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Cuando sobrepasó Indio yendo hacia el Este, comenzó a buscar un sitio para abandonar el coche, pero aún es­taba demasiado cerca del límite sur del Monumento nacio­nal al Joshua Tree y no quiso acampar cerca de ninguna zona que pudiera estar vigilada por los guardias rurales. De modo que siguió conduciendo hasta que la luna estuvo alta. Se internó en la comarca de Chuckwalla, donde no lo separaban de la frontera de Arizona más que dunas, monta­ñas y lechos de lagos resecos. En una zona donde el terreno parecía relativamente plano disminuyó la velocidad casi hasta detenerse, apagó las luces y se salió con suavidad del camino, en dirección Noreste. Tuvo que aferrarse al volante con fuerza, al rebotar sobre el terreno irregular. A medio kilómetro de la carretera, Oxenshuer llegó a una cuenca inclinada y poco profunda, el lecho seco de un antiguo lago. Se metió dentro, hasta que no pudo ver las largas manchas amarillas de las luces en la carretera, y supo que estaba por debajo de la línea visual de los ve­hículos que pasaban. Apagó el motor, cerró con llave el coche —¡un extraño remilgo allí, en medio de la nada!—, sacó su mochila del maletero, se la colocó en la espalda y, sin mirar atrás, echó a andar hacia la vaciedad que había al Norte.

Mientras anda, compone una carta que no enviará ja­más.

Querida Claire: Ojalá hubiese podido despedirme de ti antes de marcharme de Los Angeles. Fue lo único que lamenté: dejar la ciudad sin decírtelo. Pero tenía miedo de ir a verte. Me mantuve alejado de ti. Dices que no me guardas rencor por la muerte de Dave, que no puede ha­ber sido culpa mía, y por supuesto tienes razón. Sin em­bargo, no me atrevo a enfrentarme contigo, Claire. ¿Por qué? ¿Por qué dejé el cuerpo de tu marido en Marte y el remordimiento me está ahogando? Pero un cuerpo es sólo una cáscara, Claire. El cuerpo de Dave no es Dave y yo no podía hacer nada por Dave. ¿Qué es, entonces, lo que se interpone entre nosotros? ¿Es mi amor, Claire, mi amor culpable por la viuda de mi amigo? ¿En? Ese amor es sal en mis heridas, ese amor es arena en mi garganta, Claire. Claire. Claire. Nunca podré decirte nada de esto, Claire. Nunca lo haré. Adiós, Reza por mí. ¿Rezarás'?

Sus años de agotador entrenamiento en la NASA para ir a Marte le fueron muy útiles ahora. Fortalecido por antiguas disciplinas se movía velozmente, sin esfuerzo, pese a los veinte kilos que llevaba a la espalda. La irre­gularidad del suelo no lo molestaba. El frío cortante del aire, tampoco, aunque vestía ropas ligeras: un pantalón, una camisa, una delgada chaqueta de algodón. La soledad, lejos de oprimirlo, era una fuente de energía para éclass="underline" a un par de cientos de kilómetros de distancia, en Los Ángeles, podía vivirse en la novena década del siglo XX, pero aquél era un reino prehistórico, fuera del tiempo, no marcado por el hombre, y su espíritu se expandía en su voluntario aislamiento. Se podía pensar que cada marca de sus pisadas era el primer toque humano que había sen­tido aquella tierra. El sentido de culpabilidad, gris y per­sistente, que pesaba sobre él desde su regreso de Marte resultaba menos pesado allí, una vez franqueado el límite de la civilización.

Aquellas tierras áridas eran lo más semejante a Marte en la Tierra. No lo suficientemente parecidas, porque de­masiadas cosas quebraban la ilusión: la gran luna bri­llante, llena de cicatrices, la suculenta vegetación terres­tre, el tirón de la gravedad de la Tierra y el débil resplan­dor blanco a la izquierda del horizonte, que imaginaba emanado por las ciudades de la costa. Pero era la más parecida a Marte que tenía a su alcance. El altiplano pe­ruano hubiese sido mejor, pero no había manera de lle­gar al Perú.

Una aproximación. Sería suficiente.

