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—Un anciano maravilloso. Me gustaría volver a hablar con él.

—Hablarás mucho con él. Es mi padre, ¿sabes? —Oxenshuer trató de imaginar a aquel hombretón surgiendo de la semilla del menudo Orador, y no lo consi­guió. Supuso que Matt estaba hablando de nuevo me­tafóricamente.

—¿Quieres decir como ese chico que es sobrino tuyo?

—Es mi verdadero padre —dijo Matt—. Soy carne de su carne.

Fue hasta la ventana. Estaba abierta unos diez cen­tímetros.

—¿Demasiado frío para ti, John?

—Está estupendo.

—A veces hace frío, en estas noche de invierno.

Matt guardaba silencio, tratando de medir a Oxenshuer. Luego dijo:

—Oye, ¿has luchado alguna vez?

—Un poco. En la universidad.

—Qué suerte.

—¿Por qué lo preguntas?

—Es una de las cosas que hacen los hermanos aquí; forma parte del ritual. Luchamos un poco. Especialmente el día de la Fiesta. Es importante para el culto. No querría lastimarte cuando lo hagamos. Tú y yo, John, lucharemos un poco estos días a fin de entrenarnos para la Fiesta. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo?

Lo dejaban ir a todas partes. Vagabundeaba solo por el laberinto de la ciudad, aquella red increíble de calle­juelas, a primera hora de la tarde. El laberinto estaba tan astutamente construido, una calle ondulaba hacia la otra de una forma tan maravillosa, que los edificios quedaban muy juntos y el brillante sol del desierto apenas penetraba; Oxenshuer andaba a la sombra la mayor parte del tiempo. Los retorcidos pasajes del laberinto lo desconcertaban. Los fines de aquella parte de la ciudad pa­recían claramente simbólicos. Todos los que vivían allí se veían obligados a pasar por las calles sinuosas e in­tercomunicadas para llegar desde el vulgar barrio resi­dencial, donde la gente vivía aislada en grupos familia­res, hasta el comedor, donde toda la comunidad tomaba el sacramento de la comida, y a la iglesia, donde se en­contraban la redención y la salvación. Sólo cuando se habían purgado del error y la duda, sólo cuando se habían familiarizado con el verdadero camino (¿o habría más de un camino, en el laberinto?, se preguntó Oxenshuer) podían alcanzar la armonía de la comunidad. Él aún no había sido iniciado; era un forastero. Por mucho que anduviera, danzando incansablemente por las calle­juelas secretas, nunca llegaría si no lo ayudaban.

Pensó que sería menos difícil de lo que le había parecido al principio encontrar el camino desde la casa de Matt hasta la plaza interior, pero se equivocaba: las calles estrechas, llenas de meandros, lo engañaban de tal modo que, a veces, se alejaba de la plaza cuando creía estar acercándose a ella, y después de recorrer una se­rie de corredores e intersecciones durante un cuarto de hora se daba cuenta de que había vuelto a una de las calles residenciales en el exterior del laberinto. Atenta­mente, lo intentaba de nuevo. Un astronauta, entrenado para desplazarse con seguridad por los desiertos mar­cianos, tenía que poder orientarse en una pequeña ciu­dad. Recuerda los puntos destacados, Johnny. Sigue los dibujos de las sombras. Apretó los labios, se concentró y trazó una ruta. Mientras paseaba, veía ocasionalmente caras que lo espiaban desde las ventanas altas de los austeros edificios con aspecto de almacenes que flan­queaban las calles. ¿Estarían sonriendo? Llegó a un gru­po de calles que le pareció familiar y siguió, y siguió, has­ta que entró en un callejón cerrado en ambos extremos, del que sólo se podía salir por una hendidura en la que apenas pasaba un hombre si contenía la respiración y se deslizaba de lado. Atrás, la cruz metálica de la igle­sia se recortaba contra el cielo, alentándole; se había acercado al centro del laberinto. Pasó por la hendidu­ra y se encontró en un callejón sin salida; cinco minutos de cuidadosa inspección no revelaron ninguna. Volvió sobre sus pasos y buscó otra ruta.

