El resto de las amigas eran otro cantar. Una de ellas, alta y morena de piel, se movía como una gata. Otra, menos alta pero también morena, marchaba agarrada a mi brazo y me susurraba porquerías mientras su alborotado busto, casi suelto en el escote, subía y bajaba ante mis ojos. La última, que iba hablando con la gatuna, era, sencillamente, Rosana. En mi sueño tenía acaso tres o cuatro años más que en la realidad, hasta dieciocho o diecinueve. Medía apenas un par de centímetros menos que la otra y su cutis, en comparación, lucía una delicada palidez. Un detalle que la distinguía de la Rosana de quince años era su mirada, afilada por un maquillaje para las pestañas que endurecía eficazmente su color azul.
Nos íbamos parando en las tiendas que estaban a medio instalar o ya instaladas. Ellas echaban un vistazo a los escaparates y yo seguía a lo mío, o sea, al busto alborotado; y es que cuando su dueña se inclinaba un poco, se despegaba de la tela del escote, recorriendo todo el abanico de formas sugerentes que puede adoptar un busto suelto. Sin embargo, sentía cierta desgana. No oculto que barajaba la idea de aprovechar que estaba en un sueño y podía arrancarle el vestido sin mayor engorro. Pero aquella damisela impúdica no me seducía demasiado. Era la más asequible, y eso la devaluaba bastante. En un sueño uno aspira a lo máximo, aunque a veces se acabe el tiempo y no se saque nada, como en la puta vida.
Mientras andábamos de tienda en tienda, no tenía decidido qué era lo máximo. Rosana y la morena gatuna me gustaban más o menos lo mismo y confiaba en que quedase tiempo suficiente. Sin embargo, la relativa inmovilidad del sueño, consistente en avanzar despacio por un largo pasillo, no duró mucho. Aunque en ningún momento había tenido la sensación de que fuéramos a un sitio concreto, al llegar ante una puerta cerrada, de las que daban entrada a viviendas, mi hermana se paró de golpe y dijo:
– Pues quizá sea aquí.
Sacó una llave y la probó. La cerradura giró sin dificultad.
– Pues es aquí -confirmó la amiga que también tenía un hermano.
Tras la puerta apareció una empinada escalera. Mi hermana y la otra subieron primero y los cuatro restantes nos quedamos un poco atrás. Rosana tomó la iniciativa y la del busto y yo fuimos los últimos. Al final de la escalera había un saloncito oscuro. Nos acomodamos en diferentes asientos y nos quedamos callados. Todas estaban pendientes de mi hermana. Ella se retorcía las manos.
– No iremos a quedarnos aquí hasta que decidan acordarse de nosotras, ¿verdad? -rompió el silencio la morena gatuna.
– No podemos hacer otra cosa -alegó mi hermana-. ¿O tienes alguna idea?
– Sí. Que desde luego yo no espero a nadie. Quien quiera algo conmigo que me busque. Si me encuentran aquí sentada ya sé lo que van a imaginar, y no estoy dispuesta a pudrirme con eso. Me voy a dar una vuelta por ahí.
La morena se levantó y se estiró el vestido. Era lila, ligero.
– Puede que no te busque nadie -advirtió mi hermana.
– Puede -respondió la otra, saliendo de la habitación.
Mi hermana tuvo un instante de desconcierto. Luego se rehizo y preguntó:
– ¿Y qué vais a hacer los demás?
– Yo me quedo contigo -se aprestó su adepta.
– Yo no soy impaciente -saltó la del busto, riéndose, mientras me tiraba un pellizco en el brazo.
Nadie más tenía prisa o ganas de contestar. Mi hermana nos observó a Rosana y a mí, apremiándonos. Al fin, insistió:
– ¿Y vosotros?
Rosana suspiró y luego dejó caer sus palabras sobre el vergonzoso fracaso de mi hermana:
– Yo también me largo. No ahora. Cuando no parezca que me voy con ella.
