Amadito asintió, sin decir palabra. Dio unos pasos hasta ponerse junto al prisionero. Los soldados lo soltaron y se apartaron. El tipo no se echó a correr, como Amadito pensó que haría. No le obedecerían las piernas, el miedo lo mantendría atornillado a las yerbas y el barro de ese descampado donde el viento soplaba con brío. Pero, aunque no intentó huir, siguió moviendo la cabeza, con desesperación, a derecha e izquierda, arriba y abajo, en su inútil empeño por desprenderse de la mordaza. Emitía un rugido entrecortado.
El teniente García Guerrero le puso el caño de su pistola en la sien y disparó. El tiro lo ensordeció y le hizo cerrar los ojos, un segundo.
– Remátelo -dijo Abbes García-. Nunca se sabe.
Amadito, inclinándose, palpó la cabeza del tendido -estaba quieto y mudo- y volvió a disparar, a quemarropa. -Ahora sí -dijo el coronel, cogiéndolo del brazo y empujándolo hacia el jeep del mayor Figueroa Carrión-.
Los guardias saben lo que tienen que hacer. Vámonos donde Puchita, a calentar el cuerpo.
En el jeep, conducido por Roberto, el teniente García Guerrero permaneció callado, oyendo a medias el diálogo entre el coronel y el mayor. Se acordaba de algo que dijeron:
– ¿Lo enterrarán ahí?
– Lo echarán al mar -explicó el jefe del SIM-. Es la ventaja de este farallón. Alto, cortado a cuchillo. Abajo, hay una entrada de mar, con mucho fondo, como una poza. Llena de tiburones y tintoreras, esperando. Se lo tragan en segundos, es cosa de ver. No dejan huella. Seguro, rápido y, también, limpio.
– ¿Reconocerías ese farallón? -le preguntó Salvador.
No. Sólo recordaba que, antes de llegar, habían pasado cerca de esa pequeña ensenada, La Caleta. Pero no podría rehacer toda la trayectoria, desde La Cuarenta.
– Te daré un somnífero -Salvador volvió a ponerle la mano en la rodilla-. Que te haga dormir seis, ocho horas. -Todavía no he terminado, Turco. Un poquito más de paciencia. Para que me escupas en la cara y me eches de tu casa.
Habían ido al burdel de Pucha Vittini, apodada Puchita Brazobán, una vieja casa con balcones y un jardín seco, un burdel frecuentado por caliés, gente vinculada al gobierno y al SIM, para el que, según rumores, trabajaba también esa vieja malhablada y simpática que era Pucha, ascendida en la jerarquía de su oficio a administradora y regenta de putas, después de haberlo sido ella misma en los burdeles de la calle Dos, desde muy joven y con éxito. Los recibió en la puerta y saludó a Johnny Abbes y al mayor Figueroa Carrión como a viejos amigos. A Amadito le cogió la barbilla: «¡Qué papacito!». Los guió hasta el segundo piso y los hizo sentar en una mesita junto al bar. Johnny Abbes pidió que trajera a Juanito Caminante.
– Sólo después de un buen rato caí que era el whisky, mi coronel -confesó Amadito-. Johnny Walker. Juanito Caminante. Facilísimo y no me daba cuenta.
– Esto es mejor que los psiquiatras -dijo el coronel-. Sin Juanito Caminante yo no mantendría el equilibrio mental, lo más importante en mi trabajo. Para hacerlo bien, hay que tener serenidad, sangre fría, cojones helados. No mezclar nunca las emociones con el razonamiento.
No había clientes todavía, salvo un calvito con anteojos, sentado en el mostrador, bebiendo una cerveza. En la vellonera tocaban un bolero y Amadito reconoció la voz densa de Toña la Negra. El mayor Figueroa Carrión se puso de pie y fue a sacar a bailar a una de las mujeres que cuchicheaban en un rincón, bajo un gran cartel de una película mexicana con Libertad Lamarque y Tito Guizar.
– Usted tiene nervios bien templados -aprobó el coronel Abbes García-. No todos los oficiales son así. He visto a muchos bravos que, en la hora crítica, se despintan. Los he visto cagarse de miedo. Porque, aunque nadie se lo crea, para matar se necesitan más huevos que para morir.
