– Sería un gran honor, Excelencia -respondió Abbes García de inmediato, con una seguridad que no había mostrado hasta ese momento.
Tiempo después, el ex secretario del Generalísimo, preceptor de Ramfis y escribidor de doña María Martínez, la Prestante Dama, moría en la capital mexicana acribillado a balazos. Hubo la chillería de rigor entre los exiliados y la prensa, pero nadie pudo probar, como decían aquéllos, que el asesinato había sido manufacturado por «la larga mano de Trujillo». Una operación rápida, impecable, y que apenas costó mil quinientos dólares, según la factura que Johnny Abbes García pasó, a su regreso de México. El Benefactor lo incorporó al Ejército con el grado de coronel.
La desaparición de José Almoina fue apenas una, en la larga secuencia de brillantísimas operaciones realizadas por el coronel, que mataron o dejaron lisiados o malheridos a docenas de exiliados, entre los más vociferantes, en Cuba, México, Guatemala, New York, Costa Rica y Venezuela. Trabajos relámpago y limpios, que impresionaron al Benefactor. Cada uno de ellos una pequeña obra maestra por la destreza y el sigilo, un trabajo de relojería. La mayor parte de las veces, además de acabar con el enemigo, Abbes García se las arregló para arruinarles la reputación. El sindicalista Roberto Lamada, refugiado en La Habana, murió a consecuencia de una paliza que recibió en un prostíbulo del Barrio Chino, a manos de unos rufianes que lo acusaron ante la policía de haber intentado acuchillar a una prostituta que se negó a someterse a las perversiones sadomasoquistas que el exiliado le exigía; la mujer, una mulata teñida de pelirroja, apareció en Carteles y Bohemia, llorosa, mostrando las heridas que le infligió el degenerado. El abogado Bayardo Cipriota pereció en Caracas en una reyerta de maricas: lo encontraron apuñalado en un hotel de mala muerte, con calzón y sostén de mujer, y la boca con rouge. El dictamen forense determinó que tenía esperma en el recto. ¿Cómo se las ingeniaba el coronel Abbes para trabar contacto, tan rápido, en ciudades que apenas conocía, con esas alimañas de los bajos fondos, pistoleros, matones, traficantes, cuchilleros, prostitutas, cafiches, ladronzuelos, que siempre intervenían en esas operaciones de página roja, que hacían las delicias de la prensa sensacionalista, en las que se veían enredados los enemigos del régimen? ¿Cómo logró montar por casi toda América Latina y Estados Unidos una red tan eficiente de informantes y hombres de mano gastando tan poco dinero? El tiempo de Trujillo era demasiado precioso para perderlo averiguando los pormenores. Pero, a la distancia, admiraba, como un buen conocedor una preciosa joya, la sutileza y originalidad con que Johnny Abbes García libraba al régimen de sus enemigos. Ni los grupos de exiliados, ni los gobiernos adversarios, pudieron establecer vínculo alguno entre estos accidentes y hechos horrendos y el Generalísimo. Una de las más perfectas realizaciones fue la de Ramón Marrero Aristy, el autor de Over, la novela sobre los cañeros de La Romana conocida en toda América Latina. Antiguo director de La Nación, diario frenéticamente trujillista, Marrero fue secretario de Trabajo, en 1956, y en 1959 lo era por segunda vez, cuando empezó a pasar informes al periodista Tad Szulc, para que enlodara al régimen en sus artículos de The New York Times. Al verse descubierto, mandó cartas de rectificación al periódico gringo. Y vino con el rabo entre las piernas al despacho de Trujillo, a arrastrarse, a llorar, a pedir perdón, a jurar que nunca había traicionado ni traicionaría. El Benefactor lo escuchó sin abrir la boca y luego, fríamente, lo abofeteó. Marrero, que sudaba, intentó sacar un pañuelo, y el jefe de los ayudantes militares, coronel Guarionex Estrella Sadhalá, lo mató de un balazo en el mismo despacho. Encargado Abbes García de rematar la operación, menos de una hora después un coche se deslizaba -delante de testigos- por un precipicio en la cordillera Central, cuando viajaba rumbo a Constanza; Marrero Aristy y su chofer quedaron irreconocibles con el impacto. ¿No era obvio que el coronel Johnny Abbes García debía reemplazar a Navajita a la cabeza del Servicio de Inteligencia? Si él hubiera estado al frente de ese organismo cuando el secuestro de Galíndez en New York, que dirigió Espaillat, probablemente no hubiera estallado aquel escándalo que tanto daño hizo a la imagen internacional del régimen.
