Después de la taquilla nos separamos. Rosana pasó al vestuario femenino y yo al propio de mi sexo, donde siempre huele a pies y a sudor rancio, dos de las muchas secuelas indeseables del deporte y de la falta de higiene. Yo llevaba el bañador debajo del pantalón y atravesé por el repulsivo lugar sin detenerme, esquivando los charcos que salpicaban el pavimento. Al otro lado estaban las praderas, moderadamente concurridas. Esperé unos diez minutos y entonces apareció Rosana, en biquini.
En mi mezquina existencia ha habido varios momentos culminantes. El de mi infancia fue un día de Reyes, cuando me regalaron a la vez el Mádelman pirata negro y el Mádelman buzo. El de mi adolescencia, cuando terminé el examen de Biología en el Bachillerato y quemamos todos los libros y todos los apuntes junto con una efigie del profesor. El del resto de mis días fue cuando Rosana surgió aquella tarde ante mis ojos, como de una concha que a su vez acabara de elevarse sobre las aguas. Era más que nunca la Venus de Botticelli, con menos carnes porque cuando Botticelli las venus no tomaban yogur desnatado, sino cachos de tocino y la demás mierda que había. A duras penas recuerdo que el biquini era rosa y que pensé que no había hecho nada para ganarla. Yo siempre he sido de la opinión de que lo que uno no se merece es lo mejor y lo más valioso de todo. Lo que uno se merece está demasiado impregnado de uno mismo y no sirve para nada.
– ¿Qué tal? -tintineó su cristalina voz.
– ¿Digo lo que siento?
– Para eso lo hago.
– Entiendo al novio de tu hermana. Pero eso ya lo sabes. ¿Te suena un individuo que se llamaba Botticelli?
– No. ¿Debería?
– No necesariamente. En otra vida le obligaste a dibujarte siempre en sus cuadros. Pero si te acuerdas de todos los que te quieran no te va a quedar sitio para tus asuntos.
– Me lo voy a creer.
– Ya te lo crees, y haces bien. Algún día estarás menos linda y tendrás un cáncer y ya no podrás creerte nada de lo que nadie te diga.
– Qué siniestro.
– Carpe diem. Si lo pone Garcilaso de la Vega en versión lila a todo el mundo le parece bonito. Si lo cuentas como es, te llaman siniestro.
– Di a Garcilaso en Octavo.
– Todo lo has dado en Octavo.
– No todo.
– No seguiré preguntando. ¿Sombra o sol? Yo odio el sol.
– Me da lo mismo. No he venido a ponerme morena.
Buscamos un lugar debajo de un árbol. Rosana extendió su toalla y luego se extendió ella misma. Yo me despojé del pantalón pero no de la camiseta y me senté sobre una toalla doblada.
– ¿Te bañas con camiseta? -inquirió.
– No creo que me bañe. Las piscinas están llenas de meados y de hongos.
– Oye, ¿a ti te gusta algo?
– Me gusta el patinaje artístico y la gimnasia rítmica. Verlos, no hacerlos. También me gusta dormir profundamente, cuando me sale. Y me gustas tú.
– Gracias. Tú también me gustas a mí. Será porque no eres como Borja.
– Será. Pero hay otras posibilidades. ¿Nunca has visto a uno de ésos que lo tienen todo cuadrado y llevan reloj de submarinista y el pelo pegado y polo Burberrys color menta?
– Nacho, el marido de Leticia. También hace paracaidismo. Siempre se mira en los espejos cuando pasa al lado.
– ¿Y?
– Es un gilipollas.
– Se supone que no deberías decir esas cosas.
– Se supone que no debería venir a la piscina con un desconocido tan mayor y al que le gusto tanto -se revolvió perezosamente Rosana.
– Desde luego que no. No era por corregirte, sino porque me sorprende. En realidad lo prefiero así. Las niñas buenas son insufribles.
– Todo el mundo cree que yo soy una niña buena. En el colegio me dan premios de conducta.
– Todos los maestros están mentalmente atrofiados. De tanto tratar con gente que sabe menos, se quedan en las cuatro reglas, y cuando sus alumnos empiezan a saber más que ellos ni siquiera lo notan. El colegio debe resultarte una pérdida de tiempo.
– Tengo que estudiar. Quiero hacer una carrera.
– ¿Qué carrera?
– Empresariales.
