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Media hora después, la que había venido con Rosana señaló su reloj, le dijo algo y la hermana de Sonsoles meneó la cabeza. Después de dudar durante unos instantes, la del reloj se levantó y se fue. Rosana estuvo con la otra unos diez minutos más, fumando y conversando en voz baja. Al término de ese tiempo se despidieron y cada una tomó su camino. Rosana cogió el paseo y se fue andando despacio, observando los árboles y a los transeúntes. Si hubiera tenido su edad, o si aquello no hubiera sido lo que era, yo la habría seguido hasta su casa discretamente y luego me habría ido a la mía a escribirle poesías. Pero aquello era lo que era y yo tenía treinta y tres años y poca gana de hacer versos, así que me dije que para qué iba a retrasarlo. Aquél era un momento tan apropósito como el que más. Salí tras ella y tres o cuatro metros antes de alcanzarla la llamé:

– Rosana.

Se paró y se volvió muy despacio. No tenía propiamente cara de asombro, sino de cautela.

– ¿Cómo sabes mi nombre?

– No te asustes -dije, alzando las manos.

– No me asusto. ¿Quién eres?

– Me llamo Javier y soy un amigo

– ¿Un amigo de quién? -en los ojos azules la pupila se hizo chica hasta casi desaparecer.

– Está bien. Soy policía. Pero no se lo digas a nadie.

– No he hecho nada malo -afirmó con convicción, y echó a andar otra vez, pero sin prisa, como previendo que yo iría junto a ella. Me puse a su altura.

– Ya lo sé. Quiero hablar contigo de tu amiga Izaskun.

– No tengo ninguna amiga que se llame así. Te has equivocado.

– No hay muchas Rosanas para confundirse.

– De todas formas. Ninguna amiga mía se llama Izaskun.

Sonreí y le busqué la mirada, pero no se la dejaba atrapar más que cuando era ella la que te atrapaba la tuya.

– No está bien que intentes engañarme. Sé que va a tu clase y os he visto en el colegio. Hoy habéis estado juntas en el patio.

– Eso no quiere decir que seamos amigas -sentenció, y mientras lo decía se echó el pelo hacia atrás con la mano derecha, que era la que tenía más cerca de mí. Normalmente el mejor sitio para comprobar que una niña no es una mujer son las manos, que tienden a ser chatas y a llevar las uñas mordidas. Las uñas de Rosana eran cortas, aunque no se las mordía, pero sus manos de chatas no tenían nada. Incluso separaba y curvaba los dedos como una experta, demostrando una sabiduría que muchas mujeres no consiguen nunca, la que consiste en haber averiguado que cada dedo tiene una misión propia.

– Rosana, tú eres una buena chica -dije-, y sabes que Izaskun está en un buen lío. ¿No te gustaría ayudarla?

– ¿Ayudar a Izaskun? Si vas a meterla en la cárcel me alegro. Es tonta del culo y se lo merece.

– No vamos a meter a ninguna niña en la cárcel. No andamos cazando niñas, precisamente.

– ¿Y qué puedo hacer yo?

– Decirme quién le pasa la droga. Eso es todo.

– Borja. Él se la pasa.

– Borja qué.

– No sé. Va al colegio de al lado, al de los curas.

Para realizar más cómodamente la delación, Rosana se había desviado y se había quedado quieta junto a un árbol de los que flanqueaban el paseo. Yo me coloqué frente a ella.

– ¿De verdad no me puedes dar su apellido? A lo peor hay quinientos Borjas, en ese colegio.

Rosana levantó los ojos y me contempló durante un segundo, de arriba abajo. Luego dijo:

– Ese Borja es inconfundible, lleva tres o cuatro años repitiendo octavo y siempre quieren expulsarle. Lo mismo le han expulsado ya, aunque su padre sea presidente de los antiguos alumnos del colegio.

– ¿Sabes algo más de él?

– Sí. Siempre quiere ligar conmigo -presumió, enredándose en el índice la punta de un largo mechón de sus cabellos-, pero como yo no le hago caso se ve con Izaskun. A Izaskun no le da asco nada.

– Y eso es todo lo que sabes.

– Y eso es todo lo que sé, poli -me escupió.

