Aquél, y no me di cuenta hasta que fui por la tarde a la salida del colegio de Rosana y no salió nadie, era un día viernes. En los colegios públicos no hay clase por la tarde en todo junio, pero en los que pagan los opulentos (donde les almacenan a la descendencia, manteniéndola alejada de la chabacana influencia del servicio, mientras ellos ventilan importantes asuntos) sólo hay jornada abreviada los viernes, durante todo el año académico. Será porque cada vez está más generalizado que la tarde del viernes empieza el reposo del guerrero urbano.
Los días viernes siempre me descolocan. A veces acabo yendo por la noche a uno de esos locales donde se encuentran los divorciados hambrientos de cariño. Allí hay mujeres que te dan su teléfono según se están presentando y que siempre llevan condones en el bolso. Por lo común es aburrido y desagradable, pero alguna vez he conocido gente muy sensible que simplemente se siente perdida en un apuro para el que no estaba preparada. La sociedad no es muy piadosa para con los que sufren sus desajustes y resbalan por sus cañerías. Y encima tienen cuarenta años y ellos se percatan de que no entornan los ojos como Robert Mitchum y ellas de que tienen el culo un pelín más bajo que Jane Fonda.
Otros días estoy menos profundo, y me acerco por algún templo en el que retumba esa basura que sirve de tam-tam a los niñatos que se atiborran de pastillas y salen a matarse en la autopista contra algún padre de familia que vuelve de trabajar en un turno de noche. Allí me emborracho rápidamente y suelo echar el rato mirando bailar a las niñatas, porque hay una conocida ley física que determina que la densidad de su encéfalo sea inversamente proporcional a la longitud de sus piernas y la firmeza de sus tetas.
Es increíble la cantidad de gente que ahora tiene las piernas largas, en un país de proverbiales paticortos. También es increíble la cantidad de rubias y de Licenciados en Ciencias Empresariales. Han tenido que echarnos en la comida algo que ha producido una ola de mutaciones genéticas, porque antes no éramos así. Uno de los recuerdos que guardo de mi familia es una fotografía de un puñado de soldados y suboficiales posando con cuatro mulas durante la campaña de África, allá por 1924. Uno de ellos es mi abuelo, a quien le tocó hacer allí la mili, o sea la guerra, que era lo que tocaba entonces, aunque nadie se hacía objetor de conciencia (la conciencia no es un artículo de primera necesidad, sino una veleidad de estómagos satisfechos). Si aquellos hombres renegridos y harapientos vieran a sus bisnietos bailando acid bajo un rayo láser, pensarían que estaban presenciando el fin del mundo. Y viceversa: en más de una ocasión, alguna mascachicles que pasó por mi apartamento para hacer lo único que se puede hacer con ellas se quedó mirando la foto y me preguntó que por qué tenía a todos esos turcos tan horribles allí puestos.
Pero yo estaba con la tarde de aquel día viernes en que había tomado contacto con Rosana y me debatía, ante la puerta de su desierto colegio, entre una serie de poco incitantes alternativas para entretener las horas subsiguientes. Como hasta la noche quedaba todavía un buen rato, resolví acercarme al domicilio de los López-Díaz y quedarme allí un par de horas, sentado en el coche. Quizá saliera Rosana. O también podía salir Sonsoles y pillarme demasiado cansado de esperar.
Estimo que pasé allí, apostado frente al portal, cerca de dos horas y media. Cuando se abrió la puerta y apareció Rosana, la luz empezaba a atenuarse y yo estaba medio traspuesto. Había sustituido el uniforme de colegio femenino por unos vaqueros que subrayaban audazmente su silueta y un chalequito ajustado que no tapaba su vientre. Como había hecho por la mañana, remontó con parsimonia la calle que iba desde la suya hacia el Retiro. Una vez que hubo desaparecido me quedé dudando si convenía ir tras ella. Acaso era mejor dejar por aquel día las cosas como estaban entonces. Pero no pude renunciar a espiarla. Si hubiera recibido alguna oferta, habría vendido mi alma a cambio de una buena foto de sus hombros desnudos.
