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—Pero acaba de decirme, literalmente, que no cree en Él, capitán. Eso suena contradictorio.

—¿Realmente?

—Sí, señor.

—Bueno, si es así, no pediré excusas. No tengo que pensar siempre de forma coherente; tengo derecho a al­gunas contradicciones. Soy capaz de creer en cosas diametralmente opuestas. Oiga, si quiero coquetear un po­co con la locura, a usted ¿qué le importa?

—¿Con la locura, capitán?

—Locura. Sí. Es exactamente eso, amigo. Hay momen­tos en que Johnny Oxenshuer se cansa de ser tan jodidamente sensato. Puede ponerlo así mismo. ¿Entendió bien? Hay momentos en que Johnny Oxenshuer se cansa de ser tan jodidamente sensato. Pero no lo publique has­ta que haya despegado hacia Marte, ¿eh? No quiero que me separen de esta misión por esquizofrenia incipiente. Quiero ir. Quizás esta vez encuentre a Dios allá arriba, ¿sabe? Quizá no. Pero quiero ir.

—Creo que comprendo lo que quiere decir, señor. Dios lo bendiga, capitán Oxenshuer. Que tenga un buen viaje.

—Seguro. Gracias. ¿Le he servido para algo?

Casi nadie lo miró —sólo algunos niños— mientras Matt lo conducía por el largo pasillo hacia la mesa que había en la plataforma, en el fondo del salón. La gente parecía extremadamente reservada, como si estuviera en posesión de algún maravilloso secreto del que Oxens­huer se hallara excluido para siempre, y como si pasarse las fuentes de comida le pareciera mucho más interesante que el forastero. Un olor a huevos revueltos dominaba el gran salón. Ese olor grasiento y pesado parecía crecer y expandirse hasta expulsar todo el aire. Oxenshuer des­cubrió que le faltaba la respiración y se apoderaron de él las náuseas. Sintió pánico. Nunca había imaginado que el olor de unos huevos revueltos pudiera inspirarle te­rror.

—Por aquí —dijo Matt—. Cálmate, hombre. ¿Te sien­tes bien?

Por último, llegaron a la mesa elevada. En ella se sentaban sólo hombres de aspecto digno y sereno, proba­blemente los ancianos de la comunidad. La cabecera de la mesa la ocupaba uno que tenía el aspecto inconfundi­ble de un sumo sacerdote. Tenía bastante más de setenta años —u ochenta o noventa—, y su rostro curtido, de rasgos acusados, estaba lleno de surcos y arrugas. Sus ojos eran inteligentes e intensos y transmitían, al mismo tiempo, una fiera perseverancia y una cálida y generosa humanidad. De cuerpo pequeño, ágil, con un peso de cua­renta y cinco kilos como máximo, se sentaba muy ergui­do. Era un hombrecillo que imponía mucho. Un adorno metálico en el cuello de su túnica era, quizás, el distinti­vo de su rango. Inclinándose sobre el anciano, Matt dijo en tono exageradamente claro y fuerte:

—Éste es John. Me gustaría ser su hermano cuando llegue la Fiesta, si puedo. John, éste es nuestro Orador.

Oxenshuer había conocido a papas y presidentes y se­cretarios generales y, protegido por su propia celebri­dad, nunca se sintió torpe y cohibido. Pero allí no era una celebridad; no era nadie: un forastero, un desconocido, y se sintió perdido ante el Orador. Mudo, aguardó auxi­lio. El anciano dijo con una voz tan melodiosa y sonora como el sonido de un violonchelo:

—¿Te unirás a nuestra comida, John? Bienvenido a nuestra ciudad.

Dos de los ancianos le hicieron un sitio en el banco. Oxenshuer se sentó a la izquierda del Orador; Matt, a su lado. Dos chicas de unos catorce años trajeron un cubierto: un plato de plástico, un cuchillo, un tenedor, una cuchara, un vaso. Matt le sirvió huevos revueltos, tosta­das y salchichas. A su alrededor continuaba el clamor de la comida. El plato del Orador estaba vacío. Oxenshuer luchó contra las náuseas y se obligó a atacar los huevos.

—Tomamos todas las comidas juntos —dijo el Ora­dor—. Ésta es una comunidad muy unida, a diferencia de todas las comunidades que conozco en la Tierra.

