– Este tío es un hijo de perra y además disfruta.
– Guardia, ya veo que está ocupado, pero, ¿tengo que soportar que esta mujer no pare de insultarme?
– Tranquilícense los dos. Saquen la documentación del seguro y rellenen el parte, por favor.
El guardia me devolvió mis permisos, fastidiado por no haber podido empapelarme. Dirigiéndose a la mujer, dijo:
– Usted saque también el permiso de conducir.
Como a veces no sé estarme callado, le pregunté:
– ¿A ella no le pide los papeles del coche?
– Ella no ha cometido ninguna infracción, señor.
– ¿Y yo?
– No ha respetado el semáforo.
– Suponiendo que eso sea como dice, ¿qué le hace pensar que si no respeto el semáforo es que no llevo permiso de circulación? A mí me parece más bien al revés. Si voy a chocarme con una histérica delante de un guardia y saltándome un semáforo, más me vale llevar todos los papeles en regla. A lo mejor ella no los lleva. Ella no sabía que yo le iba a dar.
– Histérica. Esto es para cagarse.
– No lo haga más difícil -dijo el guardia.
– Lo que no entiendo es por qué se empeñan en putear a la gente inofensiva. Si estuviéramos en un descampado y usted estuviera solo y yo con cuatro colegas con bates de béisbol no me pediría nada.
– Está bien, no lo líe, ande.
– No le haga caso, agente. A este tío le ha debido dar un aire -soltó la mujer, serena de pronto.
Entonces me quedé mirándola. Era una tía de unos treinta y cinco años, rubia de bote, esmirriada, con la piel tostada por la lámpara. Llevaba unas gafas de sol tres o cuatro veces más grandes que su cara y la blusa desabrochada hasta muy abajo, para que la tela de color claro contrastara con el pellejo quemado y los hombres le miraran entre las tetas. Para poder enfadarse cuando pasaba eso, supongo, llevaba un crucifijo de oro colgado encima del canalillo. También llevaba muchos anillos y pulseras y sus uñas nunca habían arrancado una costra de grasa de esas que resisten el limpiador especial para la vitrocerámica.
– ¿Qué miras? -volvió a ladrar.
– Le ruego que colabore -insistió él guardia.
En esta puta ciudad hay un millón de coches y voy y me choco con el de esta cerda, pensé. A lo mejor eso quería decir algo. En todo caso, no parecía que la ocasión fuera la mejor para darle al molino, así que decidí hacerle caso al guardia.
– ¿Tiene un bolígrafo? -pedí-. Es para el papel autocopiativo -y descapuché ante ellos mi Mont Blanc para acreditar su inutilidad.
El guardia me dejó un bolígrafo y escribí mi dirección y todas las demás cosas que hay que poner en el parte. Me consideré responsable de todo el estropicio y empecé a dibujarlo. Pero entonces paré. Aunque el dibujo no era complicado, se me ocurrió que ella podía verlo de otra forma.
– Haga usted el dibujo, si quiere. Ya he puesto que yo tuve la culpa.
La mujer sacó un boligrafito Dupont de plata y algo molesta por no poder encargárselo a nadie escribió sus datos y terminó bastante mal mi dibujo. El policía comprobó los datos y copió parte de ellos en una hojita impresa en la que luego nos hizo firmar a los dos. Por cierto que antes de apuntar en su papel mi matrícula miró detenidamente la placa de mi coche. También la había mirado antes, cuando le había dado la documentación. No miró la placa del coche de la mujer. Cuando terminó separó las dos hojas del parte y nos devolvió una a cada uno.
– Está bien. Usted puede marcharse -le dijo a la mujer.
– No me lo diga dos veces. Hasta nunca -se despidió de mí.
– ¿Por qué yo no puedo irme?
– A usted tengo que notificarle la denuncia.
– Oiga, guardia. Si he hecho algo malo ya me ha castigado Dios bastante. ¿A qué viene ensañarse con una multa?
– Es mi obligación. Y la suya ir más atento.
