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—Que Dionisos te reciba en su seno —dice el Orador, y su voz sonora llega a toda la plaza—. Bebe y deja que el santo cure tu alma; bebe y deja que el océano bendito te sumerja. Bebe. Bebe.

—Bebe —dice Matt, y lo guía hacia las barricas.

Una chica de unos catorce años, desnuda, con el cuer­po brillante de sudor, le da una copa. Oxenshuer la llena y se la lleva a los labios. Es el vino dulce y espeso, el vino sacramental que bebió el día que luchó con Matt. Se desliza fácilmente por su garganta. Bebe más y se sirve una y otra vez, a medida que se le termina.

El Orador hace un gesto y la música se reanuda. Se reemprenden los frenéticos bailes. Tres hombres desnu­dos arrojan más leños al fuego y éste arde con furia, en­viando chispas hasta lo alto de la cruz que remata la iglesia. Nick, Will y Matt conducen a Oxenshuer hasta un grupo de bailarines que giran a toda velocidad alrede­dor del fuego gritando, cantando, golpeando los pies con­tra el pavimento y alzando los brazos al cielo. Al princi­pio, Oxenshuer se siente desconcertado por sus coribánticos movimientos y siente vergüenza de imitarlos, pero cuando el vino llega a su cerebro deja de lado su timidez y salta con tantas ganas como los demás; deja de ser un espectador de sí mismo y participa plenamente. Gira. Golpea. Salta. Grita. Gira. Golpea. Salta. Grita. La danza centrifuga su mente: lagos de sangre se forman en las pa­redes de su cráneo y, mientras gira, invaden las circun­voluciones de su cerebelo. El calor del fuego hace brillar su piel. Canta:

Dile al santo que caliente mi corazón, dile al santo que me dé aliento, dile al santo que sacie mi sed.

Sed. Cuando ha danzado tanto que su aliento es fue­go en la garganta, sale vacilante del círculo y se sirve generosamente de una canilla. Su ansia porel vino espeso lo asombra. Es como si estuviera sediento desde hace siglos, como si cada una de sus células se hallara reseca y marchita, y sólo el vino pudiera restaurarlo.

Regresa al círculo. Su cabeza late, sus pies descalzos golpean los guijarros, sus brazos quieren abrazar el cie­lo. Éste es el dios cuyo nombre es música. Éste es el dios cuya alma es vino. Hay noventa o cien personas en el círculo central de bailarines, ahora, y se han formado otros círculos en las esquinas de la plaza, de modo que todo el inmenso espacio es un nido de cegadores vórti­ces de movimiento. Esos vórtices le atraen, le absorben fuera de sí mismo; está perdiendo todo sentido de su persona como entidad individual.

Saltando, gritando, cantando, golpeando,  levantando,  trepando,  volando,  remontándose, disolviéndose, uniéndose, amando, brillando, cantando, remontándose, uniéndose, amando.

—Ven —murmura Matt—. Ahora tenemos que luchar un poco.

Descubre que han construido un foso para la lucha en la esquina más lejana de la plaza, frente a la iglesia. Es cuadrado y tiene listones bajos de madera, de unos diez metros de longitud por cada lado, que limitan el espacio lleno de arena del desierto. El Orador ha girado su majestuoso asiento, de modo que ahora mira hacia el foso; todos los demás se amontonan alrededor del lu­gar donde lucharán. La multitud abre paso a Matt y Oxenshuer. No lejos del foso, Matt se quita la túnica; su fornido cuerpo desnudo está brillante de sudor. Oxens­huer también se desnuda, después de vacilar un instan­te. Avanzan hacia la entrada del foso. Antes de entrar, un chico les da una botella de vino a cada uno. Oxens­huer, que ya se siente flojo y mareado a causa de la bebida, se pregunta qué efecto tendrá ese vino en su coordinación física, pero coge la botella y bebe varios sorbos. Un momento después, está vacía. Una jovencita le ofrece otra.

—Bebe unos pocos sorbos —le aconseja Matt—. En honor del dios.

