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Lo abrumaba a veces la idea de ser el único que, si Johnny Abbes lo detenía, podía identificar a todos los comprometidos. Estaba decidido a no dejarse capturar vivo, a reservar el último tiro para disparárselo. Y, había tomado también la precaución de disimular en el tacón hueco de su zapato un veneno a base de cianuro, que le preparó un boticario de Moca, creyendo que era para acabar con un perro cimarrón que hacía estragos en los gallineros de la hacienda. No lo agarrarían vivo, no le daría a Johnny Abbes el placer de verlo retorcerse en la silla eléctrica. Muerto Trujillo, sería una verdadera felicidad acabar con el jefe del SIM. Sobrarían voluntarios. Lo probable era que, enterado de la muerte del Jefe, desapareciera. Habría tomado todas las precauciones; tenía que saber cuánto lo odiaban, cuántos querían vengarse. No sólo opositores; ministros, senadores, militares lo decían abiertamente.

Antonio encendió un nuevo cigarrillo y fumó, mordiendo el cabo con fuerza para desahogar la ansiedad. Se había interrumpido el tráfico por completo; hacía buen rato que no pasaba un camión ni un auto en ninguna de las dos direcciones.

En realidad, se dijo, echando humo por la boca y la nariz, le importaba una mierda lo que pasara después. Lo esencial era lo de ahora. Verlo muerto para saber que su vida no había sido inútil, que no había pasado por esta tierra como un ser despreciable.

– Ese cabrón no viene nunca, coño -exclamó furioso, a su lado, Tony Imbert.

VII

A la tercera vez que Urania insiste con el bocado, el inválido abre la boca. Cuando la enfermera vuelve con el vaso de agua, el señor Cabral, relajado y como distraído, acepta dócilmente los bocaditos de papilla que le da su hija y bebe a sorbitos medio vaso de agua. Unas gotitas se le escurren por las comisuras hasta el mentón. La enfermera lo seca con cuidado.

– Muy bien, muy bien, se comió su fruta como niño bueno -lo felicita-. Está contento con la sorpresa que le dio su hija ¿verdad, señor Cabral?

El inválido no se digna mirarla.

– ¿Se acuerda usted de Trujillo? -le pregunta Urania, a boca de jarro.

La mujer la mira desconcertada. Es ancha de caderas, agestada, de ojos saltones. Tiene el pelo de un rubio oxidado cuyas raíces oscuras delatan el tinte. Reacciona, por fin:

– Qué me voy a acordar, yo tenía cuatro o cinco añitos cuando lo mataron. No me acuerdo de nada, sólo lo que oí en mi casa. Su papá fue muy importante en esa época, ya lo sé.

Urania asiente.

– Senador, ministro, todo -murmura-. Pero, al final, cayó en desgracia.

El anciano la mira, alarmado.

– Bueno, bueno -trata de hacerse simpática la enfermera-. Sería un dictador y lo que digan, pero parece que no se cometían tantos crímenes. ¿No es cierto, señorita?

– Si mi padre puede entenderla, estará feliz oyéndola.

– Claro que me entiende -dice la enfermera, ya en la puerta-. ¿Verdad, señor Cabral? Su papá y yo tenemos largas conversaciones. Bueno, me llama si me necesita.

Sale, cerrando la puerta.

Tal vez era verdad que, debido a los desastrosos gobiernos posteriores, muchos dominicanos añoraban ahora a Trujillo. Habían olvidado los abusos, los asesinatos, la corrupción, el espionaje, el aislamiento, el miedo: vuelto mito el horror. «Todos tenían trabajo y no se cometían tantos crímenes.»

– Se cometían, papá -busca los ojos del inválido, quien se pone a pestañear-. No entrarían tantos ladrones a las casas, ni habría tantos asaltantes en las calles arrancando carteras, relojes y collares a los transeúntes. Pero, se mataba, se golpeaba, se torturaba y se desaparecía. incluso, a la gente más allegada al régimen. Por ejemplo, el hijito, el bello Ramfis, cuántos abusos cometió. ¡Cómo temblabas de que me fuera a echar el ojo!

