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– A media mañana le doy siempre algo de fruta -explica, sin entrar-. El doctor dice que no debe tener muchas horas el estómago vacío. Como apenas se alimenta, hay que darle algo tres o cuatro veces al día. De noche, sólo un caldito. ¿Puedo?

– si, pase.

Urania mira a su padre y sus ojos siguen en ella; no se vuelven a mirar a la enfermera ni siquiera cuando ésta, sentada frente a él, comienza a darle cucharaditas de su refrigerio. -¿Dónde está su dentadura postiza?

– Tuvimos que quitársela. Como ha enflaquecido tanto, le hacía sangrar las encías. Para lo que toma, calditos, fruta cortada, purés y cosas batidas, no le hace falta.

Durante un buen rato, permanecen en silencio. Cuando el inválido termina de tragar, la enfermera le acerca la cuchara a la boca y espera, paciente, que el anciano la abra. Entonces, con delicadeza, le da el siguiente bocado. ¿Lo hará así siempre? ¿O esa delicadeza se debe a la presencia de su hija?

Seguramente. Cuando está a solas con él, lo reñirá, pellizcará, como las niñeras con los niños que no hablan, cuando la mamá no las ve.

– Dele unos bocaditos -dice la enfermera-. Él está queriendo eso. ¿No, don Agustín? ¿Quiere que su hija le dé la papita, verdad? Sí, sí, le gustaría. Dele unos bocaditos mientras bajo a buscar el vaso de agua, que se me olvidó.

Deposita el plato a medio acabar en manos de Urania, quien lo recibe de manera maquinal, y se va, dejando abierta la puerta. Luego de unos instantes de vacilación) Urania le acerca a la boca una cuchara con una rajita de mango. El inválido, que aún no le quita los ojos de encima, cierra la boca, frunciendo los labios, como un niño difícil.

V

– Buenos días -respondió.

El coronel Johnny Abbes había dejado sobre su escritorio el informe de cada madrugada, con ocurrencias de la víspera, previsiones y sugerencias. Le gustaba leerlos; el coronel no perdía tiempo en pendejadas, como el anterior jefe del Servicio de Inteligencia Militar, el general Arturo R. Espaillat, Navajita, graduado en la Escuela Militar de West Point, quien lo aburría con sus delirios estratégicos. ¿Trabajaría Navajita para la CIA? Se lo habían asegurado. Pero Johnny Abbes no lo pudo confirmar. Si alguien no trabajaba para la CIA era el coroneclass="underline" odiaba a los yanquis.

– ¿Café, Excelencia?

Johnny Abbes estaba de uniforme. Aunque se esforzaba por llevarlo con la corrección que Trujillo exigía, no podía hacer más de lo que le permitía su físico blandengue y descentrado. Era más bajo que alto, la barriguita abultada hacía juego con su doble papada, sobre la que irrumpía su salido mentón, partido por una hendidura profunda. También sus mejillas eran fofas. Sólo los ojillos movedizos y crueles delataban la inteligencia de esa nulidad física. Tenía treinta y cinco o treinta y seis años, pero parecía un viejo. No había ido a West Point ni a escuela militar alguna; no lo hubieran admitido pues carecía de físico y vocación militar. Era lo que el instructor Gittleman, cuando el Benefactor era marina, llamaba, por su falta de músculos, su exceso de grasa y su afición a la intriga, «un sapo de cuerpo y alma». Trujillo lo hizo coronel de la noche a la mañana al mismo tiempo que, en uno de esos raptos que jalonaban su carrera política, decidió nombrarlo jefe del SIM en reemplazo de Navajita. ¿Por qué lo hizo? No por cruel; más bien, por frío: el ser más glacial que había conocido en este país de gentes de cuerpo y alma calientes. ¿Fue una decisión feliz? últimamen te, fallaba. El fracaso del atentado contra el Presidente Betancourt no era el único; también se equivocó con la supuesta rebelión contra Fidel Castro de los comandantes Eloy Gutiérrez Menoyo y William Morgan, que resultó una emboscada del barbudo para atraer exiliados cubanos a la isla y echarles mano. El Benefactor reflexionaba, hojeando el informe entre traguitos de café.

– Insiste usted en sacar al obispo Reilly del Colegio Santo Domingo -murmuró-. Siéntese, sírvase café.

