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—Más que cualquier otra cosa.

—¿Crees en Dios?

—De forma abstracta.

—¿Y en Jesucristo?

—No lo sé —admitió Oxenshuer, sintiéndose incómo­do—. En un sentido literal, no. Quiero decir... Supongo que en Palestina hubo un profeta llamado Jesús y que los romanos lo crucificaron, pero nunca tomé muy en se­rio el resto de la historia. Sin embargo, puedo aceptar a Jesús como un símbolo. Como una metáfora del amor. Del amor de Dios.

—Una metáfora de todo el amor —subrayó el Ora­dor—. El amor de Dios por la humanidad. El amor de la humanidad por Dios. El amor de hombre y mujer, el amor de padre e hijo, el amor fraterno; todos los amores que existen. Jesús es el espíritu del amor. Dios es amor. Eso es lo que creemos aquí. Por medio del éxtasis en común recordamos el nuevo mandamiento que É1 nos dio: amaos los unos a los otros, Y como se dice en Romanos, el Amor es el cumplimiento de la ley. Seguimos Sus en­señanzas; por lo tanto, somos cristianos.

—¿Aun cuando adoran a Dionisos como santo?

—Especialmente por eso. Creemos que, en la divina locura de Dionisos, nos acercamos más a Él que otros cristianos. A través de las orgías, del canto, de los pla­ceres de la carne, del éxtasis, de la mutua unión en cuer­po y alma..., a través de todo eso rompemos nuestro aislamiento y nos unimos con Él. En la próxima vida to­dos seremos uno. Pero primero debemos vivir ésta y compartir la creación del amor que es Jesús, que es Dios. Nuestra finalidad es que todos se unan con Jesús, de mo­do que nos transformemos en gotitas del océano del amor, que es Dios, renunciando a nuestras personas individuales.

—Eso me suena casi a hindú. O budista.

—Jesús es Buda. Buda es Jesús.

—Ninguno de ellos predicó una religión orgiástica.

—Dionisos sí. Hacemos nuestra propia síntesis de los mandamientos espirituales. De modo que no vemos vir­tud en la abnegación, porque contradice el amor. Lo que es virtud para otros cristianos es pecado para nosotros. Y viceversa, supongo.

—¿Y la doctrina de la virginidad de María? ¿Y la vir­ginidad del mismo Cristo? ¿Y toda la idea de la pureza por medio de la represión y el ascetismo?

—Esos conceptos no forman parte de nuestras creen­cias, amigo John.

—Pero ¿reconocen el concepto del pecado?

—Los pecados que deploramos son cosas como la frialdad, el egoísmo, la altanería, la envidia, la malicia, todas esas cosas que separan a los hombres. Castigamos a los pecadores sumergiéndolos en amor. Pero no reco­nocemos pecados que surjan del amor mismo o de los excesos del amor. Como el mundo, especialmente el mun­do cristiano, considera odiosos y peligrosos nuestros principios, hemos decidido retirarnos del mundo.

—¿Cuánto hace que están aquí? —preguntó Oxenshuer.

—Muchos años. Nadie nos molesta. Pocos forasteros llegan hasta aquí. Eres el primero en muchísimo tiempo.

—¿Por qué hizo que me trajeran a la ciudad?

—Sabíamos que nos habías sido enviado —dijo el Orador.

Por la noche había reuniones desenfrenadas en algu­nos edificios altos y sin ventanas, en lo más profundo del laberinto. No le permitían tomar parte en ellas. Las danzas, las canciones, la bebida, cualquier otra cosa que sucediera allí, aún no era para él. Aguarda a la Fiesta, le dijeron, aguarda a la Fiesta; después podrás venir con nosotros. De modo que pasaba la velada solo. Algunas noches se quedaba en casa con los niños. En la ciudad las babysitters no eran necesarias, pero de todos modos se dedicó a serlo, jugando a los dados con las niñas y al balón con el niño, contándoles cuentos mientras se dor­mían. Les contó su vuelo a Marte, habló de cómo el mun­do rojo se agrandaba cada día, describió el aterrizaje, lo diferente que era todo, las arenas de color óxido rojo, las pequeñas lunas resplandecientes. Lo escuchaban en si­lencio, quizá fascinados, acaso sin ningún interés. Sos­pechó que pensaban que se trataba de invenciones su­yas. Nunca dijo nada acerca del destino de sus compa­ñeros.