Uno de los edificios más grandes del laberinto era, evidentemente, una escuela. Oía las voces agudas y cla­ras de los niños cantando misteriosos himnos. Las me­lodías tenían la cadencia convencional de los cánticos piadosos, pero la letra era rara:

Reúnenos. Llévanos al océano. Ayúdanos a nadar. Danos de beber. Vino en mi corazón hoy, sangre en mi garganta hoy, fuego en mi alma hoy. Te alabamos, oh, Señor.

Voces dulces y temblorosas hacían parecer aún más grotescas las extrañas palabras. Sangre en mi garganta hoy. Ciudad irreal. ¿Cómo puede existir? ¿De dónde vie­ne el vino? ¿Qué clase de dinero usan? ¿Qué hace la gen­te todo el día? Tienen electricidad: ¿qué combustible ali­menta el generador? Tienen agua corriente. ¿Están co­nectados a las tuberías de suministro de algún distrito? Si es así, ¿por qué esta ciudad no estaba en mi mapa? Fuego en mi alma hoy. Vino en mi corazón hoy. ¿Qué son estas fiestas, quiénes son estos santos? Éste es el dios que arde como el fuego. Éste es el dios cuyo nombre es música. Usted fue llamado, señor Oxenshuer. ¿Puede de­cir que no? No puede decir no a nuestra ciudad. A nues­tro santo. A Jesús. ¿Vamos?

¿Cómo se sale de aquí?

Tres veces por día toda la población iba andando des­de sus casas hasta el comedor, por el laberinto. Aparen­temente, había por lo menos media docena de maneras de llegar a la plaza central, pero aunque cada vez estu­diaba con el mayor cuidado la ruta, Oxenshuer no podía recordarla bien. Los alimentos eran simples, nutritivos y abundantes. El vino corría con generosidad en todas las comidas. Chicos y chicas servían, cargando alegre­mente con enormes fuentes desde la cocina. Oxenshuer no sabía quién cocinaba, pero suponía que la tarea corres­pondería, de forma rotativa, a las mujeres de la comu­nidad. (Los hombres tenían otras tareas. La ciudad, supo Oxenshuer, se había levantado gracias al trabajo gratui­to de sus habitantes. Ahora mismo, había varias casas en construcción. Y campos en regadío entre las mesetas.) En el comedor, la gente se sentaba al azar en las largas mesas pero, generalmente, parecía llegar en grupos fa­miliares. Oxenshuer conoció a los dos hermanos de Matt, Jim y Ernie, ambos más bajos que Matt, pero muy fuer­tes. Ernie abrazó a Oxenshuer. Fue un gesto impulsivo.

—¡ Hermano!  ¡ Hermano!  ¡ Hermano!

El Orador recibió a Oxenshuer en el estudio de su re­sidencia en la plaza, una habitación oscura en la planta baja cuyas paredes estaban cubiertas hasta el techo con estanterías de libros. Allí, la mayoría de la gente afecta­ba modales rústicos, y hablaba con un acento campesino que implicaba poco interés por los problemas intelectua­les, pero los libros del Orador tendían a tratar de abstrusos temas filosóficos y teológicos, y parecían haber sido leídos muchas veces. Los libros confirmaron su pri­mera impresión fragmentaria del Orador: éste era un hombre de mente flexible y rica, refinada y compleja. El Orador le ofreció una copa de vino fresco y áspero. Be­bieron en silencio. Cuando casi había vaciado su copa, el anciano arrojó tranquilamente el resto al piso de pizarra lustrada.

—Una ofrenda a Dionisos —explicó.

—Pero ustedes son cristianos —objetó Oxenshuer.

—Sí; ¡claro que somos cristianos! Pero tenemos nues­tro propio santoral. Adoramos a Jesús disfrazado de Dio­nisos y a Dionisos disfrazado de Jesús. Supongo que al­gunos nos llamarían paganos. Pero donde está Cristo, ¿no hay cristiandad? —El Orador rió—. ¿Eres cristiano?

—Supongo que sí. Me bautizaron. Me confirmaron. He comulgado. De vez en cuando, me confieso.

—¿Eres católico?