Noruega criaba niños, los veía gatear, brotaban de las esquinas, pedían pan y calentaban las rodillas de sus abuelos, que habían creído que el mundo se acababa con ellos. Para cuando cumplí los quince años, eran tantas las posibilidades de entroncar con familias notables que mis padres perdieron cuidado. Yo era la única princesa real (mi padre, por mucho que amara a Cecilia y a su madre, no le había otorgado ese privilegio) y no tenía prisa por abandonar mi hogar.
– Sólo te casaré -había prometido mi padre- cuando encuentre algo más valioso que el oro por lo que cambiarte.
– No te creas todo lo que te dice -advertía mi madre-. Te ve con los ojos de padre. Cuando se vea obligado a mirarte con atención de rey, no te duelas si no puede cumplir esa promesa absurda. Te casarás con quien sea menester, como todas hemos hecho.
Quizás eso me haya hecho distinta a las mujeres de aquí, a las castellanas, el vivir rodeada de varones, el no considerarlos más importantes que a mis dueñas, o a los cocineros que preparan las gachas del almuerzo. Aquí, en los reinos del sur, los hombres caminan con mucho estruendo y, en ocasiones, ni siquiera se quitan las espuelas, para que sus piernas, muy separadas, marquen al andar el bulto bajo sus calzas. Esta es una corte abarrotada de jóvenes solteros, de obispos que no deseaban serlo, de viudos y de impedidos, una corte que respira deseo y violencia. Quizás también lo era la de mi padre, y yo miraba hacia otro lado. No lo aseguraría. Nunca me han interesado los hombres lo suficiente como para dedicarles demasiado tiempo.
Mis cuñadas los adoran; viven para ellos, se pintan para ellos, respiran por ellos. Tratan por igual a sus hijos y a sus maridos, con una mano de hierro barnizada de lisonjas. Si tienen amantes, me los ocultan, con una extraña hermandad de raza que hace que le escondan sus debilidades a la extranjera. Violante, que lamenta amargamente no haber nacido con vello y verga, halaga a los guerreros y desprecia de manera sutil a los sabios que su marido atrae a Sevilla. Sabe bien que unos son inseguros y los otros arrogantes, y que la mejor medicina para el interés es negarles a unos lo que tienen y ofrecerles a otros aquello de lo que carecen. En consecuencia todos, militares y escolares, la persiguen y mueren por ella, unos para obtener más miel de sus labios, otros por conseguirla al menos una vez.
Ella, con ojo experto, admira a mis esclavos moros y me recomienda que los castre.
– Son muy hermosos, y os darán disgustos.
Sé que me envidia a mi negro, y sus insinuaciones para que se lo regale, o para que le regale un vástago de él me han abrumado; pero ya hace tiempo que finjo no comprender los requerimientos de Violante, a menos que sean claros y evidentes.
Le gusta también el más joven de ellos, un muchachito de Berbería, con los ojos verdes de un gatito y al que la Muda protege con la obstinación de un animal recién parido. No son parientes ni, por lo que me han contado, tienen trato carnal, aunque el chico abandona a veces su cama para deslizarse en la de la Muda, y lo encuentran allí, ovillado, cuando llega la mañana. Me daría pena castrar a esa criatura, y Felipe opina de la misma manera. Todos ellos han sido tan bien elegidos, poseen tan rara perfección física, que sería una lástima no sacarles cría.
En una ocasión, cuando yo era niña, uno de nuestros esclavos encontró un santo. Aquello era impropio de esas zonas, húmedas y marítimas, pero lo sabíamos posible porque en otros lugares pantanosos no resultaba infrecuente encontrar un cuerpo incorrupto, conservado por la mano de Dios entre la turba y las inmundicias de los páramos. El santo mostraba la piel pegada a la calavera, los dientes intactos, una sobria vestidura de cáñamo y lana y un pedazo de soga aún prendida al cuello.
Los sacerdotes nos dijeron que habría sido martirizado durante los años de san Olav; era un cristiano obligado a renunciar a la verdadera fe y por ello asesinado de la manera en la que lo hacían los antiguos noruegos, entregados al culto de Odín: ahorcado.
