Hubo un tiempo en que yo me resistía a ser un soplapollas. Nunca adoré el dinero, ni la tarjeta de visita, y me negaba a cifrar mi orgullo en que otros admirasen mi habilidad para hacer volatines. En aquel tiempo yo tenía un par de pelotas. Luego se me ocurrió que no es bueno que el hombre esté solo y me pregunté si convenía quedarse al margen de lo que hacía todo el mundo, o todos los que podían. Yo podía tanto como cualquiera. Me autoricé a saltar por el arito flamígero sólo por no acabar en la cuneta y sin provecho. Lo acepté como una solución transitoria, hasta que el panorama se aclarase y yo pudiera organizarme a mi manera. Han pasado pongamos que diez años. Ahora soy un soplapollas y estoy más solo que antes.
Cuando pienso en estas cosas me acuerdo siempre de Friedrich Nietzsche. Tuve un profesor de religión que se regodeaba siempre que le venía a mano en el hecho de que aquel ateo hubiera muerto loco. Nunca me apasionó el viejo Friedrich, salvo cuando sacaba el martillo, pero no me parece justo que el premio por predicar el orgullo de ser hombre consista en que se te ablanden los sesos y un antropoide con alzacuellos se descojone a tu costa cien años después, delante de un puñado de mocosos condenados.
Posiblemente no haya apuntado todavía que era verano. El hecho tiene su relevancia por algunas otras razones que se irán viendo, pero también porque cuando es verano en el Banco la jornada oficial es más corta y se sale a mediodía. Aunque los soplapollas casi nunca usamos ese beneficio, está más o menos admitido que tres o cuatro días cada verano a uno le puede dar una ventolera y quitarse de la circulación a la misma hora que los demás, para salir a descubrir que ahí afuera hay todo un mundo alrededor. Un mundo lleno de parques, pajaritos, niños con sus mamas y un montón de tías con el ombligo al aire o camisetas apretadas.
Precisamente eso, tomarme la tarde libre, fue lo que hice el jueves siguiente, pero no para irme a mirar ombligos, sino para tratar de adelantar en mi estrategia de acecho y aniquilación moral de Sonsoles. En concreto, me interesaba practicar un seguimiento personal que me ilustrara acerca de sus costumbres. Eso debía llevar a una serie de acciones perturbadoras que fueran provocando el descrédito de mi elegida. Combinaría la difamación con unas cuantas encerronas hasta que aquella imbécil lamentara del todo haberme conocido. Ahora que lo escribo descubro que casi no puedo recordar qué putadas tenía planeadas exactamente.
El caso es que tampoco importa un comino. Porque aquella tarde, jorobándome todos los cálculos, sucedió algo que lo torció todo. Hasta aquella tarde yo andaba enredando con Sonsoles lo mismo que podía haber cogido un puñado de gusanos de seda para echar el rato torrefactándolos en una cucharilla sobre un mechero Bunsen. No sé si me explico. Nada de lo que hacía era imprescindible ni me apetecía especialmente. Y si hubiera seguido siendo un cabrón abúlico, es probable que no hubiera pasado nada irremediable. Pero aquella tarde, traicionando mis principios y la aplastante enseñanza de una vida de decepciones y escarmientos, cometí la locura de dejarme apasionar por otro ser humano.
Cuando yo tenía dieciocho años compuse un lúcido ensayo titulado Elogio de la impotencia, la cobardía y otros modos de inhabilitación para transformar la realidad, que me valió la expulsión de una tertulia maoísta en la que me había metido sin enterarme. Ahora tengo mucho tiempo y he podido releer aquellas páginas. En una de ellas se afirma con contundencia:
En un universo de despiadada simetría, la especie procura la desgracia del individuo para lograr su bien y el individuo sólo puede evitar su propio mal despreocupándose de la suerte que pueda correr la especie. Quien consiente en dedicar alguna atención a sus semejantes, más allá de la estrictamente precisa para no chocarse con ellos, está en la senda segura de la autodestrucción. Y no existe para este peligro mejor conjuro que la falta de coraje, a veces suplible con la simple incapacidad. Para bendecir la conducta de los mártires y censurar la de los traidores o los débiles, el espíritu gregario ha creado algo tan delirante como el honor. Pero la razón establece un juicio muy diferente, el que prefiere absolver a quien obra por astucia o necesidad antes que celebrar el alarde de un majadero.
