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– ¿Siempre haces caso a tu madre?

Rosana se acercó, apenas unos pasos, lo bastante para que me entrara un deseo insoportable de saltar a morderle los hombros. Por si eso no bastara para convertirme en una bestia babeante, que bastaba, me di cuenta de que no llevaba sostén. Tenía un par de cositas perfectas, leves como pájaros.

– No -dijo.

– ¿Y entonces?

Rosana apartó los ojos.

– ¿Te llamas Javier de verdad?

– Sí.

– Me gusta ese nombre. ¿Y eres policía de verdad?

– También.

La niña volvió a mirarme. Sus pupilas brillaban.

– ¿Has detenido ya a Borja? -interrogó.

– Todavía no. Hay que hacer comprobaciones.

– Pensé que lo mismo me mentías. Borja me ha llamado esta tarde. Estaba tan pancho, en su casa.

– Eres una chica muy lista. Pero si sigues ahí de pie vas a crecer y vas a dejar de ser una niña. A lo mejor entonces dejas también de ser lista.

Retrocedió. El cielo ya estaba oscuro:

– Es muy tarde. No me puedo quedar.

– Lucía ya tiene la cena -deduje.

– Se te quedan los nombres.

– Me gano la vida con eso.

– Lucía tiene la tarde libre. Hoy le toca a mi madre.

Me eché hacia atrás y procuré resistirme a su hechizo. Más valía no iniciar nada que no pudiese liquidar en condiciones.

– Deberías irte, entonces. No me gustaría que te enfadaras con tu madre por mi culpa.

– Vas a pensar que quiero escaparme -lloriqueó, y no acerté a distinguir si se burlaba o lo decía en serio.

– No. Voy a hacer una cosa. Mañana a las once vengo y me siento en este banco. Si estás aquí antes de las once y cuarto hablamos sin que tengas que correr a ninguna parte. Si no estás, cojo y me voy y ya no hablamos nunca. ¿Te parece?

Rosana se rió.

– No te prometo que venga. Los sábados me levanto tarde. Si estuvieras todavía a las doce, podría ser, pero tampoco lo prometo.

– A las once y cuarto, ni un minuto más. Si no estás a las once y cuarto es que no te importa. Que sueñes con los angelitos.

– Yo no sueño con angelitos. Hace tres años que tengo la regla.

– Vaya.

– Y ya sé lo que buscas, por si crees que no me he enterado -se jactó.

– Creo que no te has enterado. Y si vienes mañana después de las once y cuarto ya no podrás enterarte.

– Seguro que sí. Cuando vayas otro día a mirarles las bragas a las niñas que saltan la goma en el recreo. Entonces no te inventes que eres policía.

– No me lo he inventado. Pero tú piensa lo que quieras, Rosana. Eres demasiado guapa para que te arrepientas.

– Adiós.

– Hasta mañana.

Ella se fue y cuando la noche terminó de caer encima del parque yo seguía en el banco, acordándome mucho de sus hombros y devanando ilusiones inconfesables.

La noche de aquel día viernes desistí de los pasatiempos habituales y di en vaciar en casa una botella de Black Bus que había comprado en cualquier aeropuerto. El cuerpo me admitió la mitad: el resto lo escancié ceremoniosamente en el inodoro mientras mi reproductor de compactos arrojaba a todo volumen, para terminar de enrarecer mis relaciones con los vecinos, los graves acordes de esa fastuosa melodía que el mundo debe a Allison Moyet y que lleva por título la frase más redonda que nadie ha encontrado jamás para un título: Winter Kills.

En el momento actual, apabullada por los medios de comunicación, que ora dan el coñazo para que uno vaya a ver la película sobre ese cursi pretencioso de Beethoven, ora beatifican a cualquier macarra anglosajón muerto por sobredosis aunque no supiera cómo se cogía una guitarra, la gente no se atreve a decir lo que piensa de la música. Es jodido sostener que lo que hacía Mahler y lo que hace Mick Jagger sean la misma cosa, pero uno se da cuenta de que no se puede decir nada contra ninguno de los dos y la mayor parte de las personas dan en pensar que no tienen gusto y más les vale callarse o repetir lo que diga la tele o la prensa.

