El remo estaba en un cuartito adjunto, atiborrado de máquinas de ejercicios. Empezaba a remar, cuando un relincho vibró en la quietud del amanecer, largo, musical, como jocunda alabanza a la vida. ¿Cuánto tiempo que no montaba? Meses. Nunca lo había hastiado, después de cincuenta años seguía ilusionándolo, como el primer sorbo de una copa de brandy español Carlos I, o la primera ojeada al cuerpo desnudo, blanco, de formas opulentas, de una hembra deseada. Pero, le envenenó esta idea el recuerdo de la flaquita que ese hijo de puta consiguió metérsela en la cama. ¿Lo hizo a sabiendas de la humillación que pasaría? No tenía huevos para eso. Ella se lo habría contado y él, reído a carcajadas. Correría ya por las bocas chismosas, en los cafetines de El Conde. Tembló de vergüenza y rabia, remando siempre, con regularidad. Ya sudaba. ¡Si lo vieran! Otro mito que repetían sobre él era: «Trujillo nunca suda. Se pone en lo más ardiente del verano esos uniformes de paño, tricornio de terciopelo y guantes, sin que se vea en su frente brillo de sudor». No sudaba si no quería. Pero, en la intimidad, cuando hacía sus ejercicios, daba permiso a su cuerpo para que lo hiciera. Esta última época, difícil, cargada de problemas, se privó de los caballos. A ver si esta semana iba a San Cristóbal. Cabalgaría solitario, bajo los árboles, junto al río, como antaño, y se sentiría rejuvenecido. «Ni los brazos de una hembra son tan afectuosos como el lomo de un alazán.»
Dejó de remar cuando sintió un calambre en el brazo izquierdo. Después de secarse la cara, se miró el pantalón, a la altura de la bragueta. Nada. Seguía a oscuras. Los árboles y arbustos de los jardines de la Estancia Radhamés eran unas manchas oscuras, bajo un cielo limpio, repleto de lucecitas titilantes. ¿Cómo era el verso de Neruda que gustaba tanto a las cotorras amigas de la moralista? «Y tiritan azules los astros a lo lejos.» Esas viejas tiritaban soñando con que algún poeta les rascara la comezón. Y sólo tenían cerca a Chirinos, ese Frankenstein. Otra vez lo atacó una risita abierta, algo que rara vez le ocurría en estos tiempos.
Se desnudó y, en zapatillas y bata, fue al baño a afeitarse. Prendió la radio. En La Voz Dominicana y Radio Caribe leían los periódicos. Hasta hacía algunos años, los boletines comenzaban a las cinco. Pero, cuando su hermano Petán, propietario de La Voz Dominicana, supo que él se despertaba a las cuatro, adelantó el noticiero. Las demás emisoras lo imitaron. Sabían que él escuchaba radio mientras se rasuraba, bañaba y vestía, y se esmeraban.
La Voz Dominicana, luego de un jingle del Hotel Restaurante El Conde, anunciando una velada bailable con Los Colosos del Ritmo, bajo la dirección del profesor Gatón y el cantante Johnny Ventura, destacó el premio Julia Molina viuda Trujillo a la Madre más Prolífica. La ganadora, doña Alejandrina Francisco, con veintiún hijos vivos, al recibir la medalla con la efigie de la Excelsa Matrona, declaró: «Mis veintiún hijos darán la vida por el Benefactor, si se la pide». «No te creo, pendeja.»
Se había lavado los dientes y ahora se afeitaba, con la minucia que lo hacía desde que era un mozalbete en la prángana, en San Cristóbal. Cuando no sabía siquiera si su pobre madre, a la que el país entero rendía homenaje por el Día de las Madres («Manantial de caritativos sentimientos y madre del perinclito varón que nos gobierna», dijo el locutor), tendría habichuelas y arroz para dar esa noche a las ocho bocas de la familia. La limpieza, el cuidado del cuerpo y el atuendo habían sido, para él, la única religión que practicaba a conciencia.
Después de otra larga lista de visitantes a casa de Mamá Julia, para cumplimentarla por el Día de las Madres (pobre vieja, recibiendo impertérrita esa caravana de colegios, asociaciones, institutos, sindicatos, y agradeciendo con su débil vocecita las flores y cumplidos), comenzaron los ataques a los obispos Reilly y Panal, «que no nacieron bajo nuestro sol ni sufrieron bajo nuestra luna» («Bonito», pensó), «y se inmiscuyen en nuestra vida civil y política, pisando los terrenos de lo penal». Johnny Abbes quería entrar al Colegio Santo Domingo y sacar de su refugio al obispo yanqui. «¿Qué puede pasar, Jefe? Los gringos protestarán, por supuesto. ¿No protestan por todo, hace ya tiempo? Por Galíndez, por el piloto Murphy, por las Mirabal, por el atentado a Betancourt y mil cosas más. Qué importa que ladren en Caracas, Puerto Rico, Washington, New York, La Habana. Importa lo que pasa aquí. Sólo cuando los ensotanados se asusten dejarán de conspirar.» No. Aún no había llegado el momento de tomar cuentas a Reilly, o al otro hijo de puta, el españolete del obispo Panal. Llegaría, pagarían. A él no lo engañaba el instinto. No tocar un pelo a los obispos por ahora, aunque siguieran jodiendo, como lo hacían desde el domingo 25 de enero de 1960 -¡año y medio ya!-, cuando la Carta Pastoral del Episcopado fue leída en todas las misas, inaugurando la campaña de la Iglesia católica contra el régimen. ¡Los maldecidos! ¡Los cuervos! ¡Los eunucos! Hacerle eso a él, condecorado en el Vaticano, por Pío XII, con la Gran Cruz de la Orden Papal de San Gregorio. En La Voz Dominicana, Paino Pichardo recordaba, en un discurso pronunciado la víspera en su condición de secretario de Estado del Interior y Cultos, que el Estado llevaba gastados sesenta millones de pesos en esa Iglesia cuyos «obispos y sacerdotes hacen ahora tanto daño a la grey católica dominicanas. Cambió el dial. En Radio Caribe leían una carta de protesta de centenares de obreros porque no se incluyó sus firmas en el Gran Manifiesto Nacional «contra las maquinaciones perturbadoras del obispo Tomás Reilly, traidor a Dios y a Trujillo y a su condición de varón, que, en vez de permanecer en su diócesis de San Juan de la Maguana corrió, como rata asustada, a esconderse en Ciudad Trujillo entre las faldas de las monjas norteamericanas del Colegio Santo Domingo, cuevario del terrorismo y la conspiración». Cuando oyó que el Ministerio de Educación había privado de oficialidad al Colegio Santo Domingo, por «colusión de esas monjas foráneas con las intrigas terroristas de los purpurados de San Juan de la Maguana y de La Vega contra el Estado», volvió a La Voz Dominicana, a tiempo para oir anunciar al locutor otra victoria del equipo dominicano de polo, en París, donde, «en el hermoso campo de Bagatelle, luego de derrotar a los Leopards por cinco a cuatro, obtuvo la Copa Aperture, deslumbrando a la entendida concurrencia. Ramfis y Radhamés, los más aplaudidos jugadores. Una mentira, para engatusar a los dominicanos. Y a él. Sintió en la boca del estómago la acidez que lo acometía cada vez que pensaba en sus hijos, esos exitosos fracasos, esas desilusiones. ¡Jugando polo en París y tirándose francesas, mientras su padre libraba la más dura batalla de su existencia!