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Apreté las manos, una contra la otra, dentro del manguito de piel. Le habían torturado, y el miedo le deformaba la boca. Sentí cierta compasión, mezclada con la repugnancia y el desprecio, y entonces, en mi nuca, percibí la mirada fija y ardiente de mi madre.

Le escupí y me aparté de él, para ocupar mi lugar en mi tribuna. Por primera vez, vi que los labios de la reina se relajaban en una sonrisa diminuta, apenas perceptible. Por fin, después de tantos esfuerzos, de los gritos y las privaciones, me asemejaba a ella. El hombre, que era noble y acaudalado, fue decapitado de un solo golpe bien asestado. Sobre sus padres se levantaron las sospechas y el arresto, y mi padre consiguió una salina y nuevas tierras.

Sí, todos salimos ganando.

¿Quién le dirá a mi madre que he muerto? ¿Quién le contará la verdad y le hablará del fracaso de su hija, a la que intentó educar para que fuera una esposa como ella, siempre dispuesta y seductora, la que se dejaba olvidadas las joyas que mi padre le regalaba sólo por enfurecerlo y demostrarle que no se compraba con oro? ¿Quién podrá contarle que las únicas joyas que el infante de Castilla me legó son el instrumento de mi muerte?

¿Cómo se lo hará saber a mi padre, y a mi abuela, si es que aún vive? Quizás Magnus reciba una carta del rey Alfonso y tengan que pactar entre ambos la devolución de mi dote, y así sepan que la hija más querida que el oro ya no existe, y con ello, que se cierren los pactos con los puertos del este.

Yo era más preciada que el oro.

Pero no que el trigo.

Llevaba razón don Fadrique, pero nunca lo hubiera reconocido de no escucharlo con otra mente y en otras bocas: Noruega necesitaba pan, y en nuestras tierras de luz y sombra no crecía suficiente trigo. Ni siquiera las variedades más duras granaban. Desde que había memoria, entre las guerras y los pactos, era Inglaterra quien nos surtía de trigo, de centeno y de la cebada que nos faltaba, a cambio de bacalao y arenque, y de las rosadas tiras de salmón de mi país.

Pero cuando yo era niña el precio del trigo importado había subido,, primero una vez, luego dos, hasta costar el triple de lo establecido. Nuestros emisarios rugían, indignados, y los ingleses se encogían de hombros y culpaban al coste de los barcos, al largo camino hasta nuestros puertos y a lo endemoniado del clima en invierno.

– Deberíamos -insistía mi hermano Haakon-, deberíamos., deberíamos…

La atención de los reyes se volvió a las ciudades alemanas de la Liga Hanseática, y en especial al puerto de Lübeck, la ciudad de las siete torres. A través de Lübeck podía importarse el cereal del Báltico en menos tiempo y a menor precio, y, a su vez, nuestro pescado, más barato y en mejor estado que el danés que les llegaba, podría servir de moneda de cambio.

– Deberíamos casar a Kristina.

– Aún no. Es demasiado pronto. Reservémosla.

Pactó, guiada por la necesidad, mi familia con Federico II, al que debían obediencia los de Lübeck, una serie de contratos que nos garantizaban el grano. Pero murió Federico II, y murió su sucesor, y el rey de Castilla, que era hijo de alemana, reclamó entonces el condado de Suabia, la corona de emperador y con ello el control de Lübeck.

– Que Elías y Knut partan hacia Castilla y que hablen con el rey Alfonso de la ayuda y el apoyo que podemos prestarle, siempre que nos garantice, cuando sea coronado, el control del puerto alemán.

Y así fue como Knut Haakoson partió hacia Castilla con un barco lleno de pájaros, el apoyo incondicional al Fecho del Imperio y la oferta de sellarlo con mi mano. Noruega recibiría el trigo, y don Alfonso, ayuda. Nada de ello quedaba cerrado. Muchas cosas debían transcurrir para que ese hecho se diera, para que los barcos del Báltico inundaran de grano dorado las ciudades noruegas y para que el rey, frente a la oposición de Inglaterra y la opinión variable del papado, fuera ungido. Por lo tanto, no merecía la pena sellarlo con una prenda de excesivo valor.