Era mi turno. El sueño había cambiado mucho y no entendía nada de lo que hablaban. Sospechaba que mi hermana prefería que yo dijese que me quedaba y que la del busto lo daba por descontado. También me dio que Rosana me tenía en muy poca consideración. Sólo vi una salida. Me puse en pie y proclamé con energía:
– Elijo irme. Ahora, como si me fuera tras ella. A buscarla.
Las cuatro se quedaron contemplándome, incrédulas, Rosana menos que las otras tres.
– Vaya pobre cretino -masculló mi hermana, apartando el rostro-. Y hasta creerás que ella lo está deseando.
– No es cuestión de creer, sino de hacer la prueba. Si sale que no, me rindo y vuelvo.
– Déjalo -intervino la del busto, resentida-. Él sabe lo que le falta. A lo mejor ella lo compadece y a eso lo llaman los dos ser feliz, pongamos por caso. Mucha suerte, muñeco.
Salí de la habitación y comencé a recorrer la vivienda. Sus dimensiones no tenían nada que ver con las de otras viviendas que yo hubiera visto, míseras hijas de la especulación inmobiliaria. Atravesé decenas de cuartos, pasillos, escalinatas, vestíbulos que daban a otros vestíbulos, sótanos, buhardillas. Aquello era un laberinto colosal que se expandía en todas direcciones, aunque puede ser ilustrativo reseñar que ninguna de sus partes era ' demasiado extensa, lo que impedía que uno tomara la más mínima perspectiva. Además, todo estaba bastante poco iluminado.
En una de las habitaciones, cuando ya llevaba acaso media hora de búsqueda, me sorprendió el ruido de algo que caía. Inspeccioné la sala y encontré un portarretratos tumbado en lo alto de un aparador. Poco más allá había un gato negro pequeño, apenas un cachorro. El animal estaba inmóvil y clavaba en mí sus ojos, no amarillos, como cabe suponerle a un gato negro, sino de un color violeta claro, casi lila. Como el vestido de la amiga de mi hermana, recordé.
Me acerqué despacio y extendí los brazos para cogerle. No se resistió. Al contrario: se acomodó sobre mí y me dio cuatro o cinco lametones en el dorso de la mano con su lengüecita rosa. Con el gato encima, continué mi investigación por la casa. Mientras yo examinaba las sucesivas estancias, siempre desiertas, el gato jugueteaba con mis dedos, sobre todo con el pulgar, cuyo tamaño debía resultarle especialmente apropiado. Al final de un corredor, tras un buen rato de silencio y de no tener más compañía que la del gato, me detuvo una voz femenina:
– Espera.
Me di la vuelta y reconocí a Rosana. Entre las sombras su lisa melena, casi blanca, la delataba al instante. Esperé. Pronto estuvo junto a mí.
– ¿Qué es lo que llevas?
– Un cachorro. Estaba solo por ahí.
– Un gato negro.
– Eres supersticiosa.
– No. Déjamelo.
Se lo di y lo atrapó por el cuero de encima de la nuca. El animalillo quedó colgando de su mano como un ahorcado. Entonces se fue corriendo hasta una ventana, la abrió y lo arrojó con saña.
– Lo has matado -dije, atónito.
– No sé. Los gatos caen de pie, pero está alto. Es posible.
– No te había hecho nada.
– A mí no -admitió, señalando mi mano. Me la miré. Tenía el dedo pulgar ensangrentado y la piel desgarrada.
– No me dolía -me extrañé.
– Siempre duele luego, cuando no hay solución. ¿Era un gato lo que andabas buscando?
– ¿Y tú?
– Estaba paseando solamente. Te vi y quise asegurarme. No te molesto más. Hasta luego.
Rosana aproximó su mejilla a la mía e hizo como que me daba un beso aséptico, de los que dan las amigas de una hermana. Sin embargo, a medio camino lo cambió por otro mucho más lascivo. Se separó un poco y aguardó mi reacción. Yo me quedé quieto.