– ¿No les sorprende, señores, la presencia en esta mesa, entre los más destacados militares y civiles del régimen, de un oficial destituido de su mando por no haber estado a la altura en el campo de batalla?
Se hizo el silencio. El medio centenar de cabezas que flanqueaba el inmenso cuadrilátero de manteles bordados se inmovilizó. El Benefactor no miraba hacia el rincón del general Díaz. Su rostro pasaba revista a los demás comensales, uno por uno, con expresión de sorpresa, los ojos muy abiertos y los labios separados, pidiendo a sus invitados que lo ayudaran a descifrar el misterio.
– ¿Saben de quién hablo? -continuó, luego de la pausa teatral-. El general Juan Tomás Díaz, jefe de la Región Militar de La Vega cuando la invasión cubano-venezolana, fue destituido en plena guerra, por conducta indigna frente al enemigo. En cualquier parte, comportamiento semejante se castiga con juicio sumario y fusilamiento. En la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo Molina, al general cobarde se lo invita a almorzar al Palacio con la flor y nata del país.
Dijo la última frase muy despacio, deletreando para reforzar su sarcasmo.
– Si usted permite, Excelencia -balbuceó, haciendo un esfuerzo sobrehumano, el general Juan Tomás Díaz-. Quisiera recordar que, al ser destituido, los invasores habían sido derrotados. Yo cumplía con mi deber.
Era un hombre fuerte y recio, pero se había empequeñecido en el asiento. Estaba muy pálido y se ensalivaba la boca a cada momento. Miraba al Benefactor, pero éste, como si no lo hubiera visto ni oído, paseaba por segunda vez su mirada sobre los invitados con una nueva perorata:
– Y no sólo se lo invita a Palacio. Se le pasa a retiro con su sueldo completo y sus prerrogativas de general de tres estrellas, para que descanse con la conciencia del deber cumplido. Y goce, en sus fincas ganaderas, en compañía de Chana Díaz, su quinta esposa que es también su sobrina carnal, de merecido reposo. ¿Qué mayor prueba de magnanimidad de esta dictadura sanguinaria?
Cuando acabó de hablar, la cabeza del Benefactor había terminado la ronda de la mesa. Ahora sí, se detuvo en el rincón del general Juan Tomás Díaz. La cara del jefe ya no era la irónica, melodramática, de hacía un momento. La embargaba una seriedad mortal. Sus ojos habían adoptado la fijeza sombría, trepanadora, inmisericorde, con que recordaba a la gente quién mandaba en este país y en las vidas dominicanas. Juan Tomás Díaz bajó la vista.
– El general Díaz se negó a ejecutar una orden mía y se permitió reprender a un oficial que la estaba cumpliendo -dijo, lentamente, con desprecio-. En plena invasión. Cuando los enemigos armados por Fidel Castro, por Muñoz Marín, Betancourt y Figueres, esa caterva de envidiosos, habían desembarcado a sangre y fuego, y asesinado soldados dominicanos, decididos a arrancarnos la cabeza a todos los que estamos en esta mesa. Entonces, el jefe militar de La Vega descubrió que era un hombre compasivo. Un delicado, enemigo de emociones fuertes, que no podía ver correr sangre. Y se permitió desacatar mi orden de fusilar sobre el terreno a todo invasor capturado con el fusil en la mano. E insultar a un oficial que, respetuoso del comando, daba su merecido a quienes venían aquí a instalar una dictadura comunista. El general se permitió, en esos momentos de peligro para la Patria, sembrar la confusión y debilitar la moral de nuestros soldados. Por eso, ya no forma parte del Ejército, aunque todavía se ponga el uniforme.
Calló, para tomar un sorbo de agua. Pero, apenas lo hubo hecho, en lugar de proseguir, de manera totalmente abrupta se puso de pie y se despidió, dando por terminado el almuerzo: «Buenas tardes, señores».
– Juan Tomás no intentó irse, porque sabía que no hubiera llegado vivo a la puerta -dijo Trujillo-. Bueno, en qué conspiración anda.