Reconozco que he padecido como cualquiera esa mordaza, y que alguna vez que he intentado sublevarme mi interlocutor me ha arrojado encima una tonelada de consignas oficiales y casi me he quedado sin argumentos. Digo casi porque siempre había uno, que me guardaba y ahora ya no me importa enseñar: la única música que vale es la que me emociona, y la música que me emociona es la música que a mí me sale de los cojones que me emocione.

Durante mi época de desorientación, la música que me emocionaba era demasiada, en parte porque no identificaba debidamente lo que era la música y en parte porque no identificaba bien qué era emocionarse. Yo he creído emocionarme con Haydn, que ya es despiste. Ahora he reflexionado y he comprendido que un hombre debe caminar ligero de equipaje, así que me he ceñido a lo imprescindible. La lista a que he reducido toda la historia de la música, y que cubre de sobra todas mis necesidades, se compone de lo siguiente: Upstairs at Eric's, de Yazoo; The Number of the Beast, de Iron Maiden; y Schubert.

Que la lista sea así de corta no significa que no oiga otras cosas. Como se recordará, toda esta funesta historia empezó con una hostia por culpa de Judas Priest. Lo que sí significa es que, fuera de lo que acabo de dejar enumerado, me abstengo de escuchar.

Comienzo por Schubert. ¿Cómo se hace para que no sobre nada de lo que uno compone? Acaso el truco sea vivir a duras penas, estar solo como un perro y morirse a los treinta años. Por poner un contraejemplo, Bach vivió bastante y tuvo la plasta de hijos y abundante papeo (no hay más que mirarle, justamente, la papada). En cuanto a los méritos de su música, hablo de la de Schubert, otros podrán suministrar las razones universalmente admisibles que conviene exponer en sociedad para que no te tape la boca un listillo de mierda. No es de eso de lo que aquí se trata. Yo salvo a Schubert y lo antepongo a todo porque la primera y última vez que creí enamorarme noblemente sonaba de fondo su Trío Op. 100. También porque la primera vez que quise tirarme desde el Viaducto más o menos de veras (hablo de los tiempos en que era un idiota y no me cagaba por los pantalones al pensar en la muerte como ahora), me llevé un casete portátil con el Winterreise (además de idiota, era un efectista) y me quedé escuchándolo hasta el final (hasta que me olvidé de que había ido a suicidarme). Pero quizá sobre todo, adoro a Schubert porque aún hoy, cuando empieza el primer movimiento de la Quinta Sinfonía, me asalta el pasmoso convencimiento de haber sido en algún momento francamente feliz.

Las razones que me asisten para elegir The Number of the Beast son menos nostálgicas. Aunque me limito a este título, admito que en las dos primeras obras de Iron Maiden (Iron Maiden y Killers) ya se apuntan los recursos que les permitirían coronar su carrera en momento tan temprano. Por mí, todo lo que han hecho después podrían habérselo ahorrado como músicos (comprendo, no obstante, que tienen que dar de comer a sus familias). Ya fue premonitorio que la última pieza del disco, Hallowed Be Thy Name, fuera el lamento de un condenado a muerte. Es innegable que ninguna de las demás canciones iguala la perfección de esa última, en cuyos escasos minutos el heavy metal alcanza, para no recuperarlo ya nunca, el dominio absoluto de los más altos misterios. Personalmente, sin embargo, siempre he tenido debilidad por 22 Acacia Avenue (The continuing story of Charlotte the Harlot), la mejor historia romántica que nunca se haya contado con fondo de batería y bajo discontinuo. Alguna tarde he bajado el Paseo de las Acacias que hay en Madrid pensando en Charlotte, a quien puedes ir a ver, según Iron Maiden, siempre que te sientas hundido y sin compañía, que es el estado más frecuente y menos inestable del hombre moderno.