– Vaya, ves películas, ¿no?

– A veces. También te vi antes, cuando estabas en la valla del colegio. Creí que eras uno de esos tíos que van a espiar a las niñas que saltan la goma en el recreo, por si enseñan las bragas.

– Ya. Supongo que habrá bastantes tíos de ésos.

– Pues algunos. Pero nunca llevan una corbata tan bonita como ésa. Ya me fijé antes, en tu corbata. Creía que los polis no ganaban mucho dinero.

– Yo hago horas extras. ¿Te gusta venir al parque?

Rosana frunció el ceño:

– ¿Y eso qué tiene que ver con la investigación?

– Nada. La investigación ha terminado. Es para que me cuentes cosas de ti. Me caes bien.

Rosana se separó del árbol.

– Tú tampoco me caes mal, creo. Pero hace cinco minutos que Lucía tiene la comida preparada, en casa. Mi madre se enfada si me retraso. Dice que si me retraso Lucía no se lo toma en serio. ¿Sabes lo difícil que es encontrar hoy día una chica que funcione? -preguntó, con retintín.

– Claro, tienes razón. No te entretengo. Muchas gracias por todo.

– No hay de qué. Me encanta que detengan a Borja.

– No debes contárselo a nadie. Ni a tu madre ni a tu mejor amiga.

– A mi madre no se le puede contar nada. Es una pobre mujer. Adiós.

– Hasta la vista -me despedí, alucinado.

Rosana se alejó por el paseo, con la impecable cabellera rubia ondeando al viento entre la multitud. En un momento se la apartó a un lado y aprovechando el movimiento torció el cuello para cerciorarse de que yo la miraba irse. Pese a la distancia, vislumbré su gesto complacido. Eran las dos y diez y empezaba a hacer demasiado calor para llevar el traje, pero allí, bajo la sombra de los árboles, no se estaba mal. Me fui paseando entre los ancianos, los niños y las hermosas patinadoras que pasaban con los muslazos comprimidos en brillantes mallas multicolores. El verano tiene el inconveniente de que uno puede llegar a descuidarse imaginando que no hay feas en el mundo. Mientras caminaba recordé a Lewis Carroll y J. M. Barrie, acaso los más brillantes apóstoles de la pederastia heterosexual (aunque hay quien sostiene que Barrie era todoterreno, yo me dejo guiar por la intensidad del repeluzno con que Peter Pan descubre que Wendy se ha convertido en madre: compárese con la indiferencia absoluta que muestra hacia los hombres). También recordé a Oscar Wilde, excelso apóstol de la otra pederastia. Debería mover a reflexión el que sean algunos de sus mejores miembros los que se dan a prácticas que la sociedad reputa abominables. Los griegos, a quienes el hombre europeo debe la gloriosa herencia de la duda, que nos distingue de los pueblos atrasados y de los salvajes (Norteamérica, Japón, etc.), eran casi todos sodomitas o corruptores de niños. Desde luego es más sencillo arrojar al fuego a quien osa cometer actos que ocasionan zozobra a sus conciudadanos Tal debe ser posiblemente, la práctica de todo ordenado gobernante. Pero, ¿qué puede preferir el súbdito irresponsable?

Cuando a mí todavía me apetecía ver mundo, agarré un verano y me largué a París. Allí hay un cementerio que se llama Pére Lachaise, Y en ese cementerio está enterrado Oscar Wilde. Su tumba es una horterada insufrible que le erigió una admiradora, pero detrás de ella hay un escalón en el que pueden encontrarse curiosos objetos. Son los recuerdos que dejan los visitantes: piedras, flores secas, billetes de metro, mechones de pelo cartas. Entre estas últimas, descubrí una que empezaba: Querido Oscar: Desde que te fuiste, poco han cambiado las cosas en Inglaterra… Seguía la conmovedora confesión de los tormentos espirituales de un gay a escondidas, una impresionante filigrana de sentimientos exquisitos. Después de leerla tuve una idea peculiar: ¿conmovería media mierda a alguien la carta que dejara un hombre recto sobre la tumba de, pongamos por caso, un honorable miembro del tribunal que condenó a Oscar?