Ah, el Fecho del Imperio… ¿No les bastará a los hombres con ser reyes, que anhelan también ser emperadores? Desde hace años emisarios vienen y emisarios van por los países, cargados de mensajes y de dineros para ganarse las voluntades. Diera la impresión de que el rey Alfonso sólo sabe vivir si lo hace contra algún enemigo: ahora, contra el Papa y Ricardo de Cornualles. Antes, contra su hermano don Enrique.
En eso el rey se comporta como mi padre. Si tuviera a bien escucharme le hablaría de lo que vi de niña en Noruega, y de la muestra de cordura que supone retirarse de una competición a tiempo, antes de que las fuerzas abandonen y la cabeza se obstine. Alfonso, que siempre me ha tratado con corrección, no siente respeto ni cariño hacia mí. Quizás por mi timidez o mi mal latín no supe ganármelo, y ahora es tarde, porque me ve por los ojos de Violante, filtrada por los comentarios misericordiosos de los cortesanos. Tampoco yo aprecio en demasía al rey, pero como detesto en él los mismos defectos que veo en mí, puedo aconsejarle bien, porque lucho contra errores similares.
Mantengo con él, como con otros fantasmas, conversaciones en mi mente. Al menos, espero que en mi mente se queden, porque hablar con el aire define al loco, y no albergo la menor intención de volverme loca.
– Señor -le digo-, apartad la mirada de los astros y fijadla en vuestra corte, donde hierven calderos de intrigas.
Él entonces me miraría con fingida sorpresa, porque no le puede ser ajeno, tras tantas traiciones, que se gesten otras nuevas.
– Olvidad el Sacro Imperio Romano -prosigo- y ceñid con mano firme la corona de Castilla. Dejad, por un tiempo los versos y los plañideros cantos galaicos, y disciplinad todo vuestro talento a la causa de vuestro reino, porque hay otros que mientras vos habláis con traductores, ellos pactan a vuestras espaldas, que mientras vos confiáis, ellos traman, mientras vos escogéis aliados, ellos se adelantan.
– Pero mi padre, en su lecho de muerte -me responde el rey, admirado ante mi buen juicio-, me ordenó que mantuviera las tierras ganadas por él y que, si me fuera posible, ganara aún más.
– Ya habéis ganado bastantes -digo yo, y noto cómo el buen rey se alivia de su carga, y cierra los ojos, aliviado-. Se acabó la búsqueda. Se acabó el Fecho.
No es propio de los grandes hombres el buen dominio de las pequeñas cosas; pero si continúa así, el rey Alfonso no conseguirá reputación como sabio cuando el tiempo pase y mueran las adulaciones y los cortesanos. Comienza la casa por el tejado, en lugar de asentar bien los cimientos, y antes de haber ceñido la corona ya embarcó a toda la cancillería real en el proyecto de redactar las leyes y las normas que regirían en un futuro en su imperio. No le bastó con el Fuero Real y con El espéculo de las leyes, que ya quedó incompleto, y ha iniciado la redacción de siete partidas.
Cada cierto tiempo, el rey despacha con los mejores, entre ellos con el maestro Jacobo y el jurista Fernando Martínez de Zamora, para ver la marcha de estas partidas. Más oro. Más tiempo perdido. El pueblo se queja de tantas leyes, que poda antes de que hayan florecido, para plantar otras en su lugar. Tantos cambios consumen gran parte de su inteligencia, y si nadie le aconseja bien, don Alfonso no habrá logrado lo que, como rey, hubiera podido asegurar a sus hijos y a su pueblo.
– No hay nada más triste que morirse solo -desearía decirle a ese fantasma del rey que viene a verme en mi mente-. Pero yo me preparé para ello cuando dejé mi país y no encontré mi sitio aquí, y vos, señor, aquí nacisteis, aquí habéis engendrado una docena de hijos, aquí habréis perdido todo lo que se os dio.
No recuerdo cuándo apareció en mis fantasías la evidencia del matrimonio: debió de ser, por fuerza, a una edad muy temprana, porque cuando Cecilia se casó con Gregorius, yo entendía perfectamente a qué se comprometía mi hermana. Acababan de destetarme, y andaba yo como suelen hacerlo los niños cuando los privan de cariño y alimento, como un animalillo en busca de calor. Lloraba por cualquier cosa y me entraban accesos de timidez, me escondía detrás de las faldas, pero también era capaz, de pronto, de una osadía que divertía a mi padre, de ofrecer respuestas ocurrentes y de un razonamiento muy alabado en una criatura.
– Puedo llevarla conmigo a todas partes -presumía mi madre-, y no me avergonzará.
Estrenaba un vestido nuevo de mangas largas y una coronita de plata, regalo de mi madrina, y aguardaba junto a mi madre a que la comitiva de la novia entrara en la capilla. De vez en cuando, un manotazo de mi madre me advertía de que era tiempo de que dejara de chuparme el pulgar. Cuando la ceremonia terminó, me acercaron para que le diera un beso a Cecilia. Entonces (y lo han contado mis hermanos, lo narraban mis hermanos fallecidos, mis primos, mis padres, he sido causa de risas y se ha mezclado ese recuerdo feliz con las lágrimas), me aferré al cuello de mi madre y me eché a llorar.
– No, no -gimoteaba, mientras rechazaba a mi hermana, a quien quería por encima de todas las cosas.
Cecilia, también con los ojos rebosantes, intentaba abrazarme.
– Kristina, soy yo, no llores. Ven, ven.
Yo la miré, aún asustada.
– ¿Quién eres?
Porque yo encontraba que aquella muchacha con los mismos ojos y la misma voz que Cecilia no podía continuar siendo la misma después de que la entregáramos a otra familia, su cabello cubierto porque ya no era una doncella. No comprendía tampoco los celos que me enfadaban al ver que un desconocido la tomaba de la mano y cómo unos extraños la besaban. Tampoco yo era del todo yo con mi vestido verde nuevo; nada transcurría como de costumbre, y nadie era quien parecía ser.
Qué felices éramos entonces, y qué bondadoso fue Dios al ocultarnos que lo éramos. Recuerdo (o, más bien, recuerdo que recuerdo, los rostros borrosos, las frases claras) que esa tarde todos comimos hasta reventar, incluso Olaf, siempre melindroso y vigilado por mi madre, debido a su estómago delicado. Los niños jugamos y bailamos hasta caer rendidos: Sigurd vivía, y Olaf vivía, y Haakon vivía, y Magnus era un bebé que me llenaba de orgullo, porque por fin, gracias a él, yo había dejado de ser la menor.
Fue la boda más hermosa que recuerdo, la última del verano, la de la novia más delicada y la alegría más genuina, porque los esposos se amaban y, además, esa unión sellaba la última herida que podría quedar entre nuestro linaje y los enemigos, ya que Gregorius Andresson era un bagler.
Mi madre sonreía entre dientes al hablar de mi boda.
– Yo hubiera deseado contar con un tercio de tu suerte -explicaba, si yo le preguntaba algo, o si alguien insinuaba una palabra al respecto.
Me miraba a veces con sorpresa, como si no recordara que había dado a luz a una hija y se la encontrara de pronto, ya crecida, ante sus ojos. Quizás fuera así y, con la atención dedicada a asuntos más urgentes, olvidara que yo existía.
– Tendremos que sortearte -decía- o iniciar una guerra nueva para escogerte marido entre los pretendientes que sobrevivan. Cuando yo era niña podía caminar durante tres días sin ver un hombre en las aldeas vacías, atestadas de viejos y mujeres.
Ella, que sabía de las debilidades de la vanidad masculina, se esmeraba mucho en hablar así cuando mi padre se encontraba cerca, con la voz apenas más alta que de costumbre, pero clara. Cantaba como un pájaro, y su voz era uno de sus encantos más celebrados.
Era cierto que mi padre había rematado las guerras civiles, que habían cesado las matanzas entre hermanos y que, como suele ocurrir en tiempos de paz tras el horror de la muerte, en el año de su boda habían nacido más niños que durante el siglo anterior.