Rosana subió hasta el estanque. Deambuló entre los músicos, los titiriteros, los echadores de cartas y los vendedores de abalorios. Luego estuvo diez minutos acodada en la barandilla, contemplando las barcas. Un chaval de su edad quiso entablar conversación y ella le escuchó sin contestarle hasta que el otro desistió y se fue. Entonces se separó de la barandilla del estanque y bajó por el paseo hasta la plazoleta del Ángel Caído, al que no prestó mayor atención. Su destino era la Rosaleda, donde buscó asiento y se acomodó tranquilamente a ver atardecer.
Mientras la vigilaba, dos intensas sensaciones se apoderaron de mí. La primera, una muy malsana envidia hacia aquella dichosa criatura que podía dedicarse a presenciar ocasos y no tenía que malbaratar su tiempo a cambio de un puñado de dinero grasiento. Cuánta razón tenía ese tunante de Joseph de Maistre, cuando afirmaba que sólo quienes poseen rentas y se hallan exentos de la miseria del trabajo tienen tiempo para cultivar el espíritu y son por tanto capaces de sopesar ecuánimemente los problemas de la república. Los demás somos unos rencorosos de mierda que en el mejor de los casos podemos convertirnos en criminales peligrosos (ejemplos de hombres humildes que alcanzaron un poder indebido: Napoleón, Durruti, Himmler).
La segunda sensación tiene que ver con algo que debo, paradójicamente, a Dostoievski. Soy de los pocos hombres vivos que pueden decir que se han leído de cabo a rabo Los hermanos Karamázov, y tan ingente sacrificio lo consumé con el único propósito de poder proclamar con conocimiento de causa que el viejo Fiódor Mijáilovich era un ladrillo de mucho cuidado. Pero Dostoievski es también autor de una modesta historia titulada Las noches blancas, que no sólo me gustó, sino que me dejó una influencia irreversible. En esa historia hay una mujer que pasea sola: en unas pocas noches, el protagonista se enamora como un imbécil de ella. Desde que la leí, y es que yo entonces era muy impresionable, las mujeres que pasean solas me rinden, sin remedio. Rosana, allí sentada, dejando que el crepúsculo se fuera cumpliendo en los confines de la tarde, despertó en mí aquella fascinación irracional. Si yo fuera general o ministro y poseyera secretos de Estado, podrían sacarme hasta el tuétano sólo con enviarme a una espía que supiera sentarse en el banco de un parque a meditar. Ni siquiera haría falta que fuese guapa, bastaría con que no tuviera ninguna deformidad demasiado visible. Cuando le he contado esto a alguien, se ha precipitado a sospechar que me enamoraba con frecuencia. Nada más descaminado. Hoy día resulta extraordinariamente difícil encontrar mujeres (y hombres) que mediten. Ni en el banco de un parque ni aunque les apunten con una pistola a la cabeza.
Rosana no tenía prisa. Aguantó hasta que el cielo se puso violáceo y yo comencé a preguntarme cómo su familia permitía que corriese el riesgo de estar en el Retiro al borde del anochecer. Es verdad que todavía quedaba bastante gente, pero la Rosaleda empezaba a vaciarse. Cuando al fin se levantó y se puso en movimiento, perdí un instante haciendo un rápido cálculo. Antes de que ella saliera del recinto de la Rosaleda, yo corría hacia un paseo por el que no tendría más remedio que atravesar si iba a su casa. Elegí un banco y me instalé.
La vi venir, abstraída, sin apresurarse. Confiaba en que ella me divisara, pero cuando ya me rebasaba, tuve que ser yo quien atrajera su atención:
– Rosana.
Interrumpió su marcha y se volvió hacia mí. Tardó un segundo en reconocerme.
– ¿Qué haces aquí?
– Vengo todas las tardes, a pasear -respondí-. ¿Qué haces tú?
– Nada.
– ¿Por qué no te sientas? -la invité, sin más rodeos-. Se está bien.
– Mi madre dice que no hay que hacerle caso a los desconocidos. Creo que eso vale lo mismo para los parados que venden pañuelos en los semáforos y para los policías que llevan corbatas bonitas.