– ¿De verdad no te animas?
– Luego.
– ¿Sí?
Viéndola ir y venir, en aquella tarde de verano tibia como todas las tardes de verano en que había fracasado antes, había empezado a darle vueltas a una extravagancia. La terminé de decidir allí mismo, para Rosana y para darme la sensación de romper algo:
– Cuando vengamos luego me subo.a lo más alto del trampolín y me tiro.
– Ese trampolín es un rato grande.
– Si me abro la cabeza contra el fondo de la piscina te largas con disimulo. Coges un autobús y no le cuentas nada a nadie. Ya se encargarán de enterrarme, no pases apuro por eso.
– No quiero que saltes, Jaime.
Rosana parecía verdaderamente preocupada. Volvimos donde teníamos las cosas y apenas habló durante la media hora siguiente. El sol iba bajando y alguna gente, la que había venido por la mañana, se retiraba. Antes de que se enfriara mi resolución, me quité la camiseta y le sugerí a Rosana que fuéramos de nuevo a la piscina.
– No saltes, en serio -insistió.
– No pasa nada. He saltado mucho.
Cinco minutos más tarde estaba a más de cinco metros sobre el agua, repasando mi vida. La tarde era agradable, corría una brisilla fresca y abajo en la piscina casi no había bañistas. Volví a reflexionar sobre la velocidad a la que entraría en el agua, la capacidad de frenado de la masa líquida y la profundidad de la vasija. La habilidad del saltador era en mi caso un dato irrelevante. Rosana estaba en el borde, esperando. Vi que alguien se acercaba a ella por detrás y le hablaba. Un niñato con la melena a lo Richard Gere y aproximadamente su misma complexión. Rosana se volvió hacia él y en ese momento alguien en mi cabeza gritó banzai y me encontré volando recto hacia el fondo del abismo. Apenas tuve tiempo para enderezar el cuerpo y juntar firmemente las piernas. Un gilipollas que se mata en un trampolín es patético, pero un gilipollas que se mata en un trampolín y encima cae despatarrado rebasa lo grotesco.
El agua me dio en la cabeza como si me hubiera tirado contra un toldo. Después el toldo se rompió y bajé y bajé en medio de un torbellino burbujeante. No me resistía, y hasta me parecía indigno resistirme, pero de pronto mi cuello se dobló hacia arriba como un resorte y algo me rozó la rodilla y me abrasó el dedo gordo del pie izquierdo. Me había salvado y sólo podía subir. No tengo paciencia suficiente para suicidarme por inmersión.
El ascenso se me hizo interminable, aunque habría podido durar siglos, que es lo que me habría podido durar el aire que llevaba en los pulmones. Cuando asomé la cabeza no vi nada. Volví a sumergirme y buceé hasta la escalerilla. Apoyé los pies, eché los brazos a las barandillas y me elevé con fuerza al tiempo que salía del agua. Arriba, iluminando el ocaso con sus ojos azules, estaba Rosana.
– Eres un mentiroso. Era la primera vez que hacías eso -me regañó.
– ¿Cómo lo adivinaste?
– Nadie que sepa pica así. Estás loco.
Rosana tendió hacia mí su mano y me apartó el flequillo mojado de la frente. No dijo nada, sólo me miró y yo vi que sus pupilas eran todo lo grandes que nunca habían sido las pupilas de una muchacha que me mirara al borde de una piscina al atardecer. Quizá habría debido censurarme por haber saltado de un trampolín o censurar a Rosana por impresionarse, pero preferí interpretar algo diferente, que a ella le había impresionado no que saltara, sino que lo hiciera sin saber.
Cuando la felicidad es demasiado grande, cuando a uno le curan de una herida demasiado mala, cuando todo es demasiado bonito, sólo hay un presentimiento que un hombre sensato pueda tener: algo está a punto de joderse. Eso presentí yo en aquel momento, mientras Rosana me quería y yo podía percatarme, y así me sumí en la melancolía de la que ya no he salido desde entonces.
Cuando salimos del aparcamiento de la piscina en el coche de mi prima no tenía otra sensación que la de haber dejado atrás lo que quiera que fuera que justificaba aquella tarde. Una de las pocas formas de vivir es pensar en algo que nos va a pasar y que nos apetece. Cuando ese algo pasa, y uno siempre se da cuenta aunque no tuviera muy claro qué era lo que pensaba que pasaría, todo el tinglado se desmorona. Como sabe cualquiera que no se haya adherido aún a la costumbre moderna de no reflexionar sobre lo fundamental, el asunto no está tanto en que ese porvenir apetecible venga como en que no haya venido y todavía pueda venir.
Mientras aceleraba con el pie bueno y desembragaba con el pie malo, el que me había desollado contra el fondo de la piscina, razoné que no tenía otra alternativa que devolver a Rosana a sus padres y olvidarme de aquel juego. Después de escarbar entre mis peores inclinaciones, comprendía que me faltaba resolución para ir más allá del punto al que había llegado. En parte me frenaba el escrúpulo. Tenía compañeros con hijas de la edad de Rosana y algunos eran tipos a los que respetaba, más o menos. Ellos me habrían despreciado por mi conducta, y a mí no me daba igual que me faltasen argumentos de peso para defenderme de un desprecio así. Rosana no parecía desde luego una niña indefensa, pero eso podía ser sólo una apreciación torcida por mi parte. Y aunque yo necesitaba ajustar cuentas con las muchachas de quince años, tal necesidad era una anomalía y no cabía esperar que nadie la entendiese. También tenía miedo de las consecuencias prácticas. Por supuesto me espantaban las que habrían de seguirse de la peor de las situaciones posibles, la de ser descubierto y tener que responder de mis cochinadas ante la justicia. Pero también me horrorizaba un desenlace menos grave y harto previsible: que Rosana se convirtiera de pronto en una mujer dentro de su cuerpo adolescente y dejara de ser simpática y hasta guapa y empezara a juzgarme. De una mujer de verdad uno puede librarse por diversos procedimientos generalmente admitidos y sencillos de poner en práctica. Muchos de esos métodos hasta son compatibles con la convivencia. Por el contrario, de una mujer niña, con la que además se mantiene una relación indecente, no hay manera segura ni fácil de librarse.
Estaba a punto de formular en voz alta, y en términos un poco más heroicos, mi decisión de renunciar a vernos más, cuando Rosana tuvo aquella idea que nunca habría debido tener:
– Vamos a un sitio donde no haya nadie.
Lo lógico habría sido que yo no me plegara a aquel capricho. En algún momento había que pararla y aquél era tan bueno como cualquiera. Sin embargo, elegí calcular que hacerle caso podía servirme para ganar tiempo y buscar un modo astuto de convencerla.
– Claro, como tú mandes. ¿Tienes alguna preferencia? -pregunté.
– Por aquí mismo. Donde conozcas.
Hice memoria y se me ocurrió el descampado que hay al lado de la Universidad a Distancia. Cuando estaba en la facultad iba con frecuencia. Había ido antes con chicas. Incluso había roto con una novia allí, por si valía el precedente. Una vez que llegamos maniobré hasta un lugar apartado, bajo unos árboles. Quité el contacto y sentí la obligación de ser el primero que hablase:
– Rosana.
– Qué.
– Verás -titubeé-, a veces uno no hace exactamente lo que le gusta.
– Ya.
– Quiero decir que por mucho que uno quiera algo, a veces hay que dejarlo.
– Una lástima.
– Muchas cosas se empiezan como de broma, y mientras dura la broma no pasa nada. El caso es que no se puede estar siempre de broma. Al final las cosas se hacen serias y hay que tener más cuidado.