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– ¡Por Dios santo que mataré con mis manos al hijo de puta que hizo esto!

Todos sabían que se refería al Benefactor, al Padre de la Patria Nueva, al Generalísimo doctor Rafael L. Trujillo Molina, cuya corona fúnebre de flores frescas y fragantes era la más vistosa de la cámara mortuoria. La familia De la Maza no se atrevió a rechazarla ni a retirarla de aquel sitio, tan visible que todos quienes vinieron a santiguarse y rezar una oración junto al catafalco, supieron que el jefe se condolía por la trágica muerte de ese aviador, «uno de los más fieles, leales y animosos de mis seguidores», según la esquela de pésame.

Al día siguiente del entierro, dos ayudantes militares de Palacio bajaron de un Cadillac con placa oficial en la casa de los De la Maza, en Moca. Venían en busca de Antonio.

– ¿Estoy detenido?

– De ningún modo -se apresuró a explicarle el teniente primero Roberto Figueroa Carrión-. Su Excelencia desea verlo.

Antonio no se tomó el trabajo de meterse una pistola al bolsillo. Supuso que, antes de entrar al Palacio Nacional, si es que lo llevaban allí y no a La Victoria o La Cuarenta, o no tenían orden de echarlo en algún precipicio del camino, lo desarmarían. No le importó. Él sabía lo fuerte que era y, también, que su fortaleza redoblada por el odio bastaría para acogotar al tirano, como había jurado la víspera. Rumió esa decisión, resuelto a ponerla en práctica, a sabiendas de que lo matarían antes de que pudiera intentar la fuga. Pagaría ese precio, con tal de acabar con el déspota que había arruinado su vida y la de su familia.

Al bajar del auto oficial, los ayudantes lo escoltaron hasta el despacho del Benefactor, sin que nadie lo registrara. Los oficiales debían tener instrucciones precisas; apenas la inconfundible vocecita chillona respondió «Adelante», el teniente primero Roberto Figueroa Carrión y su campanero se apartaron, dejándolo entrar solo. El despacho se hallaba en semipenumbra, debido a los postigos medio cerrados de la ventana que daba al jardín. El Generalísimo, en su escritorio, lucía un uniforme que Antonio no recordaba: guerrera blanca y larga, de faldones, con abotonadura de oro y grandes charreteras de dorados flecos sobre la pechera, de la cual pendía un multicolor abanico de medallas y condecoraciones. Llevaba un pantalón azul claro, de franela, con'una raya blanca perpendicular. Se dispondría a asistir a alguna ceremonia militar. La luz de la lamparilla iluminaba la cara ancha, cuidadosamente rasurada, los cabellos grises bien asentados y el bigotito mosca, imitado de Hitler (a quien, le había oído decir alguna vez Antonio, el jefe admiraba «no por sus ideas, sino por su manera de llevar el uniforme y presidir los desfiles»). Aquella mirada fija, directa, clavó a Antonio en el sitio apenas cruzó el umbral. Trujillo se dirigió a él después de observarlo un buen rato:

– Ya sé que crees que a Octavio lo mandé matar y que lo de su suicidio es una farsa, montada por el Servicio de Inteligencia. Te he hecho venir para decirte personalmente que te equivocas. Octavio era hombre del régimen. Siempre fue leal, un trujillista. Acabo de nombrar una comisión, presidida por el procurador general de la República, licenciado Francisco Elpidio Beras. Con poderes amplísimos para interrogar a todo el mundo, militares y civiles. Si lo de su suicidio es mentira, los culpables lo pagarán.

Le hablaba sin animosidad y sin inflexiones, mirándolo a los ojos de la manera directa y perentoria con que hablaba siempre a subordinados, amigos y enemigos. Antonio permanecía inmóvil, más decidido que nunca a saltar sobre el farsante y apretarle el pescuezo, sin darle tiempo a pedir ayuda. Como para facilitarle la tarea, Trujillo se puso de pie y avanzó hacia él, a pasos lentos, solemnes. Sus zapatos negros brillaban más todavía que las enceradas maderas del despacho.

