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La luna, redonda como una moneda, destellaba escoltada por un manto de estrellas y plateaba los penachos de los cocoteros vecinos que Antonio veía mecerse al compás de la brisa. Éste era un bello país después de todo, coño. Lo sería más después de muerto ese maldito que lo había violentado y envenenado en estos treinta y un años más que en todo el siglo que llevaba de República la ocupación haitiana, las invasiones españolas y norteamericanas, las guerras civiles y las luchas de facciones y caudillos, más que todas las desgracias -terremotos, ciclones- que se habían abatido contra los dominicanos desde el cielo, el mar o el fondo de la tierra. Lo que él no podía perdonarle era, sobre todo, que, así como había emputecido y encanallado a este país, el Chivo también había emputecido y encanallado a Antonio de la Maza.

Disimuló ante sus compañeros el desasosiego encendiendo otro cigarrillo. Fumaba sin sacarse el pitillo de los labios, echando humo por la boca y la nariz, y acariciaba el fusil de cañón recortado, pensando en los proyectiles reforzados de acero que fabricó especialmente para lo de esta noche su amigo español Balsié, a quien conoció gracias a otro conspirador, Manuel Ovin, experto en armas y magnífico tirador. Casi tan bueno como el propio Antonio de la Maza, que, desde niño, en la tierra familiar de Moca, admiró siempre a padres, hermanos, parientes y amigos con su puntería. Por eso tenía este asiento privilegiado, a la derecha de Imbert: para disparar primero. El grupo, que discutió tanto sobre todo, se puso de acuerdo de inmediato sobre eso: Antonio de la Maza y el teniente Amado García Guerrero, los mejores tiradores, debían llevar los fusiles entregados a los conspiradores por la CIA y ocupar los asientos de la derecha, para acertar desde el primer disparo.

Uno de los orgullos de Moca, su tierra, y de su familia, era que, desde el primer momento -1930- los De la Maza habían sido antitrujillistas. Por supuesto. En Moca, desde el más encumbrado hasta el más miserable peón, todos eran horacistas, porque el Presidente Horacio Vázquez era de Moca y hermano de la madre de Antonio. Desde el primer día, los De la Maza vieron con recelo y antipatía las intrigas de que se valió el entonces brigadier en jefe de la Policía Nacional -creada por el ocupante norteamericano, y que, a su partida, se convertiría en el Ejército dominicano-, Rafael Leonidas Trujillo, para derrocar a don Horacio Vázquez y, en 1930, en las primeras elecciones amañadas de su larga historia de fraudes electorales, hacerse elegir Presidente de la República. Cuando esto sucedió, los De la Maza hicieron lo que tradicionalmente hacían las familias patricias y los caudillos regionales cuando no les gustaban los gobiernos: echarse al monte con hombres armados y financiados de su bolsillo.

Durante cerca de tres años, con intermitencias, entre sus diecisiete y veinte años de edad -atleta, jinete incansable, cazador apasionado, alegre, temerario y gozador de la vida-, Antonio de la Maza, con su padre, tíos y hermanos, combatió a tiros a las fuerzas de Trujillo, aunque sin hacerles mella. Poco a poco, éstas fueron desintegrando a sus bandas armadas, infligiéndoles algunas derrotas, pero, sobre todo, comprando a sus lugartenientes y partidarios, hasta que, cansados y a punto de arruinarse, los De la Maza acabaron aceptando las ofertas de paz del gobierno y regresando a Moca, a trabajar sus tierras semiabandonadas. Salvo el indomable y terco Antonio. Sonrió, recordando esa testarudez suya, a finales de 1932 y comienzos de 1933, cuando, con menos de veinte hombres, entre los cuales estaban sus hermanos Ernesto y Tavito (éste todavía un niño) asaltaba puestos de policía y emboscaba a las patrullas del gobierno. Los tiempos eran tan especiales que, a pesar del trajín militar, los tres hermanos casi siempre podían hacer un alto para dormir en la casa familiar de Moca varios días al mes. Hasta aquella emboscada, en los alrededores de Tamboril, en que los soldados mataron a dos de sus hombres e hirieron a Ernesto y al propio Antonio.