Cortaron pequeños pedacitos de la vestidura del santo, en buena hora, porque pocos días después de llegar a la corte el cuerpo comenzó a desmenuzarse y se convirtió en polvo. Mi madre mandó hacer un relicario para que cada uno de nosotros lleváramos cerca del corazón los trocitos de tela y las briznas de uña y cabello que lograron arrancarle.
– Hemos sido testigos de un milagro -me dijo-, no lo olvidéis nunca, y dad fe de ello, como ordena nuestro señor.
A veces, en la enfática manera de expresarse de mi madre, las palabras se confundían. ¿Hablaba de Nuestro Señor Jesucristo o de mi padre, Haakon Haakonarson? Durante años no fui capaz de distinguir si era mi padre, el rey, el que multiplicó los panes y los peces cuando fue necesario, o si el lugar preferido de mi Salvador era nuestro diminuto palacio de las islas Oreadas.
Ahora pienso que, posiblemente, no hay diferencia.
Los dos lograron acabar con el hambre, los dos aman esa tierra hermosa y maldita diseminada por el mar del Norte.
De las Oreadas procedía la primera mujer de mi padre, con la que nunca llegó a casarse, la madre de Sigurd y Cecilia. De ella lucían el pelo rojizo y el cuello largo. Se llamaba Kanja. Kanja la Joven.
Mi padre recordaba, en las noches de nostalgia, en las que la bebida le soltaba la lengua aún más que de costumbre, cómo se había encontrado con ella en mitad de aquellos islotes áridos, en los veranos sin oscuridad de las Oreadas. Era una muchachita que había entrevisto entre las cortinas de las puertas, siempre abiertas. Contaban que nunca dominó el noruego por completo, que insertaba palabras desconocidas y modales inusuales, y que era eso lo que dominaba a mi padre, como si le invitara a la conquista de otras tierras áridas y salvajes. Allí acababa el arco iris. Allí comenzaba el otro mundo conocido.
– No era tan joven -replicaba mi madre, a la que si le impiden la entrada en el cielo será por otras razones, pero no por la murmuración cuando se mencionaba a Kanja-. Cuando yació con tu padre había cumplido al menos los diecisiete; pero como ocurre con las mujeres vulgares, su cuerpo era tan sutil y su piel tan gruesa que soportaba los rigores del tiempo con más fortuna que otras.
Sus comentarios sobre Kanja menudearon cuando Cecilia se casó y, por lo tanto, mi hermana no podía escucharla, y se hicieron constantes a medida que la edad le arrojaba sobre las espaldas pliegues en el rostro.
– Además, ¿quién dice que aquel encuentro fuera casual? Entonces a los hombres les preparaban trampas, y alguien debía conocer bien los gustos de tu padre. Convenía que encontrara un vínculo en las Oreadas, porque desde que aquella mujer compartió el lecho real las islas, que se pudrían de miseria, habían florecido, y el bolsillo de tu padre parecía tener siempre una raja por la que manaba dinero.
Kanja murió con un hijo atravesado en el vientre, y unos meses más tarde, mi padre desposó a mi madre. Se llevó consigo a Sigurd y a Cecilia, y mi madre se mostró con ellos constante y generosa. Pero era humana. De vez en cuando aleteaban los celos en su frente, cuando mi padre se emborrachaba y añoraba a su Kanja de modales bruscos. Ella observaba con ansia si yo era de mayor estatura, de rasgos más claros que Cecilia, si Olaf o Haakon aventajaban en cualquier disciplina a Sigurd.
– Nosotros no venimos de una isla -decía de vez en cuando, como si fuera para sí.
Tenía razón. A diferencia de las otras mujeres que habían conquistado a nuestros reyes, nacimos en firme. Una lengua de tierra nos une a un continente, poseemos lo más provechoso del mar y lo más granado de las montañas, y tampoco he acabado yo, como otras princesas de mérito, en una isla. Castilla apenas huele el mar, lo anhela en las irregulares mareas del Guadalquivir. Ya me he acostumbrado. Bastante he llorado por la sal, por las piedras golpeadas y la libertad de marcharse con el agua.