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Queda, por último, Yazoo. Hasta donde conozco, en el corto tiempo en que se aguantaron mutuamente, Vince Clarke y Allison Moyet alumbraron bajo ese nombre dos discos de larga duración. El segundo es una agonía prolongada por hacer un poco más de pasta y no debe preocupar a nadie. El primero, Upstairs at Eric's, es sencillamente inmenso. Durante años lo escuché todos los días, hasta que en cada una de sus piezas quedó guardado un trozo decisivo de mi alma.

El alma es la suma de las cosas que uno ha vivido antes de hacerse un canalla escéptico. Así, en Don't Go, que es la primera canción, está la euforia de mis ingenuas borracheras adolescentes, durante las que me sentía siempre fuerte y optimista. En Too Pieces, las noches de primavera que me pasaba mirando las nubes iluminadas por la luna (aunque luego, por falta de ocasión o de paciencia, no ha vuelto a ocurrir, juro que alguna noche vi a alguien allí arriba). Bad Connection representa la dureza de todas mis separaciones irremediables. Midnight encierra, entre los quebrados terciopelos de la voz de Allison, la serena voluptuosidad de las noches de verano, cuando las había y eran voluptuosas. In my Room me evoca las largas horas transcurridas en la soledad de mi habitación, donde aprendí casi todo lo que sé de mis congéneres. A Only You le tocó envolver el final de lo que había empezado con el Trío de Schubert. Y con Tuesday tuve el primer presentimiento de cómo se fracasa en la vida en general. Pero no tuve miedo, porque Winter Kills me aficionó a la oscura tranquilidad de la derrota.

Los textos de Clarke son relativamente incoherentes y los de Moyet a veces herméticos. Pero en este caso creo que sirven para aclarar por qué aquella noche, la del día viernes en que había cruzado las primeras palabras con Rosana, fue Winter Kills lo que escogí escuchar:

Dejaste que el sol te cegara

y me recriminaste

por recordarte

cómo mata el invierno

La primera vez que había escuchado esas palabras yo tenía, como Rosana, quince años. Entonces también me pertenecían los parques y las lentas horas del atardecer. No aspiro a que nadie me absuelva, pero espero que alguien pueda entender que decidiera dejarme cegar por el sol, olvidando que el invierno mataría todo lo que me diera por querer. Si se piensa un poco, tampoco es tan malo que lo que uno ha querido desaparezca. Hubo una vez en Lisboa un invertido de fino talento que jugaba a cambiar de nombre y lo escribió a la vez corto y rotundo, quizá al dorso de una letra de cambio: uno tiene, sólo, lo que antes ha perdido.

Aquella noche tuve un sueño. Antes de seguir, quizá convenga explicar que cuando digo que tuve un sueño no debe entenderse lo que usualmente se entiende. Casi todo el mundo, cuando dice que ha tenido un sueño, parece como si dijera que se le ha escapado un pedo. Es a medias una cosa inconveniente y a medias una cosa que no tiene mayor importancia. Para mí es distinto. Yo tengo un respeto enorme a los sueños, y lo tengo además desde siempre, o para arreglarnos, desde que era poco más que un bebé.

Cuando todavía no había cumplido los tres años, tuve unas fiebres que me provocaron espantosas alucinaciones. Mi primer recuerdo, antes que la cara de mi madre o la voz de mi padre, es una de aquellas pesadillas. En ella, bajo un calor agobiante, mis piernas y mis brazos eran devorados por una manada de tortugas. Así contado parece de chiste, pero yo pasé un susto de tres mil pares de pelotas. Tanto es así que, según mis padres, la primera medida que tomé en cuanto estuve repuesto y pude volver a bajar a jugar al jardín fue decapitar de un mordisco la tortuga de mi amiguito Roberto, único animal de esa especie que yo había visto y que me debió inspirar el terrible episodio onírico.

Después fui acumulando otros recuerdos y otras pesadillas, menos primarias, pero mucho más puñeteras. Entre los cuatro y los ocho años soñaba casi todas las noches que mis padres habían muerto. El sueño tenía una variante ma non troppo, en la que simplemente me lo decían otras personas y yo pasaba un rato de angustia hasta que al final ellos aparecían sanos y salvos. También había una variante fortissimo, en la que mis padres eran sádicamente ejecutados en mi presencia y luego se me torturaba durante horas ridiculizando lo poco fuerte y lo poco valiente que había sido mi padre antes de que lo remataran. Cuando despertaba, sentía un abandono y un desprecio por mi padre que algunas veces no se me iba hasta el mediodía.