Trujillo señaló el informe del escritorio con aire despectivo:
– ¿Otra conspiración para matarme, con Juan Tomás Díaz a la cabeza? ¿Organizada también por el cónsul Henry Dearborn, el pendejo de la CIA?
El coronel Abbes García abandonó su inmovilidad para acomodar sus nalgas en la silla.
– Eso parece, Excelencia -asintió, sin dar importancia al asunto.
– Tiene gracia -lo interrumpió Trujillo-. Rompieron relaciones con nosotros, para cumplir con la resolución de la OEA. Y se llevaron a los diplomáticos, pero nos dejaron a Henry Dearborn y sus agentes, para seguir tramando complots. ¿Seguro que Juan Tomás conspira?
– No, Excelencia, apenas vagos indicios. Pero, desde que usted lo destituyó, el general Díaz es un pozo de resentimiento y por eso lo vigilo de cerca. Hay esas reuniones, en su casa de Gazcue. De un resentido, siempre se debe esperar lo peor.
– No fue por esa destitución -comentó Trujillo, en alta voz, como hablando para sí mismo-. Fue porque le dije cobarde. Por recordarle que había deshonrado el uniforme.
– Yo estuve en ese almuerzo, Excelencia. Pensé que el general Díaz intentaría levantarse e irse. Pero, aguantó, lívido, sudando. Salió dando traspiés, como borracho.
– Juan Tomás fue siempre muy orgulloso y necesitaba una lección -dijo Trujillo-. Su conducta, en Constanza, fue la de un débil. Yo no admito generales débiles en las Fuerzas Armadas dominicanas.
El incidente había ocurrido unos meses después de aplastados los desembarcos de Constanza, Maimón y Estero Hondo, cuando todos los miembros de la expedición -en la que, además de dominicanos, había cubanos, norteamericanos y venezolanos- estaban muertos o presos, en los días en que, en enero de 1960, el régimen descubría una vasta red de opositores clandestinos, que, en homenaje a aquella invasión, se llamaba 14 de Junio. La integraban estudiantes y profesionales jóvenes de clase media y alta, pertenecientes muchos de ellos a familias del régimen. En plena operación de limpieza de esa organización subversiva, en la que estaban tan activas las tres hermanas Mirabal y sus maridos -su solo recuerdo activaba la bilis del Generalísimo-, Trujillo convocó a aquel almuerzo en el Palacio Nacional a unas cincuenta figuras militares y civiles del régimen, para escarmentar a su amigo de infancia, compañero de la carrera militar, que había ocupado los más altos cargos en las Fuerzas Armadas durante la Era, y a quien había destituido de la jefatura de la Región de La Vega, que abarcaba a Constanza, cuando todavía no se acababa de exterminar a los últimos focos de invasores diseminados por aquellas montañas. El general Tomás Díaz había pedido en vano una audiencia con el Generalísimo desde entonces. Debió sorprenderse al recibir invitación para el almuerzo, después de que su hermana Gracita se asiló en la embajada de Brasil. El jefe no lo saludó ni le dirigió la palabra durante la comida, ni echó una ojeada hacia el rincón de la larga mesa donde el general Díaz fue sentado, muy lejos de la cabecera, en simbólica indicación de su caída en desgracia.
Cuando servían el café, de pronto, por encima del avispeo de las conversaciones que sobrevolaban la larga mesa, los mármoles de las paredes y los cristales de la araña encendida -la única mujer era Isabel Mayer, caudilla trujillista del noroeste-, la vocecita aguda que todos los dominicanos conocían se elevó, con el tonito acerado que presagiaba tormenta: