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Mi patio rebosa, en cambio, de plantas que nunca creí que existieran, porque llegaban a mi cuarto condensadas en aceites; nardo, jazmín, azahar. Para mí eran perfumes. ¿Era posible que floreciera algo tan delicado como el jazmín? Embalsamados en grasa como en la paja las naranjas, los cadáveres de pétalos de las flores llegaban en redomas diminutas, y las dueñas de confianza de mi madre las olfateaban y palpaban con una atención tan avariciosa, tan llena de envidia, que casi eliminaban mi placer por obtenerlos.

Mi madre, la reina Margrat, no se cuidaba de esas cosas. Despreciaba la vanidad. Mi madre, sobrina y nieta de reyes, casada con un rey, madre de rey (si san Hallvard y Nuestra Señora interceden por mi hermano Magnus), no pensó nunca que su única hija viva no seguiría sus pasos, que no aplicaría su sabiduría a su existencia; nunca pudo imaginar que su habilidad para elegir aliados se desperdiciaría, que de nada valdrían sus consejos para confeccionar de la manera adecuada la confitura de arándanos y los bordados de araña. Pero ése es, en fin, el destino de las princesas: criar hijas para otros y verlas marchar sin una lágrima, porque fueron criadas como enlace con costumbres y mundos ajenos.

Mi madre me destinaba, como a mis primas, como a mi hermana, a un reino vecino. Sus enseñanzas fueron, por lo tanto, las propias de su familia: ¿cómo aceptar con gracia el cortejo de un rey nórdico? ¿Qué hacer con las pieles después de una cacería, oso, alce, zorros que el marido hubiera cazado? ¿Cómo seducir al esposo en los meses propicios, de manera que los niños nazcan en primavera y sobrevengan en sus momentos más tiernos bajo el tibio sol del verano?

Mando pocas cartas a mi madre, y sospecho que cree que miento de continuo. Albergo la creencia de que le será imposible creer que vivo entre flores y fuentes eternas, que el sol brilla por igual en noviembre que en junio, que los reyes moros esconden entre nosotros su oro y sus rubíes, y que vivo bajo el gobierno del señor más sabio de la cristiandad. Que aquí, en la ribera del Guadalquivir, no hay nieve.

En ocasiones le hablo de los ritos en la catedral de Santa María, de la manera en la que se invoca aquí a Dios y los nombres de los santos que veneran. Hablo de los atardeceres de colores tan intensos que obligan a cerrar los ojos cuando el sol, rojo como un tizón, se sumerge en la nada.

Le escribo en latín, porque no hay nadie en mi casa de Sevilla que hable noruego, y supongo que eso la mortificará, porque precisará de un traductor que le transmita de nuevo mis noticias, y eso nos priva de cercanía, o de enviarle las noticias que realmente desearía que ella supiera. Imagino que me cree llena de orgullo y de ínfulas, revestida de nuevas manías. ¿Quién me considero, para escribirle en latín? ¿Es que no me basta ya el noruego para comunicarme con ella? En mi familia se detestaba la ostentación de cualquier tipo.

Y si cree eso, para qué contarle el resto, para qué hablarle de mis dolencias, del encanto natural de mi esposo, de la falta de herederos, de mi silla de manos, de mi ajuar innecesario en una corte que presume de austeridad, de las moscas insistentes, de mi casa junto a un río que parece fluir contracorriente y que desaparece agua arriba, del ruido constante de la corte cuando se instala en Sevilla.

Mi madre no entendería la obsesiva manera en la que los castellanos y los moros se lavan, temerosos de que el sudor del calor se confunda con el del miedo. Es una anciana y ha sufrido ya bastante. Le aguarda un último dolor, pero llevo tanto tiempo alejada de ella que incluso la noticia de mi muerte será rápidamente enterrada bajo la distancia y la fe. Ya soy una pariente lejana a la que se recuerda de tarde en tarde, qué fue de Cristina, a quién se parecía, qué tierna de niña, recordáis sus ocurrencias, a Cristina le gustaban las manzanas verdes, este vestido perteneció a Cristina, hoy hace dos, cinco, veinte años de su entierro.

– Si nuestro primer hijo es hembra, sería mi gusto que se llamara María Fernanda -le susurré a mi marido la segunda noche de esponsales-. Si Dios lo quiere varón, que se llame Felipe Magno.

El infante don Felipe sonrió, remota su hermosa mirada.

– Se hará como deseéis -dijo.

No era una cuestión casual. Desde que, unos días antes, lo había elegido entre sus hermanos, me había aplicado, como mi madre me enseñó, en complacer a mi marido de todas las maneras posibles.

Había indagado con toda la discreción a mi alcance acerca de sus aficiones y sus gustos: ¿de qué color prefería vestidas a las damas? ¿A qué otras había distinguido con su afecto? ¿Qué platos le hacían perder la cabeza?

Por desgracia, mi marido había pertenecido a la Iglesia hasta el mismo momento de nuestro compromiso. Con mucha picardía, las dueñas a las que preguntaba ladeaban la cabeza y me observaban, como gallinas ya viejas.

– No os apuréis. A los hombres que han sido educados para Dios cualquier cosa les basta. A don Felipe todo le parecerá bien.

En lo referente a las comidas podían orientarme mejor: le gustaba la caza menor, pero únicamente en la mesa, porque despreciaba el desafío que suponía para un buen tirador; el carnero muy especiado; una salsa a la manera mora para mojar el pan; los almendrados, y un refresco hecho con rosas y nieve que se había puesto de moda en la corte.

Para todo lo demás hube de moverme a tientas. Adapté entonces mi carácter a su pasado, agudicé mi piedad, mi humildad, y me dispuse a parir un hijo lo antes posible, para que sirviera como frontera entre su anterior vida y la nueva, y como manera de complacer al rey y asegurarnos su favor.

Se llamaría Fernanda, como el nombre de su padre, muerto en olor de santidad, adorado por todos sus hijos, y también odiado por aquellos de sus vástagos que no habían recibido por igual su amor. María, bajo la invocación de la Santa Madre, como al rey Alfonso le placería, por más que él había mostrado devoción por el nombre de Beatriz. Felipe, para que mi esposo iniciara una saga de hijos fuerte y valerosa. Magno, como mi hermano, y como tantos afamados reyes noruegos de ambas ramas, los birkebeiner y los bagler.

Yo sonreí en la oscuridad, me despojé de la camisa y aguardé, con el cuerpo tenso y las trenzas en la almohada, expuesta desnuda como lo había estado todo el día vestida. Mi marido se inclinó sobre mí, me besó en la frente y luego me dio la espalda.

– Que paséis una buena noche, doña Cristina -me dijo.

Eso fue todo entonces.

Ahora carece de importancia.

Poseen todos los hermanos los mismos ojos azules, heredados de su madre alemana. El rey y los infantes Fadrique, Manuel, Sancho, mi esposo don Felipe, las mujeres, el ausente infante don Enrique… Todos ojigarzos y de espesas pestañas. Dicen que el difunto infante don

Fernando miraba de la misma manera. Algunos de ellos son altos, otros de constitución oscura, una familia dispareja, entretejida con narices llamativas, y a los que la sangre de otros lugares ha hecho bien.

En un principio me resultaba difícil distinguirlos, en especial a los infantes y a los nobles de segunda sangre, y eso me granjeó antipatías que aún perduran. ¡Por Dios que pueden ser orgullosos los castellanos!

– Esta mañana -les decía yo a las dueñas- me crucé con don Manuel, el obispo…

– Señora -me cortaban-, os referís a don Sancho. A don Manuel le mandó el destino a la buena de doña Constanza.

Como si yo no lo supiera. Podía recitar de corrido las relaciones de primeros y segundos matrimonios, los nombres de los hijos muertos al nacer y de los acallados por haberse logrado en amantes, pero ni todo el esfuerzo del estudio hubiera podido mejorar mi memoria. Todos los rostros me parecían similares. Las mujeres, con sus tocas idénticas, salvo la de la reina Violante, aparecían y desaparecían para mi desconcierto, sin un cabello suelto que me permitiera distinguirlas.

– Serás mi hermana -dijo la reina al recibirme, y yo la creí, ingenua.