– También autoricé al FBI a venir a investigar aquí la muerte de ese tal Murphy -añadió, con el mismo tonito agudo-. Es una violación de nuestra soberanía, por supuesto. ¿Permitirían los gringos que nuestra policía fuera a investigar el asesinato de un dominicano en New York, Washington o Miami? Que vengan. Que el mundo sepa que no tenemos nada que ocultar.

Estaba a un metro de distancia. Antonio no podía resistir la mirada quieta de Trujillo y pestañeaba sin cesar.

– A mí no me tiembla la mano cuando tengo que matar -añadió, después de una pausa-.

Gobernar exige, a veces, mancharse de sangre. Por este país, he tenido que hacerlo muchas veces. Pero, soy un hombre de honor. A los leales, les hago justicia, no los mando matar. Octavio era leal, hombre del régimen, un trujillista probado. Por eso, me jugué para que no fuera a la cárcel cuando se le fue la mano en Londres y mató a Luis Bernardino. La muerte de Octavio será investigada. Tú y tu familia pueden participar en los trabajos de la comisión.

Dio media vuelta y de la misma manera calmosa regresó a su escritorio. ¿Por qué no saltó sobre él cuando lo tuvo tan cerca? Se lo preguntaba todavía, cuatro años y medio después. No porque creyera una palabra de lo que decía. Aquello era parte de la farsa a la que Trujillo era tan propenso y que la dictadura superponía a sus crímenes, como un suplementario sarcasmo a los hechos luctuosos sobre los que se levantaba. ¿Por qué, entonces? No por miedo a morir, porque, entre todos los defectos que se reconocía, nunca figuró el miedo a la muerte. Desde que era un alzado y con una pequeña tropa de horacistas combatió a tiros al dictador, se había jugado la vida muchas veces. Era algo más sutil e indefinible que el miedo: esa parálisis, el adormecimiento de la voluntad, del raciocinio y del libre albedrío que aquel personajillo acicalado hasta el ridículo, de vocecilla aflautada y ojos de hipnotizador, ejercía sobre los dominicanos pobres o ricos, cultos o incultos, amigos o enemigos, lo que lo tuvo allí, mudo, pasivo, escuchando aquellos embustes, espectador solitario de esa patraña, incapaz de convertir en acción su voluntad de saltar sobre él y acabar con el aquelarre en que se había convertido la historia del país.

– Además, como prueba de que el régimen considera a los De la Maza una familia leal, esta mañana se te ha otorgado la concesión del tramo por construir de la carretera

Santiago-Puerto Plata.

Hizo otra pausa y, mojándose los labios con una puntita de lengua, concluyó con una frase que decía también que la entrevista había terminado:

– Así podrás ayudar a la viuda de Octavio. La pobre Altagracia estará pasando dificultades. Dale un abrazo de mi parte, y otro a tus padres.

Antonio salió del Palacio Nacional más aturdido que si hubiera bebido toda una noche. ¿Era él? ¿Escuchó con sus propias orejas lo que dijo aquel hijo de puta? ¿Aceptó las explicaciones de Trujillo e, incluso, un negocio, un plato de lentejas que le permitiría embolsillarse unos miles de pesos, para tragarse su amargura y volverse un cómplice -sí, un cómplice- del asesinato de Tavito? ¿Por qué no osó ni siquiera increparlo, decirle que sabía muy bien que aquel cadáver arrojado en la puerta de su cuñada había sido asesinado por orden suya, como Murphy antes, y que él había diseñado también, con su mente melodramática, la mascarada de la mariconería del piloto gringo y los rernordimientos de Tavito, por haberlo matado?

En lugar de regresar a Moca, aquella mañana, Antonio, sin saber cómo, fue a parar a un cabaret de mala muerte, El Bombillo Rojo, en la esquina Vicente Noble con Barahona, cuyo dueño, el Loco Frías, organizaba concursos de baile. Bebió incontables tragos de ron, ensimismado, oyendo, a lo lejos, merengues de sabor cibaeño (San Antonio, 1 alma, Juanita Morel, el Jarro pichao y otros) y, en un momento dado, sin explicación alguna, trató de golpear al maraquero de la orquestita que animaba el local. La borrachera le nubló el blanco, puñeteó el aire y cayó al suelo, del que no pudo levantarse.