Algunas noches paseaba por la ciudad, recorriendo una calle silenciosa tras otra, encaminándose, supuesta­mente al azar, hacia el centro del laberinto. De pie cer­ca del perímetro del laberinto —aun ahora no podía orien­tarse por la noche y temía perderse si se internaba—, oía los sonidos distantes de la fiesta, los tambores, los cán­ticos, los himnos simples y repetitivos.

Éste es el dios que arde como el fuego, éste es el dios cuyo nombre es música, éste es el dios cuya alma es vino.

Y también les oía cantar:

Dile al santo que caliente mi corazón, dile al santo que me dé aliento, dile al santo que sacie mi sed.

Y en otra ocasión:

Saltando, gritando, cantando, golpeando, levantando, trepando, volando, remontándose, disolviéndose,  uniéndose,  amando,  brillando, cantando, remontándose, uniéndose, amando.

Algunas noches caminaba hasta el borde del desier­to, metiéndose unos cientos de metros en él, extrayendo un oscuro placer de su soledad, del crujido de la arena bajo sus botas, del filo frío del viento, de los cactos so­litarios y rotos, de las tímidas ratas canguro y hasta de los ocasionales escorpiones. Acurrucado en un monte de arena, mirando hacia arriba, entre las estrellas frías y brillantes hacia Marte, pensaba en Dave Vogel, en Bud Richardson, en Claire y en él mismo, en quién había sido, en lo que había perdido. Antes, recordaba, era un hom­bre optimista, que reía con facilidad y expresaba sus sentimientos abierta y rápidamente. Le gustaba bromear, correr, nadar, beber; todas las cosas activas y extrover­tidas. Saltando, gritando, cantando, golpeando. Levantan­do, trepando, volando, remontándose. Y luego aquella in­diferencia había caído sobre él, aquella ausencia de respuesta, aquella cáscara helada. Marte lo había robado a sí mismo. ¿Por qué? ¿La culpa? La culpa, la culpa, la culpa... Se había perdido a sí mismo en la culpa. Y aho­ra estaba perdido en el desierto, en aquella ciudad im­posible. Aquellos ritos, aquel culto. Vino y gritos. No te­nía idea de cuánto tiempo había estado allí. ¿Se acerca­ba la Navidad? Posiblemente faltarían pocos días. Árbo­les de Navidad de plástico azul brotarían frente a los grandes almacenes del bulevar Wilshire. Alegres san Ni­colás recorrerían las aceras. Oropeles y brillos. La Navi­dad era un momento apropiado para la Fiesta de san Dionisos. Las saturnalias revivían. ¿Faltaría poco para la Fiesta? La esperaba con ansia y temor.

A última hora de la noche, cuando el último vino se acababa y terminaban los cantos, Matt y Jean volvían sonrojados, empapados en vino y felices. A través del es­trecho tabique que separaba la habitación de Oxenshuer de la suya, llegaban los sonidos del amor, las titánicas resonancias de sus abrazos hasta que amanecía.

—Se supone que los astronautas son sensatos, Dave.

—¿Son sensatos? ¿Lo son, Johnny?

—Claro que sí.

—¿Tú eres sensato?

—Condenadamente sensato, Dave.

—Sí, sí. Supongo que te lo crees.

—¿Tú no lo crees?

—Sí, claro que sí, Johnny. Más sensato de lo necesa­rio. Si alguien me pidiera que nombrara a un hombre sensato, citaría a John Oxenshuer. Pero no es así. En po­tencia, estás loco de remate.

—Gracias.

—Era un cumplido.

—¿Y tú? ¿No eres sensato?

—Yo estoy loco, Johnny. Y cada vez más.

—¿Y si la NASA descubre que Dave Vogel está loco?