Decía Tales de Mileto (¿o era Immanuel de Konigsberg-Kaliningrado?) que no hay peor sabiduría que la aprendida prematuramente, ya que ésa conduce a la más terrible ignorancia posterior. Para mi mal, he tenido que probar con mi experiencia ese ingenioso aforismo, a cuyo autor tenga a bien Zeus Olímpico estar dándole (la razón) hasta que el culo se le caiga.
El hecho, o los hechos, podría relatarlos ahora como me salieran, pero para ser un poco más variado y a la vez trabajar menos, copiaré un documento que tiene dos ventajas: la inmediatez, ya que fue redactado durante la noche siguiente a los sucesos que refiere; y la intensidad, ya que cuando lo escribí seguía conmovido como un gilipollas.
El documento es como sigue:
Y ahora, la pregunta: ¿Qué he hecho para desperdiciar así mi vida? ¿Cómo, de todas las vidas posibles, he acabado ganándome ésta en la que no hay más que mierda y túneles que no salen a ninguna parte? Hace unas horas estaba en un banco en el Retiro redescubriendo estas dos interrogaciones (o una, qué más da). Si durante años he estado llevándolas conmigo sin inmutarme, sólo puede ser porque he tenido buen cuidado de repetirlas como una beata soba el Rosario, sin entender. Hoy me he sentado a mirarlas de frente. Y me ha dado tanto asco y tanta tristeza que no sé cómo me he disuadido de estampar los sesos contra el patio interior, para edificación de todos los retrasados que habitan mi bloque de apartamentos.
Bueno, sí lo sé. Aunque me pese, es para confesarlo que he encendido el ordenador y he empezado a escribir. El arrebato que me ha llevado a las dos malditas preguntas es también lo que me mantiene entero el cráneo.
Al principio, nadie hubiera dicho que fuera a suceder nada. Llevaba un par de horas frente a la casa de esa pelleja repelente y ya se me estaban cociendo las ideas. A las seis en punto, se abre la puerta automática del garaje y emerge el descapotable de Sonsoles con ella al volante. Igual que hace un par de días, mirando desde arriba a todo y a todos, parapetada tras las enormes gafas oscuras que le hacen parecer un cruce de comadreja y astronauta. Arranco con cierta resignación y me coloco a su estela. El coche de mi prima, que he tomado prestado mientras le hacen la cirugía plástica al mío, es algo corto de caballos y tengo que apurar las marchas. Sonsoles conduce como un taxista, o sea, viviendo a medias de la suerte y de la prudencia de otros conductores y exhibiendo a ráfagas una destreza que ya podría metérsela bien doblada donde más guardada se le quedase. Para no perderla me veo obligado a hacerle algunas canalladas a gente inocente, y eso me cabrea y me excita las ganas de tumbarla bajo una lámpara de rayos UVA y dejarla allí asándose a fuego lento durante diez o doce días.
Afortunadamente, el trayecto es corto. Justo a la vuelta de una curva, obturando hábilmente el tráfico de cuatro calles, Sonsoles abandona su coche en doble fila y se acerca a pie a la salida de un colegio para señoritas. ¿Madre soltera? Inconcebible, disponiendo a un tiempo del aborto y del sacramento de la penitencia. Me sitúo donde pueda ver la puerta del colegio y estorbar lo menos posible y espero. Diez minutos. Empiezan a salir niñas vestiditas de azul y blanco, decenas de Sonsoles en potencia arrastrando la ese debajo de los incisivos. Es un espectáculo que a ratos me revuelve las tripas y a ratos me despierta morbosos apetitos. Finalmente sale Sonsoles y junto a ella una niña o muchacha de unos quince años. El pulso se me interrumpe como si me desenchufaran. Entonces sucede.