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Reúnenos. Llévanos al océano. Ayúdanos a nadar. Danos de beber. Vino en mi corazón hoy, sangre en mi garganta hoy, fuego en mi alma hoy. Te alabamos, oh Señor.

Oxenshuer corre, estirando el paso. Ve las mesetas; ve la empalizada. El sonido de lejanos cánticos resuena en sus oídos. «¡Por aquí, hermano!», grita Matt. «De pri­sa, John», grita Claire. Corre. Tropieza, y se recupera y vuelve a correr. Vino en mi corazón hoy. Fuego en mi alma hoy. «Dios está en todas partes —le dice el santo—. Pero, ante todo, Dios está dentro de ti.» El desierto es un mar, el gran océano tibio que acuna, la inmortal ma­dre marina de todas las cosas, y Oxenshuer se interna alegremente en él, deriva, flota y deja que se apodere de él y lo lleve donde quiera.