Una princesa para un infante. Que fuera Haakon y no el rey padre el que me entregara, para que salvara las apariencias frente a los otros aspirantes al Imperio. Quizás fueron entonces los alemanes, o los ingleses, y no Magnus, quién sabe, los que asesinaron a mi hermano, al que sabían cercano a la causa castellana. Tal vez me he dejado llevar en exceso por la imaginación, atenazada por enemigos como me hallo, y culpe a mi hermanito de un pecado mortal del que ni siquiera tiene idea.

Fuera como fuera, resultó muerto días después mi hermano, mi amado, mi brillante estratega, demasiado confiado, como yo, para rodearse de catadores y escuderos.

Debió pactarse entonces, todo encaja, que este enlace y esta princesa pasaran desapercibidos, pero que sirviera como un peón que pudiera convertirse en reina, llegado el momento. Don Alfonso no será emperador, y yo muero sin haber serado de nada. Qué mala apuesta. Y yo que creía dominar el ajedrez. Qué mal jugado. Qué hiedra inútil se desarraiga de la pared.

Pide permiso mi marido para verme, y se lo concedo. Con el paso ligero al que me he acostumbrado, se inclina sobre mí y me besa en los ojos.

– ¿Cómo os sentís?

– Tan mal como aparento -digo, por costumbre.

– He hablado con doña Inés.

Pese a lo que sé, me resulta imposible odiarle. Las historias, como los árboles, cuentan con capas, y mi rencor no ha atravesado aún las que restan para llegar a mi marido. Es tan apuesto que el corazón se regocija al mirarlo. Cuentan que el demonio fue el más bello ángel. Así se vale Dios de nuestra vanidad, para enamorarnos de la hermosura y que nos engañemos y arrepintamos.

– La tenéis engañada -digo, con una débil sonrisa, y me doy cuenta de que mi voz es ronca y débil.

– Sí -reconoce él.

– ¿Qué haréis con ella, luego, una vez muerta yo?

– No lo sé. -Frunce el ceño, y ladea la cabeza-. A veces siento que no puedo vivir sin ella. Otras veces la estrangularía con mis propias manos. Desde que la conocí, creo en las brujas. Sé que la he amado porque no ha sido nunca del todo mía, pero cuando pueda tenerla, sospecho que mi capricho se desvanecerá pronto.

Suspiro. El suspira conmigo.

– Eso es lo que siempre os ocurre a los hombres.

– Al menos, es lo que me ocurre a mí.

– Os convendría una noble -digo.

– Sí. Lo sé. Una de las Castro. El tiempo dirá. Vos no os preocupéis ahora por esto.

Me coge en volandas y, como a una niña, me sienta en su regazo. Yo desaparezco entre sus brazos. ¿Fue siempre tan alto don Felipe?

– Lamento haberos hecho sufrir -confiesa-. Nunca sospeché que el tósigo causara tanto daño ni que opusierais tanta resistencia. Se os veía tan delgada y frágil…

– Soy de una raza fuerte.

– Ya lo sé. ¿Me perdonáis, doña Cristina?

Intento sonreír.

– No. El único gusto que os he pedido, mi capilla a san Olav, me lo habéis negado.

– No encontré tiempo para ello. Los días pasan volando y siempre he tenido algo más importante a lo que atender. Ya lo haré, descuidad. ¿No me guardáis más reproches, hermosa?

Mantenemos, por primera vez en cuatro años, una conversación de enamorados.

– Si me detengo a pensarlo, sin duda encontraré alguno.

– No afeéis vuestra frente pensando de esa manera.

– Mucho he de pensar para que mi frente se afee aún más.

El infante entierra la nariz en mi cuello.

– Nunca os he tocado. Por mi culpa, vais a morir sin la dicha de haber conocido varón.

– No creo que me pierda demasiado.

– Eso depende del varón.

Ah, la vanidad masculina.

– ¿Me estáis cortejando, don Felipe?

El infante se levanta de mi asiento, conmigo aún en brazos. Desde lo alto, antes de que me deposite en el lecho, acierto a ver dos tapices, mis pieles arrojadas a los pies de la cama, la pequeña arqueta en la que siempre he guardado mis joyas. Coloca mi cabeza sobre un almohadón y se coloca a horcajadas sobre mí. Sus ojos, con las vetas doradas que reptan en el fondo, me miran muy de cerca.