– ¿Me permite, Excelencia?

La melódica voz del coronel le venía de sus años mozos, cuando era comentarista radial de pelota, baloncesto y carreras de caballos. De esa época, sólo conservaba su afición a las lecturas esotéricas -se confesaba rosacruz-, esos pañuelos que se hacía teñir de rojo porque, decía, era el color de la suerte para los Aries, y la aptitud para divisar el aura de cada persona (pendejadas que al Generalísimo le daban risa). Se instaló frente al escritorio del jefe, con una tacita de café en la mano. Estaba aún oscuro afuera y el despacho medio en sombras, iluminado apenas por una lamparita que encerraba en un círculo dorado las manos de Trujillo.

– Hay que reventar ese absceso, Excelencia. El problema mayor no es Kennedy, anda demasiado ocupado con el fracaso de su invasión a Cuba. Es la Iglesia. Si no acabamos con los quintacolumnistas aquí, tendremos problemas. Reilly sirve de maravilla a los que piden la invasión. Cada día lo inflan más, al mismo tiempo que presionan a la Casa Blanca para que mande a los marines a socorrer al pobre obispo perseguido. Kennedy es católico, no lo olvide.

– Todos somos católicos -suspiró Trujillo. Y desbarató aquel argumento-: Es una razón para no tocarlo, más bien. Sería dar a los gringos el pretexto que buscan.

Aunque había momentos en que Trujillo llegaba a sentir desagrado por la franqueza del coronel, se la toleraba. El jefe del SIM tenía órdenes de hablarle con total sinceridad, aun cuando fuera ingrato a sus oídos. Navajita no se atrevió a usar esa prerrogativa como Johnny Abbes.

– No creo posible una marcha atrás en las relaciones con la Iglesia, ese idilio de treinta años se acabó -hablaba despacio, los ojitos azogados dentro de las órbitas, como explorando el contorno en busca de acechanzas-. Nos declaró la guerra el 25 de enero de 1960, con la Carta Pastoral del Episcopado, y su meta es acabar con el régimen. A los curas no les bastarán unas cuantas concesiones. No volverán a apoyarlo, Excelencia. Igual que los yanquis, la Iglesia quiere guerra. Y, en las guerras, hay sólo dos caminos: rendirse o derrotar al enemigo. Los obispos Panal y Reilly están en rebelión abierta.

El coronel Abbes tenía dos planes. Uno, usando como escudo a los paleros, matones armados de garrotes y chavetas de Balá, ex presidiario a su servicio, los caliés irrumpirían a la vez, como grupos recalcitrantes desprendidos de una gran manifestación de protesta contra los obispos terroristas, en el obispado de La Vega y en el Colegio Santo Domingo, y rematarían a los prelados antes de que las fuerzas del orden los rescataran. Esta fórmula era arriesgada; podía provocar la invasión. Tenía la ventaja de que la muerte de los dos obispos paralizaría al resto del clero por buen tiempo. En el otro plan, los guardias rescataban a Panal y Reilly antes de ser linchados por el populacho y el gobierno los expulsaba a España y Estados Unidos, argumentando que era la única manera de garantizar su seguridad. El Congreso aprobaría una ley estableciendo que todos los sacerdotes que ejercían su ministerio en el país debían ser dominicanos de nacimiento. Los extranjeros o naturalizados serían devueltos a sus países. De este modo -el coronel consultó una libretita- el clero católico se reduciría a la tercera parte. La minoría de curitas criollos sería manejable.

Calló cuando el Benefactor, que tenía la cabeza gacha, la alzó.

– Es lo que ha hecho Fidel Castro en Cuba.

Johnny Abbes asintió:

– Allá también la Iglesia empezó con protestas, y, por fin, a conspirar, preparando el terreno para los yanquis. Castro echó a los curas extranjeros y dictó medidas draconianas contra los que se quedaron. ¿Qué le ha pasado? Nada.

– Todavía -lo corrigió el Benefactor-. Kennedy desembarcará a los marines en Cuba en cualquier momento. Y esta vez no será la chambonáda que hicieron el mes pasado, en Bahía de Cochinos.

– En ese caso, el barbudo morirá peleando -asintió Johnny Abbes-. Tampoco es imposible que desembarquen aquí los marines. Y usted ha decidido que nosotros muramos también peleando.