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Oxenshuer nunca había estado allí. A excepción de una especie de altar en el otro extremo, el enorme edificio se encuentra totalmente vacío: no hay púlpitos, bancos, sillas, capillas ni coro. Una luz misteriosa se filtra por las vidrieras de colores e impregna el vasto espacio in­terior. El Orador ya ha llegado; está de pie ante el altar. Oxenshuer se arrodilla ante él, como le indica Matt en un susurro. Matt se arrodilla a la izquierda de Oxenshuer; Nick y Will detrás de ellos. Una música de órgano fantas­mal y etérea comienza a filtrarse por una reja oculta. La congregación se está reuniendo. Oxenshuer escucha los ruidos de la gente detrás: toses y algunos murmullos. Pronto, los himnos familiares resuenan en la iglesia.

Voy a casa del dios y su fuego me consume. Grito el nombre de dios y su trueno me ensordece. Tomo la copa del dios y su vino me disuelve.

Vino. El Orador ofrece un cáliz dorado a Oxenshuer, que bebe. Un vino distinto: frío, transparente. A su es­palda comienza un himno, que nunca había oído, en un lenguaje que no entiende. ¿Griego? Los ritmos son fie­ros y marcados; es la música de las bacantes, una can­ción órfica, extraña y aterradora al principio, y después, extrañamente reconfortante. Oxenshuer apenas conserva la conciencia. No comprende nada. Le están ofrecien­do la comunión. Una hostia en una bandeja de plata: pan moreno, crujiente, marcado con un signo desconocido. Come, bebe. Éste es mi cuerpo. Está es mi sangre. Más vino. Hay figuras moviéndose a su lado, y otros se ade­lantan para comulgar. Está perdiendo el sentido del es­pacio y del tiempo. Se aleja de la dimensión física y de­riva por un océano, un vasto mar cálido, un mar de sua­ves ondulaciones que lo sostiene fácil y alegremente. Percibe luz, calor, tamaño y ausencia de peso, pero no percibe nada tangible. El vino. La hostia. ¿Una droga en el vino, quizá? Se desliza del mundo y cae en el universo. Éste es mi cuerpo. Ésta es mi sangre. Ésta es la expe­riencia de unidad y totalidad. Tomo la copa del dios y su vino me disuelve. Qué calma hay aquí. Qué vacío. No hay nadie aquí; ni siquiera estoy yo. Y todo irradia una luz tibia y pura. Floto. Avanzo. Yo, yo, yo. John Oxenshuer. John Oxenshuer no existe. John Oxenshuer es el univer­so. El universo es John Oxenshuer. Éste es el dios cuya alma es vino. Éste es el dios cuyo nombre es música. Éste es el dios que arde como el fuego. Dulce llama del olvido. El cosmos se está expandiendo como un globo. Creciendo. Creciendo. Ve, hijo; nada hacia Dios. Jesús aguarda. El santo, el santo loco, el viejo dios borracho que es un santo te conducirá a la bienaventuranza, querido John. Recupera tu integridad. Recupera tu nada. Voy a casa del dios y su fuego me consume. Ve. Ve. Ve. Grito el nombre del dios y su trueno me ensordece. ¡Dionisos! ¡Dionisos!

Todas las cosas se disuelven. Todas las cosas se vuel­ven una.

Esto es Marte. Oxenshuer, utilizando los controles ma­nuales, deja que su nave se deslice livianamente los últi­mos quinientos metros antes de tocar tierra, controlando el cabeceo, moviéndose serenamente entre las nubes rojas que giran a causa del escape de sus cohetes. Luz de contacto. Motor detenido.

—Muy bien, Houston. He aterrizado en la base de Gulliver.

Su mensaje viaja velozmente por el espacio. Con pa­ciencia, aguarda a que llegue y, al fin, recibe la respues­ta de Control de Misión.

—De acuerdo. ¿Está listo para controlar todos los sis­temas antes del EVA?

—Empezaré el control ahora mismo, Houston.