– Demasiado largo. Si me aceptas un consejo, ahórrate los problemas de matemáticas y los exámenes y los apuntes y hazte modelo; tú que puedes. Cuando tus amigas sigan subrayando tú ya eres millonaria. Y luego contrata a alguien que especule por tu cuenta, estudia las carreras que te dé la gana y ríete de los que alquilan su cabeza por horas.
– ¿Como tú?
– Yo alquilaba la cabeza. Ahora ya no sé lo que alquilo, ni lo pienso.
Rosana se incorporó. Se colocó de costado, con la cabeza apoyada en el antebrazo, como en un anuncio de bañadores. No protesté por eso.
– Por la corbata que llevabas -dijo- tú debes de ser un ejecutivo. No entiendo cómo no estás contento.
– ¿Tengo que estarlo?
– Todos quieren ser ejecutivos. Viajar, tener una secretaria guapa, trajes caros, ganar mucho dinero.
Cerré los ojos. Resultaba que liaba a una menor, me la llevaba de su barrio, conseguía que se quitara casi toda la ropa, y en lugar de abusar de ella o de cometer cualquier otra acción execrable que me permitiera desahogarme, ya que hacía el gasto, ahí estaba rodeado de familias hablándole de mis quehaceres. Tenía que atajarlo, como fuera.
– Verás, Rosana -comencé a explicar-, no sé qué bobadas te cuenta tu padre, o quien sea que te haya metido eso en la cabeza. En mi experiencia, lo de viajar es subir a un avión para ir a una ciudad en la que siempre llueve o hace frío. En el avión de ida hay tipos con caspa y en el de vuelta tipos con caspa y resudados. A veces hay que dormir allí, en la ciudad donde llueve, y pasas tres veces por los cuarenta canales por satélite que hay en la tele hasta que apagas la luz y te cagas en la perra que parió todo. Los trajes caros están bien al principio. Hacen ilusión, lo reconozco. Y si vas a una madriguera de ejecutivos como tú los llamas verás que todos los jóvenes llevan ropa nueva y bien planchada. Casi todos viven todavía con mamá y gozan de sus cuidados o de los de la chacha de mamá, dependiendo. Pero si te fijas en los que tienen algunas canas, que ya están abandonados a su suerte, o sea, a su mujer o a su chacha, que tienen menos arte y muchas menos ganas que mamá o la chacha de mamá, verás que llevan los trajes arrugados y llenos de brillos, los pantalones con siete rayas y las corbatas con lámparas. No sirve de nada comprar otros trajes nuevos. Antes de darse cuenta, ponle seis meses, están para el arrastre, y ya deja de importar, como todo. Si es por el dinero, sólo tiene verdaderamente mucho el que no aguanta tonterías ni problemas de otros, a no ser que le diviertan. Eso y trabajar son cosas incompatibles. Y no hay secretaria guapa que dure más de diez lunes seguidos. La mía, por no durar, no duró ni uno. Tiene sesenta años y se parece una barbaridad a Edward G. Robinson.
– ¿A quién?
– Un actor. Yanqui. De hace mil años.
Rosana reflexionó, no mucho.
– Pues a mí me gustaría ser ejecutiva -porfió.
– Te saldrán ojeras, se te alborotará la menstruación y no podrás evitar que tus jefes se interesen más por tu culo que por tus ideas. Casi nunca hay tiempo para sopesar una idea, pero un culo se sopesa rápido. La ventaja de ser modelo es que te ganas la vida con el culo por derecho, sin montar ninguna farsa.
– Eres un machista asqueroso.
– Soy observador, nada más. ¿Por qué no hablamos de ti? Cuando me acuerdo de la gente del trabajo me duele la cabeza.
Rosana se puso en pie casi de un salto.
– Voy a bañarme. ¿Vienes?
– ¿Así de golpe?
– Tengo calor. ¿Vienes o no?
– A verte sólo.
Fuimos hasta la piscina y Rosana se arrojó directamente, describiendo un académico picado. Nadaba a crawl a la perfección, y eso me dio algo de envidia, porque yo he nadado miles de kilómetros, pero a crawl habré nadado un par de largos en toda mi vida, primero porque me cansaba y luego porque me entraba agua en el oído. Al principio esperé de pie. Cuando dobló para hacer el sexto largo se me ocurrió que más me valía buscar sombra y sentarme. Se hizo más de treinta, sin parar ni aflojar el ritmo que se impuso desde el principio. Al fin salió del agua y se encaminó hacia mí. Mojada, con los músculos tensos por el esfuerzo, el cuerpo se le volvía más abrupto. En la cara traía, para compensarlo, su infatigable sonrisa infantil.