En las semanas y meses siguientes a la desaparición de Galíndez -el cadáver jamás fue hallado- la investigación de la prensa y la del FBI reveló inequívocamente la responsabilidad total del régimen. Poco antes del suceso, el general Espaillat, Navajita, jefe del Servicio de Inteligencia, había sido nombrado cónsul dominicano en New York. El FBI identificó comprometedoras averiguaciones en torno a Galíndez de Minerva Bernardino, diplomática dominicana ante la ONU y mujer de plena confianza de Trujillo. Más grave aún, el FBI identificó un pequeño avión, de matrícula falsificada, que, conducido por un piloto que carecía del marbete correspondiente, despegó ilegalmente de un pequeño aeropuerto, en Long Island, rumbo a Florida, la noche del secuestro. El piloto se llamaba Murphy y se encontrab a, desde esa fecha, en la República Dominicana, trabajando en Dominicana de Aviación. Murphy y Tavito volaban juntos y se habían hecho muy amigos.
De todo esto se fue enterando Antonio a trozos, pues la censura no permitía que los diarios y radios dominicanos dijeran nada sobre el tema, por emisoras de Puerto Rico, Venezuela o La Voz de América, que se podían captar en onda corta, o por los ejemplares del Miami Herald y The New York Times que se filtraban en el país en bolsos y uniformes de pilotos y azafatas.
Cuando, siete meses después de la desaparición de Galíndez, el nombre de Murphy saltó a la prensa internacional como el piloto del avión que sacó a un Galíndez anestesiado de los Estados Unidos y lo trajo a la República Dominicana, Antonio, que conocía a Murphy por Tavito -habían comido juntos, los tres, una paella rociada de vino de La Rioja en la Casa de España, en la calle de Padre Billini-, saltó a su camioneta, allá en Tiroli, junto a la frontera haitiana, y, el acelerador a fondo, sintiendo que el cerebro le reventaba de conjeturas pesimistas, se vino a Ciudad Trujillo. Encontró a Tavito muy tranquilo, en su casa, jugando una partida de bridge con Altagracia, su mujer. Para no preocupar a su cuñada, Antonio se lo llevó al ruidoso Típico Najayo, donde, gracias a la música del Combo de Ramón Gallardo y su cantante Rafael Martínez, se podía hablar sin que oyeran la conversación oídos indiscretos. Allí, luego de pedir un plato de chivo guisado y dos botellas de cerveza Presidente, Antonio, sin más preámbulos, aconsejó a Tavito que pidiera asilo en una embajada. Su hermano menor se echó a reír: qué tontería. Ni siquiera sabía que el nombre de Murphy estaba en toda la prensa norteamericana. No se alarmó. Su confianza en Trujillo era tan portentosa como su ingenuidad.
– Tengo que advertírselo al gringuito -le oyó decir Antonio, pasmado-. Está vendiendo sus cosas, ha decidido regresar a Estados Unidos, a casarse. Tiene una novia en Oregón. Ir allá ahora, sería meter la cabeza en la boca del lobo. Aquí no le pasará nada. Aquí manda el jefe, hermano.
Antonio no lo dejó bromear. Sin levantar la voz, para no llamar la atención a las mesas vecinas, con ira sorda por tanta candidez, trató de hacérselo entender:
– ¿No te das cuenta, pendejo? Esto es grave. El secuestro de Galíndez ha puesto a Trujillo en una situación muy delicada con los yanquis. Todos los que participaron en el secuestro tienen la vida en un hilo. Murphy y tú son unos testigos peligrosísimos. Y tú, acaso, más que Murphy. Porque tú llevaste a Galíndez a la Hacienda Fundación, a la casa del propio Trujillo. ¿Dónde tienes la cabeza?
– YO no llevé a Galíndez -se empecinó su hermano, entrechocando su vaso con el suyo-. Yo llevé a un tipo que no sabía quién era, un borracho perdido. No sé nada. ¿Por qué no confiaría en el Jefe? ¿No confió él en mí, para una misión tan importante?
Cuando se despidieron aquella noche, en la puerta de la casa de Tavito, éste, por fin, ante la insistencia de su hermano mayor, dijo que, bueno, daría vueltas a su sugerencia. Y que no se preocupara: guardaría la boca bien cerrada.