Realiza velozmente la revisión de rutina, con la segu­ridad que nace de la total familiaridad. Todo está bien en la nave, cuyo elegante cerebro mecánico funciona ma­ravillosamente, sin un fallo. Ahora Oxenshuer se retuer­ce mientras se coloca el equipo en la espalda, grande e incómodo. Ponérselo sin la ayuda de otro astronauta es más difícil de lo que esperaba, aun con la baja gravedad marciana. Revisa su provisión básica de oxígeno, su sis­tema de ventilación, su circuito de agua, su sistema de comunicaciones. Con el casco, los guantes y el traje sellado, habita un universo de bolsillo totalmente autónomo. Desmontando la pala mecánica comprueba su provisión de aire comprimido. Todo está en orden.

—¿Tengo autorización para quitar la presión en la ca­bina, Houston?

—Tiene autorización, John. Usted manda. Quite la pre­sión en la cabina.

Da la señal y aguarda que la presión se desangre. Los indicadores tiemblan. Finalmente, puede abrir la escotilla. Tiene autorización para salir de la nave, John. Se echa al hombro la pala y baja cuidadosamente por la escalerilla. Las botas muerden la arena roja. En esta lon­gitud es mediodía en Marte, y el cielo púrpura tiene un cálido resplandor dorado. Oxenshuer se acerca al túmu­lo. Se alegra al descubrir que tendrá que excavar relati­vamente poco: la fuerza de sus cohetes, durante el des­censo, ha desalojado buena parte de la arena que cubría la tumba de sus amigos. Ágilmente, coloca la pala en su lugar y empieza a retirar el resto de la arena. Pocos mi­nutos después, la brillante cúpula de la tortuga es visi­ble en varios lugares. Oxenshuer trabaja con más deli­cadeza, rascando con cuidado, hasta que toda la cúpula queda al descubierto. Enfoca su linterna hacia ella y ve los cuerpos de Vogel y Richardson. No llevan casco, y sus trajes están abiertos: vestimenta informal; la mejor para morir. Vogel está sentado ante los controles de la tortuga. Richardson yace detrás de él, en el suelo del vehículo. Sus caras están resecas, casi desprovistas de carne, pero sus rasgos conservan la expresión y Oxenshuer se da cuenta de que tuvieron una muerte pacífica, aceptando el final con tranquilidad. Pacientemente, trabaja para levantar la cúpula de la tortuga. Por fin, el cierre cede y la cúpula se abre. Metiéndose dentro, des­liza sus brazos bajo el cuerpo de Dave Vogel y lo saca del traje espacial. Es muy ligero: una momia, una efigie. Vogel parece no pesar nada. Oxenshuer lleva el cadáver reseco hasta la nave con facilidad. Sube la escalerilla con Vogel en sus brazos. Dentro, rompe el contenedor de plástico adornado con la bandera que le ha proporciona­do la NASA, y envuelve tiernamente el cuerpo con él. Estiba a Vogel en la bodega de la nave. Luego vuelve a la tortuga para sacar a Bud Richardson. En una hora, termina el trabajo.

—Misión cumplida, Houston.

La cápsula de aterrizaje se precipita con toda preci­sión en el Pacífico. El barco de salvamento, a sólo tres kilómetros de distancia, se acerca al lugar mientras los helicópteros se colocan en posición sobre la nave espa­cial que se balancea. Los hombres rana acuden a colocar el cinturón de flotación: la vieja, vieja rutina. Inmediatamente, se abre la escotilla. Oxenshuer emerge. El helicóptero más próximo baja su barquilla de rescate. Oxenshuer desaparece dentro de la nave y vuelve un momento después con el cuerpo amortajado de Vogel, que entrega a los nadadores. Lo ponen en la barquilla y ésta sube hasta el helicóptero. Después, el cuerpo de Richardson y el mismo Oxenshuer.

El Presidente aguarda en la cubierta del barco de salvamento. Con él están las dos viudas, vestidas de ne­gro, con los ojos secos, de pie, firmes y rígidas. El Pre­sidente sonríe cálidamente a Oxenshuer y le estrecha la mano.

—Un trabajo estupendo, capitán Oxenshuer. Todo el mundo le está agradecido.

—Gracias, señor.

Oxenshuer besa a las viudas. A la mujer de Richardson primero; un abrazo y unos suaves murmullos de con­suelo. Después se acerca a Claire, consciente de la pre­sencia de las cámaras de televisión. La estrecha casta­mente. Castamente, aprieta su mejilla contra la de Claire.

—Tenía que traerlo, Claire. No podía descansar hasta recuperar esos cuerpos.

—No tenías por qué hacerlo, John.