Nada muy concreto, en realidad. En su casa de Gazcue, desde hacía algún tiempo, el general Díaz y su esposa Chana recibían muchas visitas. El pretexto era ver películas, que se daban en el patio, al aire libre, con un proyector que manejaba el yerno del general. Rara mezcla, los asistentes. Desde connotados hombres del régimen, como el suegro y hermano del dueño de la casa, Modesto Díaz Quesada, hasta ex funcionarios apartados del gobierno, como Amiama Tió y Antonio de la Maza. El coronel Abbes García había convertido en callé a uno de los sirvientes, desde hacía un par de meses. Pero, lo único que detectó era que los señores, mientras veían las películas, hablaban sin parar, como si éstas les interesaran sólo porque apagaban las conversaciones.
En fin, no eran esas reuniones en las que se hablaba mal del régimen entre trago y trago de ron o de whisky lo digno de tener en cuenta. Sino que, ayer, el general Díaz tuvo una entrevista secreta con un emisario de Henry Dearborn, el supuesto diplomático yanqui, que, como Su Excelencia sabía, era el jefe de la CIA en Ciudad Trujillo.
– Le pediría un millón de dólares por mi cabeza -comentó Trujillo-. El gringo debe estar mareado con tanto comemierda que le pide ayuda económica para acabar conmigo. ¿Dónde se vieron?
– En el Hotel El Embajador, Excelencia.
El Benefactor reflexionó un momento. ¿Sería capaz Juan Tomás de montar algo serio? Hacía veinte años, tal vez. Era un hombre de acción, entonces. Luego, se había sensualizado. Le gustaban demasiado el trago y las galleras, comer, divertirse con los amigos, casarse y descasarse, para Jugárselas tratando de derrocarlo. A mal palo se arrimaban los gringos.
Bah, no había que preocuparse.
– De acuerdo, Excelencia, creo que, por ahora, no hay peligro con el general Díaz. Sigo sus pasos. Sabemos quién lo visita y a quiénes visita. Su teléfono está intervenido.
¿Había algo más? El Benefactor echó una mirada a la ventana: seguía igual de oscuro, pese a que pronto serían las seis. Pero ya no reinaba el silencio. A lo lejos, en la periferia del Palacio Nacional, separado de las calles por una vasta explanada de césped y árboles y cercado por una alta reja con lanzas, pasaba de rato en rato un automóvil tocando la bocina, y, dentro del edificio, sentía a los encargados de la limpieza, suapeando, barriendo, encerando, sacudiendo. Encontraría oficinas y pasillos limpios y brillando cuando tuviera que cruzarlos. Esta idea le produjo bienestar.
– Perdone que insista, Excelencia, pero quisiera restablecer el dispositivo de seguridad. En la Máximo Gómez y el Malecón, mientras usted da su paseo. Y en la carretera, cuando vaya a la Casa de Caoba.
Un par de meses atrás había ordenado, de manera intempestiva, que cesara el operativo de seguridad. ¿Por qué? Tal vez porque, una tarde, en una de sus caminatas a la hora del crepúsculo, bajando la Máximo Gómez rumbo al mar, advirtió, en todas las bocacalles, barreras policiales impidiendo a transeúntes y coches entrar en la Avenida y el Malecón mientras duraba su caminata. E imaginó la miríada de Volkswagens con caliés que Johnny Abbes derramaba por todo el contorno de su trayectoria. Sintió agobio, claustrofobia. También le había ocurrido alguna noche, yendo a la Hacienda Fundación, al entrever a lo largo de la carretera, los cepíllos y las barreras militares que guardaban su paso. ¿O era la fascinación que el peligro siempre había ejercido sobre él -el espíritu indómito del marina- lo que lo llevaba a desafiar así la suerte en el momento de mayor amenaza para el régimen? En todo caso, era una decisión que no revocaría.
– La orden sigue en pie -repitió, en tono que no admitía discusión.
– Bien, Excelencia.
Se quedó mirando al coronel a los ojos -éste bajó los suyos, de inmediato- y le espetó, con una chispa de humor:
– ¿Cree usted que su admirado Fidel Castro anda por las calles como yo, sin protección?
El coronel negó con la cabeza.
– No creo que Fidel Castro sea tan romántico como usted, Excelencia.