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—Lo hice por ti.

Le sonríe. Los ojos de Claire son brillantes y cariño­sos.

Hay una ceremonia en cubierta. El Presidente con­cede condecoraciones póstumas a Richardson y Vogel. Oxenshuer se pregunta si sujetarán las medallas a los cuerpos, como las etiquetas que colocan a los cadáveres en el depósito, pero no; se las entregan a las viudas. Después, Oxenshuer recibe a su vez una medalla por su dramático retorno a Marte. El Presidente pronuncia un pequeño discurso. Oxenshuer finge escuchar, pero casi todo el tiempo sus ojos están fijos en Claire.

Con Claire sentada a su lado, una vez más se aleja de Los Ángeles por la carretera de San Bernardino, en dirección Este, cruzando los suburbios de plástico, atrave­sando Alhambra y Azusa, pasando por Covina Hills, Forest Lawn, San Bernardino, Banning e Indio, hasta lle­gar al desierto. Es un hermoso día de finales de invierno y las lluvias recientes han reverdecido las colinas y he­cho florecer los cactos. Él vigila cuidadosamente los pun­tos de referencia: llanuras, lagos secos.

—Creo que es aquí. En realidad, estoy seguro.

Deja la carretera y conduce el auto en dirección No­reste. Sí, no hay duda: allí está el lecho seco del lago y su coche abandonado, con aspecto antiguo, oxidado y corroído, con la capota levantada, las ruedas y el motor saqueados por los rateros hace mucho tiempo. Aparca su auto al lado, sale, se coloca la mochila. Hace señas a Claire.

—Vamos. Tendremos que andar bastante.

Ella sonríe tímidamente. Baja del coche y se apoya apenas contra John, rozando sus labios con los suyos. Él empieza a temblar.

—Claire. ¡Oh, Dios, Claire!

—¿Cuánto tendremos que andar?

—Horas.

Él adapta sus pasos a los de la muchacha. Si es nece­sario, acamparán durante la noche y llegarán a la ciudad al otro día, pero confía en estar allí antes del amanecer. Claire es fuerte, por lo que cree en la posibilidad de cu­brir el trayecto en cinco o seis horas, pero existe la posibilidad de que él no pueda encontrar las mesetas gemelas. No tiene brújula, no tiene mapas; sólo cuenta con su intuición para guiarlo hasta la ciudad. Se encaminan hacia el Norte. Ninguno de los dos habla mucho. Cada media hora se detienen para descansar; él se quita la mochila y ella le da la cantimplora. El aire es suave y fra­gante. Unas liebres audaces los acompañan. Hay pimpollos por todas partes. Oxenshuer, transfigurado por el amor, siente deseos de saltar y elevarse.

—Pronto veremos las mesetas.

—Espero que sí. Estoy empezando a cansarme, John.

—Si quieres, podemos detenernos y acampar.

—No. No. Sigamos. No puede estar muy lejos, ¿ver­dad?

Siguen. Oxenshuer calcula que ya han recorrido doce o trece kilómetros. Y aunque se hayan desviado un poco, tendrían que entrever las mesetas; le preocupa no ver­las. Si no las encuentra en la media hora siguiente acam­pará, porque no quiere andar después de la puesta del sol..

Súbitamente, suben a una pequeña colina y las me­setas aparecen: dos enormes rocas escarpadas de color gris oscuro que se recortan contra la arena. Las sombras del anochecer las oscurecen parcialmente, pero son in­confundibles.

—Allí están, Claire. Allá.

—¿Ves la ciudad?

—Desde aquí es imposible. No sé por qué, nos he­mos acercado desde un costado. Pero llegaremos pronto.

A un paso más rápido, ahora, bajan por la suave pen­diente hacia la llanura. Las mesetas dominan la escena. El corazón de Oxenshuer late con fuerza, y no es sólo por el esfuerzo de llevar su mochila. Allá aguardan Matt y Jean, Will y Nick, el Orador, la casa del dios, el laberin­to. Darán la bienvenida a Claire, su mujer; le asignarán una casita en el borde de la ciudad, iniciarán a Claire en sus ritos. Pronto. Pronto. Las mesetas se acercan.

—John, ¿dónde está la ciudad?

—Entre las mesetas.

—No la veo.

—Desde aquí es imposible. Lo único visible es la em­palizada, y cuando te acercas ves algunos tejados.

—Pero ni siquiera veo la empalizada, John. Sólo un espacio abierto entre las mesetas.

—Son las sombras. El ojo se engaña con facilidad.

