cualquier cosa.

Éste es el amanecer del día de la Fiesta. Durante toda la noche, los tambores y los conjuros han resonado por la ciudad. Ha estado solo en la casa, porque ni siquiera los niños se han quedado en ella; todos bailaban en la plaza y sólo él, no iniciado, ha quedado excluido de la di­versión. Durante buena parte de la noche no ha podido dormir. Pensó en usar del vino para calmarse, pero se abstuvo de tocar la botella por miedo a tener visiones. Ahora es por mañana, temprano, y debe haber dormido, porque se descubre emergiendo de un sueño profundo, pero no recuerda haber entrado en él. Se sienta. Oye pa­sos; alguien anda por la casa.

—¿John? ¿Estás despierto, John? — Es la voz de Matt.

—¡ Estoy aquí! —grita Oxenshuer.

Entran en su cuarto Matt, Nick y Will. Tienen las tú­nicas manchadas de vino tinto, las caras demacradas y los ojos enrojecidos y demasiado brillantes; es evidente que no han dormido en toda la noche. Sin embargo, de­trás de su fatiga, Oxenshuer percibe la euforia. Están ex­citados, muy excitados, casi en estado extático, y apenas es el amanecer del día de la Fiesta. Ve que los dedos de sus amigos tiemblan. Sus cuerpos están tensos y expec­tantes.

—Hemos venido a buscarte —dice Matt—. Toma, pon­te esto.

Le tira a Oxenshuer una túnica similar a la que llevan ellos. Durante todo este tiempo, Oxenshuer ha seguido usando sus ropas mundanas, que lo señalaban, lo con­vertían en un forastero notorio. Desnudo, sale de la cama y coge sus calzoncillos, pero Matt menea la cabeza. Hoy, dice, sólo se lleva túnica. Oxenshuer asiente y se viste con la túnica el cuerpo desnudo. Después se adelanta: Matt lo abraza solemnemente, con un abrazo fuerte y cá­lido, y luego Will y Nick hacen lo mismo. Los cuatro hombres dejan la casa. Las sombras largas del amanecer se estiran en la avenida que lleva al laberinto; las montañas que hay detrás de la ciudad tienen las cimas manchadas de rojo. Allá adelante, donde la avenida deja paso a las calles estrechas, se ve una lengua de humo negro que lame el cielo. La reverberación de la música golpea los muros de los edificios. Oxenshuer siente una extraña sensación de confianza y está seguro de que podría franquear el laberinto sin ayuda esta mañana; cuando llegan a su borde exterior anda delante de los otros, pero una súbita confusión lo asalta, una imposibilidad de distinguir una calle de otra, y se queda atrás en silen­cio, dejando que Matt lo guíe.

Diez minutos después llegan a la plaza.

Tiene un aspecto abigarrado y caótico. Todos los habi­tantes de la ciudad están allí, unos bailando, otros can­tando, golpeando tambores, soplando trompetas o yacien­do exhaustos. Pese a la frialdad del aire, muchas túnicas están abiertas y algunos ciudadanos han prescindido com­pletamente de ellas. Los niños corren, gritando y jugan­do a perseguirse. A lo largo del frente del comedor se han instalado barricas de vino, que brota libremente de las canillas, empapando a quienes acercan su copa o, simplemente, arriman los labios al chorro. Más atrás, frente a la casa del Orador, ha surgido una plataforma de ma­dera y el Orador con los ancianos de la ciudad se sienta, entronizado, sobre ella. Una gigantesca hoguera, que ocu­pa unos veinte metros cuadrados, ha sido encendida en el centro de la plaza,alimentada por leños dispuestos en una inmensa pirámide, acarreada, sin duda, desde algún depósito en el laberinto. El calor que despide es enorme, y el humo que desprende es el que vio Oxenshuer desde el borde de la ciudad.

Su llegada a la plaza sirve de señal. En pocos instantes, se hace el silencio. La música muere, la danza se de­tiene y nadie se mueve. Oxenshuer, flanqueado por sus patrocinadores Nick y Will, y precedido por su herma­no Matt, avanzainquieto hacia el trono del Orador. El anciano se pone de pie y hace un gesto, evidentemente una bendición.