En la pubertad, coincidiendo con el inicio del asunto hormonal, mis sueños tomaron un efímero pero alentador sesgo. Empecé a soñar con castillos abandonados, bosques impenetrables, extrañas casas de muchas habitaciones. Esto en sí no es que resulte peculiarmente estimulante, pero casi siempre mi exploración de estos lugares misteriosos me deparaba el hallazgo de deleitosas jovencitas (o no tan jovencitas) con las que por lo común protagonizaba líricas escenas. De vez en cuando, para qué negarlo, follábamos sin más trámite. Lo bueno de una y otra alternativa era que ellas estaban dispuestas a hacer lo que rehusaba la fémina por la que en cada momento yo penaba: unas escuchaban amablemente mis requiebros (no con arrobo, sino con indulgencia, que es cosa más humana y de mayor utilidad) y me acariciaban con sus manos de nieve; las otras eran unas cerdas incansables y aceptaban todas las posturas. Aquellos sueños hacían innecesaria la realidad, y en parte gracias a ellos no me lamento por no haberme comido una rosca en mi adolescencia. Por lo demás, soy de la opinión de que los amores juveniles realizados son una cursilada insoportable, mientras que los frustrados engendran magníficas deformidades psicológicas que más adelante permiten retrasar el inevitable momento en que echar un polvo es como subir un saco de arena a un décimo piso con los tobillos atados el uno al otro.

En mi edad adulta, y como parte de la sistemática amputación que ese estado representa, los sueños empezaron a escasear, hasta que pronto desaparecieron casi por completo. Esto nos lleva a lo que decía antes. Cuando conocí a Rosana, y cuando esa noche soñé con ella, era más que raro que yo soñase, al menos por lo que podía recordar a la mañana siguiente. Y eso había exasperado esta faceta de mi vida. Si tenía una pesadilla, era tan demencial que tenía que sujetarme fuerte para que no me dejara medio bobo. Si era un sueño de muchachitas cariñosas, me producía un trastorno considerable, y cuando me despertaba y veía que la muchachita se había desvanecido me entraba una desazón y subsidiariamente una mala hostia que no podía controlar. En cualquier caso, un desarreglo, del que cada vez me costaba más reponerme para seguir comiendo mi ración diaria de mierda.

Lo singular de aquella noche, y puede que una razón de lo que vino luego, fue que la muchachita no se desvaneció. No inmediatamente.

El sueño ocurría en un hipermercado. Creo que es la primera y última vez que he soñado con un hipermercado. Aunque en realidad no era exactamente un hipermercado, sino uno de esos centros comerciales donde hay toda clase de tiendas, bares, discotecas, clínicas caninas, peluquerías, videoclubes, gimnasios, y también hipermercados. El centro era nuevo y casi todos los establecimientos estaban aún desocupados o en vías de ocupación. Algunos escaparates, los menos, se veían ya llenos de género, listos para atraer y atrapar al voraz homo shopping. Una cosa extraña era que intercalándose entre los diferentes negocios había puertas cerradas con apariencia de viviendas, por las que ocasionalmente entraban o salían personas apresuradas que miraban a su alrededor con aire de desconfiar.

Qué hubiera ido yo a hacer allí, lo ignoro. Sí sé con quién estaba: con mi hermana y un grupo de amigas suyas, cuatro para ser exactos. Lo notable de tal compañía es que nunca he tenido una hermana, salvo error u omisión de mi padre. Por eso lo primero que excitó mi curiosidad fue mi hermana en sí. Aunque por poco tiempo. Tenía el pelo del color del mío y se me asemejaba de un modo convencional, esto es, como las hermanas suelen asemejarse a los hermanos. Así como los hermanos que se asemejan a sus hermanas resultan a menudo favorecidos por ello, las hermanas que se asemejan a sus hermanos más bien se envilecen. En resumen, que mi hermana, transcurrido el primer minuto de novedad, carecía de interés. Mientras caminábamos charlaba con una de sus amigas, que por la cara y el andar también tenía un hermano al que se asemejaba.