Pero a él también le parece raro. Ciertamente, a la hora del crepúsculo es posible engañarse, pero tiene la impresión de que no hay nada entre las mesetas. ¿Acaso no serán las mismas mesetas? Resultaría difícil. A cau­sa de su forma original y única, nunca podría confundirlas con otras formaciones. ¿Y la ciudad, entonces? ¿Dónde se ha ido la ciudad? A cada paso se siente más inquieto. Tra­ta de esconder su nerviosismo a Claire, pero ella está tensa, irritable, casi aterrada. Le pregunta repetidas ve­ces qué ha sucedido, si se han extraviado. Él la tranqui­liza lo mejor posible. Éste es el lugar, le dice. Quizá la ciudad es invisible a causa de una ilusión óptica, o tal vez por otra clase de ilusión, obra de la gente de la ciudad.

—¿Significa que no nos quieren, John? ¿Que nos es­tán ocultando la ciudad?

—No lo sé, Claire.

—Estoy asustada.

—No tengas miedo. Dentro de unos minutos sabremos la respuesta.

Cuando están a unos quinientos metros de las mese­tas, Claire pierde el control. Solloza y sale corriendo ha­cia delante, entre los cactos, hacia la separación de las mesetas. John la llama, le dice que lo aguarde, pero ella sigue corriendo, desvaneciéndose entre las profundas som­bras. Incomodado por su enorme mochila, corre tras ella tropezando, jadeante. La ve desaparecer entre las mese­tas. Débil y mareado la sigue, y pocos momentos después llega a la entrada del cañón.

No hay ciudad.

No ve a Claire.

La llama. Sólo le responden unos ecos burlones. Desconcertado, entra en el cañón, mirando las escarpadas la­deras de las mesetas, recordando calles, avenidas, casas.

—¿Claire?

Nadie. Nada. Y llega la noche. Se abre camino por el terreno disparejo y rocoso hasta que llega al otro extre­mo del cañón; mira las mesetas, mira el desierto y no ve a nadie. La ciudad la ha devorado y la ciudad ha de­saparecido.

—¡Claire! ¡Claire!

Silencio.

Fatigado, deja caer la mochila y se sienta durante un largo rato. Finalmente, extiende el saco de dormir. Se mete en él, pero no duerme. Espera que pase la noche y, cuando llega el amanecer, busca nuevamente a Claire, pero no hay rastros de ella. Muy bien. Muy bien. Se rin­de. No hará preguntas. Carga con la mochila y comienza el largo camino de vuelta a la carretera.

A media mañana, llega al coche. Se vuelve y mira el desierto, resplandeciente a la luz del mediodía. Luego se mete en el auto y se aleja.

Entra en su apartamento del bulevar Hollywood. Des­de aquí emprendió el camino hacia el desierto, hace muchos meses; ahora ha vuelto al punto de partida. Una gruesa capa de polvo cubre los muebles baratos y utili­tarios. El aire huele a cerrado. Todas las cortinas están corridas. Vagabundea entre el vestíbulo y el saloncito, entre el saloncito y el dormitorio, entre el dormitorio y la cocina, entre la cocina y el vestíbulo. Se quita las botas y se acuesta en la gastada alfombra del saloncito, boca abajo, con los ojos cerrados. Tan cansado. Tan vacío. Descansaré un poco.

—¿John?

Es la voz del Orador.

—Déjeme en paz —dice Oxenshuer—. La he perdido. Lo he perdido a usted. Creo que me he perdido a mí mismo.

—Te equivocas. Ven con nosotros, John.

—Lo hice. No estaban allí.

—Ven ahora. ¿No sientes la llamada de la ciudad? La Fiesta ha terminado. Ya va siendo hora de que te instales aquí.

—No pude encontrarlos.

—En aquel momento seguías perdido en tus sueños. Ven ahora. Ven. El santo te llama. Jesús te llama. Claire te llama.

—¿Claire?

—Claire.

Lentamente, Oxenshuer se pone de pie. Cruza la habi­tación y abre las cortinas. La ventana da al bulevar Ho­llywood, pero mirando hacia fuera ve solamente las ro­jas llanuras de Marte, erosionadas y llenas de cráteres, brillando con la luz roja del mediodía. Vogel y Richardson están allí, saludándolo con los brazos. Sonriendo. Lla­mándolo. Las láminas delanteras de sus cascos brillan a la fría luz de las estrellas. Ven, le gritan. Te estamos aguardando. Oxenshuer responde a su saludo y va hacia otra ventana. Allí también ve un desierto deshabitado. ¿Será Marte, también, o el desierto de Mojave? Es inca­paz de decirlo. Todo es seco, inhóspito y bello, con la se­rena y trascendente belleza de la desolación. Ve a Claire a cierta distancia. Ella le da la espalda. Se dirige con paso firme y confiado hacia las mesetas gemelas. Entre éstas se alza la Ciudad de la Palabra de Dios, dorada y radiante bajo la cálida luz del sol. Oxenshuer asiente. Es el momento. Irá hacia ella. Irá hacia la ciudad. La Fiesta de san Dionisos ha terminado y la ciudad lo llama.