Cuando iba por la mitad del cuaderno me dio una tarde por pensar cómo terminaría. Algunos finales posibles: enunciar alguna moraleja aleccionadora para la juventud no descarriada; implorar clemencia; describir a Fredi y a Urko minuciosamente, por si algún día los cazaban haciendo alguna otra judiada juntos; mandarlo todo al diablo y narrar con toda crudeza la más pornográfica de mis fantasías con Rosana. Después de sopesar con detenimiento todas las alternativas, decidí que escribiría algo que fuera contrario a mis convicciones.
Las convicciones son hoy día muy valoradas, me huelo que por la mala conciencia general de que haya tan pocas y sean tan elementales. Sin embargo, nunca se puede estar seguro del fin al que sirve una convicción ni del lugar de donde vino. Es hora de proclamar que las convicciones suelen tener orígenes dudosos y propósitos absurdos, y que por ellas se malgastan muchos esfuerzos y se infligen crueles sufrimientos a personas inocentes. Por eso es bueno, periódicamente, probar a sostener lo contrario de lo que uno cree y comprobar que también puede persuadir, incluso más que la propia creencia. Luego puede volverse al punto de partida, porque lo importante no es estar en lo cierto, sino estar a gusto. Del mismo modo, si la convicción opuesta a la convicción propia, aunque no resulte más persuasiva, se demuestra más confortable, no hay otra solución sensata que cambiar. Amargarse por lealtad a una casualidad es un signo de inmadurez.
Mi naturaleza no es propicia a la convicción. Casi todo lo que he visto me ha enseñado a ser bastante escéptico. No obstante, es innegable que incluso un descreído encuentra, en el mismo descreimiento, algunas formas bastardas de convicción. A lo largo de estas páginas he ido revelando unas pocas, pero es una en concreto la que ahora, como despedida, me gustaría refutar: que deba hacerse caso omiso de los semejantes y que la entrega a otro (u otra) lleve a la autodestrucción de quien la practica.
Los hechos son que al poco de descubrirla, mientras hurgaba gratuitamente en la vida de su hermana, yo consentí en acercarme a una hermosa muchacha a la que no conocía, y que lo hice en un estado de cierto arrebato. Los hechos son también que como consecuencia directa de aquella acción, más alguna desgracia no previsible, mi vida ha quedado arruinada, probablemente para siempre. He perdido mi empleo, mi buen nombre, mi libertad y todas mis tarjetas de crédito. También me han embargado el coche y he probado varias especies nuevas y extremadas de dolor. Los hechos, en suma, parecen respaldar mi convicción primitiva. ¿Qué puede oponerse?
Esta noche vengo aquí a despedirme y a sostener que un hombre no es más que los pedazos de sí que ha entregado en su sacrificio por otros. Todo lo que uno padece por sí mismo es mierda que cae en la arena donde nada nace. Lo que uno padece por otro, en cambio, es la semilla de la que brota el árbol de la memoria. Y ese árbol sostiene al hombre ante la amenaza de la arena y la mierda, el olvido y la muerte.
Antes de que mi fracaso encontrara la forma exacta de Rosana, yo no era nada y tampoco era nadie. Los días me pasaban por encima como las olas sobre una playa desierta. Acorralado entre mis sarcasmos y las fluctuaciones de mi ánimo, iba rindiendo la vida sin provecho ni asombro. Y es que uno, casi por definición, no puede hacer nada decisivo por uno mismo (intercalo decisivo para excluir el autoservicio nimio que no tiene que ver con todo esto: lavarse los dientes, cortarse las uñas, alimentarse, apagar a tiempo la televisión). También es verdad que uno no puede hacer nada decisivo por los demás y que los demás no pueden hacer nada decisivo por uno. Lo que aprendí gracias a Rosana fue que pensando en otro, y sólo así, se puede hacer decisivamente por uno mismo.
Una tarde de verano abandoné todas mis cosas para cifrar en Rosana el objetivo principal de mi existencia. Vale que a menudo mis intenciones fueron frívolas: eso merecerá el reproche que merezca, pero no quita para que aquella muchacha fuera el eje a cuyo alrededor se puso a girar todo. Luego, es decir al instante, ella desapareció y no me quedó más que su recuerdo y la añoranza, y la añoranza y su recuerdo se convirtieron, prácticamente, en cuanto desde entonces me ha ocupado. He dejado de preocuparme de lo que de mí pueda ser, es, fue o pudo haber sido. Ya no siento tristeza por mí, porque ninguna me queda después de gastarla por su ausencia. Desde que la conocí, y sobre todo desde que se fue, no hubo espacio para más en mi alma ni en mi cerebro.
Ahora el populacho me insulta, las madres amenazan con mi nombre a las niñas que no comen, y si estuviera en Arkansas mi abogada andaría apelando sin ninguna fe en salvarme de la silla. Y es ahora, justo ahora, cuando tengo por primera vez en mi vida la impresión de haber sido algo. Antes, si Dios me hubiera preguntado qué había hecho con el tiempo que me había concedido, sólo habría podido enseñarle algunos miserables estadillos en los que se resumía toda mi historia. Hoy sería distinto. Si viniera hoy a pedirme cuentas, confesaría primero que he pecado, mucho y muy gravemente. Después, extendería el pliego de mi memoria y tranquilamente, diría:
– No he sido impío. He deseado la luz de tus ángeles, la rocé y al final la malogré. Fue culpablemente, aunque sin propósito. El resto de mi tiempo lo empeñé así: antes, en esperarla; después, en pagarlo.
Salvo Tomás de Aquino, que se permitió la chulería de demostrarle repetidas veces y por caminos diferentes, nadie tiene una idea sólida de quién o cómo es Dios. Particularmente, y es una apuesta como cualquier otra, yo siempre he sospechado que es partidario de la simetría y enemigo de lo incompleto. Por eso confío, con prudencia, en que cuando le muestre mi mercancía condescenderá a pagar por ella una recompensa razonable.
A quien esté en situación de ejercer alguna influencia, ruego que interceda en favor de esta humilde gratificación: que la próxima vez que yo conozca a Rosana tengamos los dos quince años, yo no sea un bolchevique (si ella es Gran Duquesa no importa mucho) y alguien mantenga al cabrón de Fredi y el resto de la basura fuera del cuento.
Madrid-Getafe-Dublín,
27 de marzo – 11 de julio de 1995