Una de las chicas que servían dijo amablemente:

—Con permiso, hermano —y estirándose sobre el hom­bro de Oxenshuer llenó su vaso de vino tinto.

¿Vino con el desayuno? Aquí se adora a Dionisos, re­cordó Oxenshuer.

El Orador dijo:

—Te alojaremos. Te alimentaremos. Te amaremos. Te conduciremos a Dios. Por eso llegaste aquí, ¿verdad? Pa­ra estar más cerca de Él, ¿no? Para entrar en el océano de Cristo.

—¿Qué quieres ser de mayor, Johnny?

—Astronauta, señora. Quiero ser el primer hombre que vuele a Marte.

No. Nunca había dicho semejante cosa.

Aquella mañana, más tarde, se instaló en casa de Matt, en el perímetro de la ciudad, con vistas a una de las me­setas. La casa era apenas una cajita verde, de tablas por fuera y delgados tabiques de contra chapado por dentro: un saloncito, tres dormitorios, un baño. Ni cocina ni co­medor. («Tomamos todas las comidas juntos.») Las pa­redes estaban desnudas: ni iconos, ni crucifijos, ni objetos personales en ninguna parte: había una escopeta, una docena de libros y revistas viejos, algunas túnicas y un par de botas en un armario; nada más. La esposa de Matt era una mujercita de treinta años largos, ojos dul­ces, sumisa y empequeñecida por su robusto marido. Se llamaba Jean. Había tres niños: un chico de doce y dos chicas de nueve y siete. El varón había tenido una habitación propia; sin quejarse, se mudó con sus hermanas, que compartieron una cama, cediéndole la otra, y Oxenshuer ocupó el cuarto del niño. Matt les dijo el nombre de su huésped, pero no parecieron reconocerlo. Era obvio que nunca lo habían escuchado. ¿Se habrían enterado de que, últimamente, una nave espacial terrestre había via­jado a Marte? Probablemente, no. Eso le pareció inte­resante. Durante años, Oxenshuer había tenido que so­portar niños paralizados de asombro al encontrarse en presencia de un astronauta genuino. Aquí podía despren­derse del peso de la fama.

Se dio cuenta de que no sabía el apellido de su anfi­trión. Le pareció que ya era tarde para preguntárselo di­rectamente a Matt. Cuando una de las niñitas entró en su cuarto, le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Toby —respondió, enseñando una boca donde falta­ban dientes.

—¿Toby qué?

—Toby. Sólo Toby.

¿No habría apellidos en la comunidad? Muy bien. ¿Pa­ra qué preocuparse por apellidos en un sitio donde to­dos conocen a todos? Viajad ligeros, hermanos, viajad ligeros; liberaos del exceso de equipaje.

Matt entró y dijo:

—Esta noche, en el consejo, solicitaré oficialmente ser tu hermano. Es sólo una formalidad. Nunca han re­chazado una solicitud.

—¿Qué significa, en realidad?

—Es difícil de explicar; todavía no conoces bien nues­tras costumbres. Quiere decir... Bueno, que yo seré tu portavoz, tu guía en nuestros rituales.

—¿Una especie de patrocinador?

—Bueno, no. Will y Nick serán tus patrocinadores. Ése es otro nivel de hermandad, inferior, no tan cercano. Yo seré una especie de padrino tuyo, supongo; no puedo explicártelo mejor. A menos que no quieras. No te he consultado. ¿Quieres que sea tu hermano, John?

Era una pregunta imposible. Oxenshuer no podía va­lorar nada de aquello. Sintiéndose deshonesto, dijo:

—Será un gran honor, Matt.

Matt preguntó:

—¿Tienes verdaderos hermanos? ¿Hermanos de san­gre?

—No. Una hermana en Ohio —Oxenshuer pensó un momento—. Hubo un hombre que era como un hermano para mí. Nos conocíamos desde pequeños. Estábamos muy unidos; sí, era un hermano.

—¿Qué le pasó?

—Murió. En un accidente. Muy lejos de aquí.

—Lo siento muchísimo —dijo Matt—. Yo tengo cin­co hermanos. Tres fuera de aquí; hace años que no sé nada de ellos. Y dos en la ciudad; ya los conocerás. Te aceptarán como pariente. Todos lo harán. ¿Qué te pare­ció el Orador?