Desde el Hospital Militar de Santiago, escribió a su padre, don Vicente, que no se arrepentía de nada, y que por favor la familia no se humillara pidiendo clemencia a Trujillo. Dos días después de entregar esta carta al cabo enfermero, con una buena propina para que la hiciera llegar a Moca, una camioneta del Ejército vino a llevárselo, esposado y con escolta, a Santo Domingo. (El Congreso de la República sólo cambiaría el nombre a la antiquísima ciudad tres años después.) Para sorpresa del joven Antonio de la Maza, el vehículo militar, en lugar de trasladarlo a la cárcel, lo llevó a la Casa de Gobierno, entonces próxima a la añosa catedral. Allí, le quitaron las esposas y lo metieron a un cuarto alfombrado, donde, en uniforme, impecablemente afeitado y peinado, estaba el general Trujillo.

Era la primera vez que lo veía.

– Se necesitan cojones para escribir esta carta -el jefe del Estado la hacía bailotear en su mano-. Has demostrado que los tienes, haciéndome la guerra casi tres años. Por eso, quería verte la cara. ¿Es verdad lo de tu buena puntería? Tendríamos que medirnos alguna vez, a ver si es mejor que la mía.

Veintiocho años después, Antonio recordaba aquella vocecita chillona, esa inesperada cordialidad, atenuada por un matiz de ironía. Y la penetración de aquellos ojos cuya mirada -él, tan soberbio- no pudo resistir.

– La guerra ha terminado. He acabado con todos los caudillismos regionales, incluido el de los De la Maza. Basta de balas. Hay que reconstruir el país, que se cae a pedazos. Necesito a mi lado a los mejores. Eres impulsivo y sabes pelear ¿no? Bien. Ven a trabajar a mi lado. Tendrás ocasión de pegar tiros. Te ofrezco un puesto de confianza, entre los ayudantes militares encargados de mi custodia. Así, si un día te decepciono, podrás pegarme un tiro.

– Pero, yo no soy militar -balbuceó el joven De la Maza.

– LO eres, desde este instante -dijo Trujillo-. Teniente Antonio de la Maza.

Fue su primera concesión, su primera derrota, en manos de ese maestro manipulador de ingenuos, bobos y pendejos, de ese astuto aprovechador de la vanidad, la codicia y la estupidez de los hombres. ¿Cuántos años tuvo a Trujillo a menos de un metro de distancia? Como lo había tenido Amadito también, estos últimos dos años. De cuánta tragedia hubieras librado a este país, a la familia De la Maza, si hubieras hecho entonces lo que ibas a hacer ahora. Tavito estaría vivo, seguramente.

Oía, a sus espaldas, a Amadito y al Turco, en pleno diálogo; de tanto en tanto, Imbert se metía en la conversación. No debía sorprenderles que Antonio permaneciera callado; siempre fue de pocas palabras, aunque su laconismo se había acentuado hasta llegar a la mudez desde la muerte de Tavito, cataclismo que lo afectó de manera que él sabía irreversible, convirtiéndolo en el hombre de una idea fija: matar al Chivo.

– Juan Tomás debe estar con los nervios peor que nosotros -oyó decir al Turco-. Nada más espantoso que esperar. Pero ¿viene o no viene?

– En cualquier momento -imploró el teniente García Guerrero-. Créeme, coño.

Sí, el general Juan Tomás Díaz debía de estar en estos momentos en su casa de Gazcue comiéndose las uñas, preguntándose si por fin había ocurrido aquello que Antonio y él habían soñado, acariciado, fraguado, mantenido vivo y en se creto desde hacía, precisamente, cuatro años y cuatro meses. Es decir, desde el día en que, luego de esa maldita entrevista con Trujillo, con el cadáver recién enterrado de Tavito, Antonio saltó a su automóvil y, a 120 kilómetros por hora, fue a buscar a Juan Tomás a su finca de La Vega.

– Por los veinte años de amistad que nos unen, ayúdame. ¡Tengo que matarlo! ¡Tengo que vengar a Tavito, Juan Tomás!

El general le tapó la boca con la mano. Echó una mirada alrededor, indicándole con un gesto que podía oírlos la servidumbre. Lo llevó detrás de los establos, donde solían hacer tiro al blanco.

– Lo haremos juntos, Antonio. Para vengar a Tavito y a tantos dominicanos de la vergüenza que llevamos dentro.