Un recorrido de una docena de kilómetros, por lo me­nos, no llegó a fatigarlo, pero decidió, poco después de las doce, acampar el resto de la noche. El lugar que esco­gió era un pequeño llano rectangular limitado al Norte y al Sur por cactos ominosos y llenos de pinchos —chollas y chumberas—, y al Este por unos espesos matorrales. Ha­cia el Oeste, un amplio abanico de piedras de aluvión des­cendía de las colinas cercanas. La luz de la luna, rastri­llando el área con fuerza, subrayaba todos los contrastes y contornos: las sombras de los cactos eran oscuros pozos sin fondo, y las sendas de las alimañas —lagartijas y ratas canguro— formaban profundos cañones en la arena. Cuan­do dejó caer la mochila en el suelo, dos ratas sorprendidas, que estaban hurgando en el matorral, notaron finalmente su presencia y huyeron buscando refugio dando saltos alocados, frenéticas pero delicadas. Oxenshuer les sonrió.

En el vigésimo día de la misión, Richardson y Vogel sa­lieron, tal como estaba planeado, para la excursión más larga del programa, el viaje de noventa kilómetros hasta Gulliver. Ya era hora, murmuró Dave Vogel, cuando final­mente la autorización EVA les llegó flotando desde el lejano Control de Misión. Durante los ocho meses del via­je desde la Tierra, mientras la cara color ladrillo de Mar­te crecía pacientemente en sus escotillas, habían discuti­do acerca del momento elegido para la gran excursión mar­ciana. El debate había empezado seis meses antes del lan­zamiento. Vogel, insistiendo en que la expedición era el proyecto científico más importante de la misión, había querido hacerla antes de que algún accidente les obliga­ra a anularla. No importaba que la agenda la situara en el día número veinte. La agenda era demasiado conser­vadora. Podemos ignorar el Control de Misión, dijo Vogel. Si no les gusta, que nos regañen cuando volvamos a casa. Pero Bud Richardson no estaba de acuerdo. Houston sa­be lo que hace, repetía. Siempre se ponía del lado de la autoridad. Primero tendremos que acostumbrarnos a tra­bajar en Marte, Dave, efectuando tareas de rutina y tra­bajando cerca del lugar de aterrizaje, mientras nos aclima­tamos. ¿Qué prisa tenemos? De todos modos, deberemos quedarnos un mes aquí, hasta que se abran las ventanas para la vuelta. ¿Por qué desobedecer la agenda? Los científicos saben lo que hacen y quieren que sigamos el or­den establecido, dijo Richardson. Vogel, testarudo, an­sioso, indignado, pensó que encontraría un aliado en Oxenshuer. Vota conmigo, John. ¡ No me digas que te preocupa Control de Misión! Dos contra uno, y Bud hu­biese tenido que rendirse. Pero, curiosamente, Oxenshuer apoyó a Richardson. Prefería no apartarse de la agenda. En cualquier caso, él no participaría de la larga excur­sión; había sacado la paja más corta y se quedaría siem­pre en la nave. Entonces, ¿cómo podía votar la modifi­cación de una agenda cuidadosamente preparada y en­viar a Richardson contra su voluntad a una aventura arriesgada y quizá mal preparada? No, dijo Oxenshuer. Lo siento, Dave; no me corresponde decidir esas cosas. De todos modos, Vogel apeló a Control de Misión y Control de Misión dijo: Esperad hasta el día veinte, muchachos. El día veinte, Richardson y Vogel se pusieron sus trajes y salieron. Era la novena EVA de la misión, pero la primera que llevaría a alguien a más de dos kilómetros de la nave.

Oxenshuer siguió en el monitor a sus compañeros des­de su seguro nicho en la cabina de control. La pequeña pantalla del video le mostró las huellas de su tortuga, empequeñeciéndose en la oscura llanura roja. Eligieron bien tu nombre, viejo Marte. La sangre de soldados caídos mancha tu suelo. Tus colinas son del color de las llamas que tiñen las ciudades conquistadas. Sacudiéndose, mien­tras atravesaba el Lacus Solis en dirección al Oeste, Vogel hacía largos comentarios. Hay montones de nada muerta por aquí, Johnny. Es tan malo como la Luna. Pero el color resulta más bonito. ¿Me oyes? Te oigo, dijo Oxenshuer. La tortuga era como un submarino montado en unas ruedas absurdas y gigantescas. Trotando, trotando, trotando, evi­tando cráteres y barrancos, crestas y declives. Detenién­dose de vez en cuando, para que Richardson pudiera guar­dar un par de muestras geológicas en su saco. Después, adelante, hacia el Oeste, hacia el Oeste. Se dirigían torpe­mente hacia el lugar donde, casi diez años antes, la nave no tripulada Ares IV Mars Lander había rascado algu­nos microorganismos marcianos de la superficie con la máquina de tomar muestras Gulliver.