Fue la última vez que Antonio lo vio con vida. Tres días después de aquella conversación, desapareció Murphy. Cuando Antonio volvió a Ciudad Trujillo, Tavito había sido detenido. Estaba incomunicado en La Victoria. Fue en persona a pedir una audiencia al Generalísimo, pero éste no lo recibió. Quiso hablar con el coronel Cobián Parra, jefe del SIM, pero se había vuelto invisible, y, poco después, un soldado lo mató en su despacho por orden de Trujillo. En las cuarenta y ocho horas siguientes, Antonio llamó o visitó a todos los dirigentes y altos funcionarios del r'égimen que conocía, desde el presidente del Senado, Agustín Cabral, hasta el presidente del Partido Dominicano, Alvarez Pina.
En todos encontró la misma expresión inquieta, todos le dijeron que lo mejor que podía hacer, por su propia seguridad y la de los suyos, era dejar de llamar y buscar a gente que no podía ayudarlo y a la que ponía también en peligro. «Era darse cabezazos contra la pared», le dijo después Antonio al general Juan Tomás Díaz. Si Trujillo lo hubiera recibido, le hubiera rogado, se hubiera puesto de rodillas, cualquier cosa para salvar a Tavito.
Poco después, un amanecer, un coche del SIM con caliés armados de metralletas y vestidos de civil, paró en la puerta de la casa de Tavito de la Maza. Sacaron el cadáver de éste y sin miramientos lo arrojaron en el jardincillo de la entrada, entre las trinitarias. Y a Altagracia, que salió a la puerta en camisón de dormir y que miraba aquello despavorida, le gritaron, ya yéndose:
– Su marido se ahorcó en la cárcel. Se lo trajimos para que lo entierre como Dios manda.
«Pero, ni siquiera eso fue lo peor», pensó Antonio. No, ver el cadáver de Tavito, esa cuerda de su supuesto suicidio todavía en el cuello y ese cuerpo aventado como un perro en el umbral de su casa por un grupo de esos rufianes patentados que eran los caliés del SIM, no fue lo peor. Antonio se lo había repetido decenas, centenas de veces, estos cuatro años y medio, mientras dedicaba sus días y sus noches Y todos los restos de lucidez e inteligencia que le quedaban, a planear la venganza que esta noche -Dios sea bendito- se iba a concretar. Lo peor había sido la segunda muerte de Tavito, días después de la primera, cuando, utilizando toda la maquinaria informativa y publicitaria, El Caribe y La Nación, la televisión y radio La Voz Dominicana, las radios La Voz del Trópico, Radio Caribe, y una docena de periodiquitos y emisoras regionales, el régimen, en una de sus más truculentas mascaradas, divulgó una supuesta carta manuscrita de Octavio de la Maza, explicando su suicidio. ¡El remordimiento por haber asesinado con sus manos al piloto Murphy, su amigo y compañero en Dominicana de Aviación! No contento con mandarlo matar, el Chivo, para borrar las pistas de la historia de Galíndez, tuvo el refinamiento macabro de hacer de Tavito un asesino. Así se libraba de los dos molestos testigos. Y, para que todo fuera más abyecto, la carta ológrafa de Tavito explicaba por qué mató a Murphy: la mariconería. Éste habría acosado de tal modo a su hermano menor, de quien se había enamorado, que Tavito, reaccionando con la energía de un buen macho, lavó su honor dando muerte al degenerado y disimuló su crimen con la coartada de un accidente.
Tuvo que inclinarse en el asiento del Chevrolet, apretando contra su estómago el fusil recortado, disimulando la contracción que acababa de sentir. Su mujer le insistía que fuera al médico, pues esas molestias podían ser una úlcera o algo más grave, pero él se resistía. No necesitaba médicos para saber que su organismo se había deteriorado estos últimos años, como reflejo de la amargura de su espíritu. Desde lo ocurrido a Tavito, perdió toda ilusión, todo entusiasmo, todo amor por esta vida o la otra. Sólo la idea de la venganza lo mantenía activo; sólo vivía para cumplir el juramento que hizo en voz alta, descomponiendo de miedo a los vecinos de Moca que acudieron a acompañar a los De la Maza -padres, hermanos y hermanas, cuñados y cuñadas, sobrinos, hijos, nietos, tías y tíos- durante el velorio: