Cuando llegó a Moca, un día después, demacrado y con las ropas en ruina, en la casa familiar lo esperaban su padre, don Vicente, su hermano Ernesto, su madre y Aída, su esposa, con aire espantado. Fue su mujer la que habló, vibrando:
– Por todas partes se dice que Trujillo te ha tapado la boca, dándote la carretera de Santiago a Puerto Plata. No sé cuántas personas han llamado.
Antonio recordaba su sorpresa al oír a Aída increparlo, delante de sus padres y Ernesto. Ella era la esposa dominicana modelo, callada, servicial, sufrida, que aguantaba sus borracheras, las aventuras con mujeres, las pendencias, las noches pasadas fuera del hogar, y que lo recibía siempre con buena cara, levantándole el ánimo, apresurándose a creerle las excusas cuando él se dignaba dárselas, y buscando en la misa de cada domingo, las novenas, las confesiones y los rezos el consuelo para las contrariedades de que estaba amasada su vida.
– No podía hacerme matar por un mero gesto -dijo, dejándose caer en la vieja mecedora donde don Vicente daba sus cabeceadas a la hora de la siesta-. Fingí que creía sus explicaciones, que me dejaba comprar.
Hablaba sintiendo un cansancio de siglos, con las miradas de su mujer, de Ernesto y de sus padres abrasándole la conciencia.
– ¿Qué otra cosa podía hacer? No pienses mal, papá. He jurado vengar a Tavito. Lo voy a hacer, mamá. No tendrás que avergonzarte nunca más de mi, Aída. Te lo juro. Se lo juró, de nuevo.
En cualquier momento, aquel juramento se iba a cumplir. Dentro de diez minutos, de uno, el Chevrolet en el que el viejo zorro iba cada semana a la Casa de Caoba en San Cristóbal aparecería y, de acuerdo al plan cuidadosamente esbozado, el asesino de Galíndez, de Murphy, de Tavito, de las Mirabal, de miles de dominicanos, caería acribillado por las balas de otra de sus víctimas, Antonio de la Maza, a quien Trujillo había matado también, de manera más demorada y perversa que a los que liquidó a tiros, golpes o echándolos a los tiburones. A él lo mató por partes, quitándole la decencia, el honor, el respeto por sí mismo, la alegría de vivir, las esperanzas, los deseos, dejándolo convertido en un pellejo y unos huesos atormentados por esa mala conciencia que lo destruía a poquitos desde hacía tantos años.
– VOY a estirar las piernas -oyó decir a Salvador Estrella Sadhalá-. Se me han acalambrado con la sentada.
Vio salir al Turco del automóvil y dar unos pasos, al filo de la carretera. ¿Estaba Salvador tan angustiado como él? Sin duda. Y Tony Imbert y Amadito, también. Y lo mismo, allá adelante, Roberto Pastoriza, Huáscar Tejeda y Pedro Livio Cedeño. Roídos por la zozobra de que algo, alguien, impidiera al Chivo venir a esta cita. Pero, era con él que Trujillo tenía viejas cuentas. A ninguno de sus seis compañeros, ni a las decenas de otros, que, como Juan Tomás Díaz, estaban en esta conspiración, había hecho tanto daño como a Antonio. Echó una mirada por la ventanilla: el Turco se sacudía las piernas con movimientos enérgicos. Alcanzó a divisar que Salvador tenía el revólver en la mano. Lo vio regresar al auto y ocupar su sitio en el asiento de atrás, junto a Amadito.
– Bueno, si no viene, nos iremos al Pony, a tomarnos una cerveza heladita -lo oyó decir, apenado.
Después de aquella pelea, él y Salvador habían estado meses sin verse. Coincidieron en reuniones sociales, pero no se saludaron. Aquella ruptura agravó el tormento interior en que vivía. Cuando la conspiración estuvo muy avanzada, Antonio tuvo que presentarse en la Mahatma Gandhi 21 y entrar directamente a la sala donde se hallaba Salvador.
– Es inútil que dispersemos esfuerzos -le dijo, a modo de saludo-. Tus planes para matar al Chivo son niñerías. Tú e Imbert deben unirse a nosotros. Lo nuestro está avanzado y no puede fallar.
Salvador lo miró a los ojos, sin decir nada. No hizo ningún ademán hostil ni lo echó de la casa.
– Tengo el apoyo de los gringos -le explicó Antonio, bajando la voz-. Llevo dos meses tratando los detalles con la embajada. Juan Tomás Díaz ha hablado también con gente del cónsul Dearborn. Nos darán armas y explosivos. Tenemos comprometidos a jefes militares. Tú y Tony deben unirse a nosotros.
– Somos tres -dijo, por fin, el Turco-. Amadito García Guerrero forma parte del grupo, desde hace unos días.
Fue una reconciliación muy relativa. No habían vuelto a tener una discusión seria estos meses, mientras el plan para matar a Trujillo se hacía, deshacía, rehacía y tomaba cada mes, cada semana, cada día, formas y fechas diferentes, por las vacilaciones de los yanquis. El avión de armas prometido al principio por la embajada se redujo, al final, a los tres fusiles que le entregó, no hacía mucho, su amigo Lorenzo Berry, el dueño del supermercado Wimpy's, que, para su asombro, resultó ser el hombre de la CIA en Ciudad Trujillo. Pese a esos encuentros cordiales, cuyo único tema era el plan en perpetua transformación, no volvió a haber, entre ellos, la fraterna comunicación de antaño, las bromas, las confidencias, esa urdimbre de intimidades compartidas que -Antonio lo sabía- existía en cambio entre el Turco, Imbert y Amadito, algo de lo que él había sido excluido desde la pelea. Otra miseria más por la que tomar cuentas al Chivo: haber perdido aquel amigo para siempre.
Sus tres compañeros de auto, y los otros tres, apostados más adelante, eran tal vez los que menos sabían de la conspiración. Era posible que tuvieran sospechas de otros cómplices, pero, si algo fallaba, y caían en manos de Johnny Abbes García, y los caliés los llevaban a La Cuarenta y los sometían a las torturas consabidas, ni el Turco, ni Imbert, ni Amadito, ni Huáscar, ni Pastoriza, ni Pedro Livio podrían implicar a mucha gente. Al general Juan Tomás Díaz, a Luis Amiama Tió y a dos o tres más. No sabían casi nada de los otros, entre los que se hallaban las figuras más altas del gobierno, Pupo Rornán, por ejemplo -jefe de las Fuerzas Armadas, segundo hombre del régimen-, ni de la miríada de ministros, senadores, funcionarios civiles y jerarcas militares, informados de los planes, que habían participado en su preparación, o los habían conocido indirectamente y hecho saber o dejado entender o adivinar a intermediarios (era el caso del propio Balaguer, teórico Presidente de la República) que, una vez eliminado el Chivo, estarían dispuestos a colaborar en la reconstrucción política, la liquidación de toda la hez sobrante del trujillismo, la apertura, la junta cívico-militar que, con el apoyo de Estados Unidos, garantizara el orden, cerrara el paso a los comunistas, llamara a elecciones. ¿Sería por fin la República Dominicana un país normal, con un gobierno elegido, prensa libre, una justicia digna de ese nombre? Antonio suspiró. Había trabajado tanto por eso y no conseguía creerlo. En verdad, él era el único que conocía como su palma de la mano toda esa telaraña de nombres y complicidades. Muchas veces, mientras se sucedían las desesperantes conversaciones secretas, y todo lo hecho se desmoronaba y había que volver a levantarlo desde la nada, se había sentido exactamente eso: una araña en el corazón de un laberinto de hebras tendidas por él mismo, que aprisionaban a una muchedumbre de personajes que se desconocían entre si. Era el único que conocía a todos. Sólo él sabía el grado de compromiso que había adquirido cada cual. ¡Y eran tantos! Ni él mismo podía recordar cuántos, ahora. Era un milagro que, siendo este país lo que era, siendo los dominicanos como eran, no hubiera habido una delación que desbaratara la trama. Tal vez Dios estaba con ellos, como creía Salvador. Habían funcionado las precauciones, el que todos los demás supieran muy poco, salvo el objetivo último, pero ignoraran el modo, la circunstancia, el momento. No más de tres o cuatro personas sabían que ellos siete estaban aquí, esta noche, ni qué manos ajusticiarían al Chivo.