Oxenshuer hace lo que le dicen. También Matt está bebiendo de la segunda botella. Luego sonríe, y de repente arroja el vino sobrante a Oxenshuer, que no vacila en tomar su desquite. Se oyen gritos de alegría. Ambos hombres están empapados en vino dulce y pegajoso. Matt ríe a carcajadas y le da una palmada en la espalda a Oxenshuer. Entran en el foso.

Vino en mi corazón hoy, sangre en mi garganta hoy, fuego en mi alma hoy, te alabamos, oh, Señor.

Giran uno alrededor del otro, cautelosamente. Her­mano contra hermano. Rómulo y Remo, Caín y Abel, Osiris y Set; el antiguo ritual, el conflicto eterno. Ninguno de los dos ataca. Oxenshuer se siente pesado por el vino y su cerebro está obtuso, pero se siente poseído por una extraña liviandad; cada vez que sus pies tocan la arena, el contacto le provoca un sobresalto de placer. Está muy consciente de hallarse vivo, móvil, vigoroso. La sensa­ción crece y lo posee. Se lanza de súbito hacia delante, agarra a Matt y trata de derribarlo. Forcejean rígidos y casi inmóviles. Matt no cae, pero su contraataque no puede con Oxenshuer. Están de pie, enlazados, cuerpo contra cuerpo sudado y manchado de vino, y después de unos dos minutos de intensa tensión se sueltan, como si se hubieran puesto de acuerdo, y retroceden temblo­rosos, alejándose. Giran nuevamente. Hermano. Herma­no. Abel. Caín. Oxenshuer se agazapa. Extiende las ma­nos, tratando de agarrar algo. Nuevamente saltan el uno hacia el otro, se aferran y quedan inmóviles. Esta vez los brazos de Matt pasan como garfios alrededor de Oxenshuer y tratan de levantarlo del suelo para derri­barlo. Oxenshuer no se mueve. En la frente de Matt las venas están hinchadas, y Oxenshuer sospecha que en la suya también. Sus caras aparecen amoratadas. Los múscu­los laten a causa del esfuerzo continuado. Matt jadea, pierde apoyo y trata de retroceder; instantáneamente, Oxenshuer se hace a un lado, le coge el brazo y se lo acerca. Una vez más, se abrazan. Por turno, se balancean, pero no caen. El vino y el esfuerzo nublan la visión de Oxenshuer, que está borracho de fatiga. Empu­jando, apretando, retorciendo, tirando, recorre el foso con Matt hasta que, bruscamente, sus percepciones dis­minuyen, tiene un momento de oscuridad total y cuan­do recupera los sentidos queda atónito al descubrir que está luchando no con Matt, sino con Dave Vogel. Amigo de infancia, rival en el amor, compañero en el espacio. Vogel, más próximo a él que cualquier hermano de san­gre, ahora aquí, en el foso, con él. Delgado, cabellos rubios, nariz respingada, cejas gruesas, hombros mus­culosos.

—¡Dave! —grita Oxenshuer—. ¡Oh, Dios mío, Dave, Dave!

Lo abraza. Vogel le sonríe y se derrumba en el suelo del foso.

—¡Dave! —grita Oxenshuer cayendo encima de él—. ¿Cómo llegaste aquí, Dave?

Cubre el cuerpo de Dave con el suyo. Lo abraza con una terrible llave. Murmura el nombre de Vogel, susu­rrando maravillado, y deja escapar mil preguntas. ¿Vogel le responde? Oxenshuer no está seguro. Piensa que oye respuestas, pero no corresponden a las preguntas. Des­pués, Oxenshuer siente unos dedos que le golpean la es­palda.

—Muy bien, John —está diciendo Will—. Lo derrotas­te sin discusión. Ya terminó. Ponte en pie, hombre.

—Ven, Coge mi mano —dice Nick.

Confuso, Oxenshuer se levanta. Matt está tirado en la arena, tratando de recuperar el aliento y masajeándo­se el cuello, pero sonríe.

—Oye, esa llave es estupenda —dice—. ¿La aprendiste en la universidad?

—¿Disputamos otra caída? —pregunta Oxenshuer.

—No hace falta. Ahora vamos a la casa del dios —le propone Will.

Ayudan a Matt a levantarse. Les traen vino, que Oxens­huer traga con avidez. Los cuatro se alejan del foso, pa­san a través de la multitud que se separa y se dirigen hacia la iglesia.