Su padre no sabía, porque Urania nunca se lo dijo, que ella y sus compañeras del Colegio Santo Domingo, y tal vez todas las muchachas de su generación, soñaban con Ramfis. Con su bigotito recortado de galán de película mexicana, sus anteojos Ray-Ban, sus ternos entallados y sus variados uniformes de jefe de la Aviación Dominicana, sus grandes ojos oscuros, su atlética silueta, sus relojes y anillos de oro puro y sus Mercedes Benz, parecía el favorito de los dioses: rico, poderoso, apuesto, sano, fuerte, feliz. Lo recuerdas muy bien: cuando las sisters no podían verlas ni oírlas, tú y tus compañeras se mostraban sus colecciones de fotos de Ramfis Trujillo, de civil, de uniforme, en ropa de baño, de corbata, de sport, de etiqueta, en traje de montar, dirigiendo el equipo de polo dominicano o sentado al mando de su avión. Se inventaban haberlo visto, hablado con él en el club, en la feria, en la fiesta, en el desfile, en la kermesse, y, cuando ya se atrevían a decir estas cosas -ruborizadas, asustadas, sabiendo que era pecar de palabra y pensamiento y que tendrían que confesarlo al capellán- se secreteaban, qué lindo, qué hermoso, ser amadas, besadas, abrazadas, acariciadas por Ramfis Trujillo.

– No te imaginas cuántas veces me soñé con él, papá.

Su padre no se ríe. Ha vuelto a dar un brinquillo y abierto mucho los ojos al oír el nombre del hijo mayor de Trujillo. El preferido y, por eso mismo, su peor decepción. El Padre de la Patria Nueva hubiera querido que su primogénito -«¿Era hijo suyo, papá?»- tuviera su apetito de poder y fuera tan enérgico y ejecutivo como él. Pero Ramfis no le había heredado ninguna de sus virtudes ni defectos, salvo, quizás, el frenesí fornicatorio, la necesidad de tumbar mujeres en la cama para convencerse de su virilidad. Carecía de ambición política, de toda ambición, y era indolente, propenso a las depresiones, a la introversión, neurótico, asediado por complejos, angustias y retorcimientos, con una conducta zigzagueante de explosiones histéricas y largos períodos de abulia que ahogaba en drogas y alcohol.

– ¿Sabes lo que dicen los biógrafos del jefe, papá? Que se volvió así cuando supo que, al nacer él, su madre no estaba aún casada con Trujillo. Que comenzó a tener depresiones al enterarse de que su verdadero padre era el doctor Dominici, o ese cubano al que Trujillo mandó matar, el primer amante de doña María Martínez, cuando ésta no soñaba en ser la Prestante Dama y era una mujercita de medio Pelo y dudoso vivir, apodada la Españolita. ¿Te estás riendo? ¡No me lo creo!

Es posible que se esté riendo. También, que sea un mero aflojamiento de sus músculos faciales. En todo caso, no es la cara de alguien que se divierte; más bien, la de quien acaba de bostezar o aullar y ha quedado desmandibulado, los ojos entornados, las narices dilatadas y las fauces abiertas, mostrando un hueco oscuro, desdentado.

– ¿Quieres que llame a la enfermera?

El inválido cierra la boca, distiende el rostro y recupera la expresión atenta y alarmada. Permanece encogido, quieto, esperando. A Urania la distrae una súbita chillería de cotorras, que alborota la habitación. Cesa tan pronto como empezó. Hay un sol espléndido; alancea techos y cristales y empieza a calentar el cuarto.

– ¿Sabes una cosa? Con todo el odio que le tuve, que le sigo teniendo a tu jefe, a su familia, a todo lo que huela a Trujillo, la verdad, cuando pienso en Ramfis, o leo sobre el, no puedo dejar de sentir pena, compasión.

Había sido un monstruo, como toda esa familia de monstruos. ¿Qué otra cosa hubiera podido ser, siendo hijo de quien era, criado y educado como lo fue? ¿Qué otra cosa hubiera podido ser el hijo de Heliogábalo, el de Calígula, el de Nerón? ¿Qué otra cosa podía ser un niño nombrado a los siete años, por ley -«¿Tú la presentaste en el Congreso o el senador Chirinos, papá?», coronel del Ejército dominicano, y, a los diez, ascendido a general, en una ceremonia pública, a la que debió asistir el cuerpo diplomático y en la que todos los jefes militares le rindieron honores? Urania tiene grabada aquella foto, del álbum que su padre guardaba en una alacena de la sala -¿estará todavía allí?- en la que el atildado senador Agustín Cabral («¿O eras ministro en ese momento, papá?»), de impecable frac, bajo un sol rechinante, doblado en respetuosa venia presenta sus saludos al niño uniformado de general, que de pie sobre un pequeño podio entoldado acaba de pasar revista al desfile militar y recibe, en fila, la felicitación de ministros, parlamentarios y embajadores. Al fondo de la tribuna, los rostros complacidos del Benefactor y la Prestante Dama, la orgullosa mamá.