Sirvió las copas y dijo: «Salud». Amadito bebió, con avidez. ¿Cuántos tragos? Tres, cinco, pronto perdió la noción de tiempo y de lugar. Además de beber, bailó, con una india a la que acarició y metió a un cuartito iluminado por una bombilla cubierta por un celofán rojo, que se mecía sobre una cama con una colcha llena de colorines. No pudo tirársela. «Por lo borracho que estoy, mamacita», se disculpó. La verdadera razón era el nudo en el estómago, el recuerdo de lo que acababa de hacer. Por fin, se armó de coraje para decir al coronel y al mayor que se iba, pues se sentía descompuesto con tanto trago.
Salieron los tres hasta la puerta. Allí estaba, esperando a Johnny Abbes, su Cadillac negro blindado, con chofer, y un jeep con una escolta de guardaespaldas armados. El coronel le dio la mano.
– ¿No tiene curiosidad por saber quién era ése?
– Prefiero no saberlo, mi coronel.
La cara fofa de Abbes García se distendió en una risita irónica, mientras se secaba la cara con su pañuelo color fuego:
– Qué fácil sería, si uno hiciera estas cosas sin saber de quién se trata. No me joda, teniente. Si uno se tira al agua, tiene que mojarse. Era uno del 14 de junio, el hermanito de su ex novia, creo. ¿Luisa Gil, no? Bueno, hasta cualquier rato, ya haremos cosas juntos. Si me necesita, sabe dónde encontrarme.
El teniente volvió a sentir la mano del Turco en su rodilla.
– Es mentira, Amadito -quiso animarlo Salvador-. Pudo ser cualquier otro. Te engañó. Para destrozarte del todo, para hacerte sentir más comprometido, más esclavo. Olvídate de lo que te dijo. Olvídate de lo que hiciste.
Amadito asintió. Muy despacio, señaló el revólver de su cartuchera.
– La próxima vez que dispare, será para matar a Trujillo, Turco -dijo-. Tú y Tony Imbert pueden contar conmigo para cualquier cosa. Ya no necesitan cambiar de tema cuando yo llegue a esta casa.
– Atención, atención, ése viene derechito -dijo Antonio de la Maza, levantando el cañón recortado a la altura de la ventana, listo para disparar.
Amadito y Estrella Sadhalá empuñaron también sus armas. Antonio Imbert encendió el motor. Pero, el automóvil que venía por el Malecón hacia ellos, deslizándose despacio, buscando, no era el Chevrolet sino un pequeño Volkswagen. Fue frenando, hasta descubrirlos. Entonces, viró en la dirección contraria, hacia donde ellos estaban estacionados. Se detuvo a su lado, con las luces apagadas.
IV
– ¿No va a subir a verlo? -dice por fin la enfermera. Urania sabe que la pregunta pugna por salir de los labios de la mujer desde que, al entrar a la casita de César Nicolás Penson, ella, en vez de pedirle que la llevara a la habitación del señor Cabral, se dirigió a la cocina y se preparó un café. Lo paladea a sorbitos desde hace diez minutos.
– Primero, voy a terminar mi desayuno -responde, sin sonreír, y la enfermera baja la vista, confundida-. Estoy tomando fuerzas para subir esa escalera.
– Ya sé que hubo un distanciamiento entre usted y él, algo he oído -se disculpa la mujer, sin saber qué hacer con las manos-. Era sólo por preguntar. Al señor ya le di su desayuno y lo afeité. Se despierta siempre muy temprano.
Urania asiente. Ahora está tranquila y segura. Examina una vez más la ruindad que la rodea. Además de deteriorarse la pintura de las paredes, el tablero de la mesa, el lavador, el armario, todo parece encogido y descentrado. ¿Eran los mismos muebles? No reconocía nada.
– ¿Viene alguien a visitarlo? De la familia, quiero decir.
– Las hijas de la señora Adelina, la señora Lucindita y la señora Manolita vienen siempre, a eso del mediodía -la mujer, alta, entrada en años, en pantalones debajo del uniforme blanco, de pie en el umbral de la cocina, no disimula su incomodidad-. su tía venía a diario, antes. Pero, desde que se quebró la cadera, ya no sale.
La tía Adelina era bastante menor que su padre, tendría unos setenta y cinco años a lo más. Así que se rompió la cadera. ¿Seguiría tan beata? Era de comunión diaria, entonces.
– ¿Está en su dormitorio? -Urania bebe el último sorbo de café-. Bueno, dónde va a estar. No, no me acompañe.