La zorra del trajecito chanel se había subido a su coche, un descapotable blanco como los que siempre llevan las zorras como ella, y yo tuve que aguantar cómo colocaba el retrovisor y se colocaba el pelo y se lo ahuecaba hacia atrás, mientras el puto guardia me daba por culo y se ganaba gloriosamente su dinero de mierda, que mejor o peor es todo lo que nos ganamos los capullos, no importa si porque lo hemos sido desde siempre o porque al final nos hemos hecho así.
Cuando volví a meterme en el coche había perdido veinte minutos y todo lo que había madrugado para que el atasco que me comiera no fuera el atasco asqueroso del lunes a las ocho y media. Eran las ocho y media y no sólo estaba en medio del atasco asqueroso sino que también iba a llegar tarde, lo que haría del lunes más lunes y que el alma me pesara entre los huevos el doble de lo que ya me venía pesando por el camino. Entonces fue cuando me di cuenta de que en la carpetilla con los papeles del seguro llevaba el nombre y la dirección de la zorra del trajecito chanel. A mi alrededor todos pitaban, los taxistas se me colaban y el atasco no avanzaba un maldito metro. Abrí la carpetilla y leí el nombre de la muy puerca: Sonsoles. Y el primer apellido: López-Díaz. Y el segundo: García-Navarro. O sea: una Sonsoles López García a la que le parecía una poca mierda llamarse López García y había rescatado del olvido a sus abuelas. O lo había hecho su padre o el padre de su padre, que era todavía peor. Por la calle que había puesto en el parte, vivía al lado de los Jerónimos. Cuando yo era un cretino sensible me gustaba esa zona. De noche es tranquila y de día apenas estorban un poco los rebaños de amarillos que llevan en autobús a ver las pinturas.
Mientras seguía rumbo a la basura cotidiana, empecé a imaginar y me dio que lo mismo Sonsoles López García me servía para dejar un poco de aburrirme como un muerto. Yo no creo en el destino y más bien me parece que casi todas las cosas pasan porque uno se empeña en que pasen, a veces un poco a la fuerza, es verdad, pero eso no le hace a uno menos responsable ni gilipollas. Sin embargo, aquella mañana me había dado contra la furcia de Sonsoles de una manera absurda y sin habérmelo buscado. Algo me la había puesto por delante y yo me había estrellado contra ella. De momento sólo me había abollado el coche, que era una desgracia, pero quién sabía si no podía sacarle algún aliciente a la historia. Y cuando pensaba aliciente pensaba en divertirme, no demasiado, porque si por aquel entonces hubiera pensado que la vida podía ser realmente divertida no habría enterrado también todo Mozart debajo de los guitarrazos de Judas (y de Kreator, y de 77 Fucking Bastards y de Blame It On Your Dirty Sister). A medida que mi maldito coche abollado subía por la Castellana, un plan malvado se iba gestando en mi cerebro. Y yo me reía, lo juro que me reía como si aquello fuera el mejor chiste que me hubiesen contado nunca.
De esta forma incomprensible entró Sonsoles en mi vida de gusano, y así, jugando como un bobo, me las apañé para convertir un simple accidente de tráfico en una ruina de tres pares de pelotas.
Ahora que lo pienso, es curioso que todo empezara con el coche. El hombre moderno depende de la máquina y de todas las máquinas la que más tarado tiene al hombre moderno es el puto coche. El hombre moderno echa horas en el coche, se empeña para comprarlo, no duerme si le hace ruido o le da tirones cuando cambia de marcha. Muchos hombres modernos no pasan tanto tiempo con su familia como con el coche, gastan en su familia menos que en el coche y les importa un higo si uno de sus hijos tiene fiebre, que puede ser una avería, hablando de un niño, bastante más grave que un chirrido en los amortiguadores de un coche.
Cuando cambia de fortuna, el hombre moderno se compra un coche. Cuando pasan más de cuatro o cinco años desde que compró el anterior y no se compra otro, la mayoría de los otros hombres modernos lo considera un comemierda. Una de las pocas razones por las que un hombre moderno puede matar a otro es porque le cierre el paso a su coche. Una de las pocas causas por las que un hombre moderno de menos de treinta años puede dejar de cotizar a la Seguridad Social es un accidente de tráfico.