– Yo creía -se quejaba él con sus amigos- que de algo me serviría ser el sobrino del obispo. Y veo, en cambio, que cada día se me presenta una dificultad nueva, y que no importa lo que estudie ni lo que pene. Vosotros avanzáis, y yo me quedo atascado, sin reconocimientos ni méritos.
Con la espalda apoyada contra las rocas de uno de los claustros, escondidos en la oscuridad y muertos de sueño, los amigos lo consolaban; su situación despertaba simpatías en todos.
– Tu tío debe de albergar algún propósito secreto -comentaban-, porque resulta demasiado obvio que te humilla de manera deliberada, y es un hombre de buen juicio como para incurrir en una conducta tan deshonrosa. Ten paciencia.
– Paciencia… -rumiaba él-, junto con la prudencia, la virtud de los cobardes.
De cuando en cuando el obispo lo encontraba con expresión mustia y lo acusaba de ambicioso.
– ¿No te basta -le amonestaba- con leer y conocer a los grandes sabios que han vivido en Grecia, en Roma, en Mesopotamia, en las tierras soleadas, donde el pensamiento se revela más claro y sin circunvoluciones? ¿No te basta el estudio, el silencio, este aire claro, que además anhelas la tonsura antes de tiempo?
– Tío, yo sólo aspiro a ser útil.
– Un novicio no aspira a nada. Ve a las cocinas y cumple con las tareas que te corresponden.
El obispo le castigaba manteniéndolo alejado de los libros y le encomendaba recados en la aldea. Sverre, con el corazón en carne viva, obedecía y servía como mandadero del convento, e intentaba aprender la humildad y la calma, que sin duda era algo que su tío deseaba que dominara.
Pero, por el camino, conoció otros talentos que se encuentran ausentes de los manuscritos y de los tratados, y que les estaban vedados a sus compañeros. Descubrió en sí mismo una capacidad desconocida para regatear y discutir, y una voz dulce que facilitaba que se saliera con la suya. Aprendió que lo importante para cerrar un buen negocio no consistía en el dinero que se tuviera ni en el interés de la mercancía, sino en conocer, en apenas unos momentos, a quién se tenía como contrincante, si era suave o violento, propenso a la adulación o recto. Cuando regresaba al monasterio casi a tientas, envuelto en la oscuridad eterna del invierno, con lo que le habían encargado y alguna moneda sisada en la faltriquera, reflexionaba que quizás no fuera un buen monje, pero que se abriría camino como despensero.
Comprobó, por ejemplo, que las muchachas le mostraban apego, y que él perdía la cabeza en su compañía. El salitre y el frío curtían la piel en pocos años, y hombres y mujeres envejecían y se ajaban muy pronto. Sentían prisa por aprovechar los meses de frescor, las horas de luz, y Sverre, protegido en el monasterio, conservaba el rostro y el tacto aterciopelado de una chica.
Pronto comenzó a ofrecerse para los mismos trabajos que antes rechazaba, y el tío obispo se mordía los labios para no sonreír, porque conocía él más de la vida que su sobrino y que los indignados estudiantes que tan estricto lo creían.
– Estudias poco, hijo.
– Todo el tiempo que me permiten mis obligaciones, y todas las que me ordenéis.
– Espero, entonces, que te dediques con entusiasmo a esas obligaciones.
Y el pobre aprendiz se creía, como todos a su edad, más hábil y rápido que el maestro.
Sverre fue el primero de nuestro linaje en amar a las mujeres de las islas: en sus labios debió de haberse quedado atrapado un cristal de sal, la viscosa textura de las algas que, en tiempos de hambruna, los campesinos devoraban.
De día en día dedicó mayor interés a dos jovencitas de la aldea. Al cabo de pocos meses, la preferida había tomado poder sobre él, sobre sus pensamientos y su entrepierna. Sus padres, pescadores, la mantenían en tierra remendando redes y pregonando el pescado. La llamaban Astrid la Rubia y, como casi todas las mujeres de mi linaje, no destacaba por su delicadeza ni su ternura.
¿Por qué Astrid la Rubia? ¿Era, acaso, más rubia que las rubísimas criaturas de las Feroe? ¿No hubo, alguna vez, alguien más joven que Kanja la Joven? ¿No habitaban hembras fértiles más tiernas y apetecibles que esa Kanja?
Mis hombres, los de mi sangre, las deseaban algo hoscas, altivas, encendidas de súbito como fuegos fatuos.
Hubiera debido preocuparme más por lo que obsesiona a los de Castilla y Suabia. Por lo que en una mujer los vuelve locos. Lo hice, pero sin conclusiones claras. El rey Alfonso inclinó su noble testuz ante una mujer hermosa, falsa e inteligente. Don Manuel no parece demasiado feliz con una santa en vida. Don Fadrique y el etéreo don Enrique, solteros, poco amigos de las hembras, nada tenían que decir. Mi esposo, Dios lo bendiga, se alza como un misterio ante mí. Los otros se desposaron con la Iglesia. O con causas perdidas.
Pero, sea como sea, Astrid, la más rubia, en su lecho, en las playas con sol de mediodía, en los rincones del establo, atrajo la atención de mi bisabuelo. Levantó su saya, le bajó el calzón. Mucho más jóvenes que yo ahora, hojas al viento de su vida, gozaron de los momentos de rabia y calma que nos están vedados a los nobles, porque nuestra misión, más elevada, se desliga del corazón.
Entonces comenzaron las pesadillas. Sverre se despertaba con el último sonido de su grito, que alertaba a sus compañeros de celda. A menudo lo encontraban con los ojos en blanco, aún prendido entre los dientes del sueño.
– ¿Qué ves? ¿Qué ves?
– Cosas imposibles -contestaba, gimoteando, cuando reunía saliva y fuerzas.
Los sueños se soltaron de las auroras, se extendieron a las noches: el novicio, privado del descanso, recorría las salas y acudía a misa envuelto en una costra de lejanía. Esparcía esa infelicidad a su alrededor, como polvo de ceniza.
La visión, borrosa a veces, en otras muy clara, era la de un caballero en armadura completa, coronado, con la antigua enseña de la casa de Noruega. Su yelmo se alzaba muy lentamente. Un rostro cadavérico, casi un esqueleto, le miraba desde el hueco del acero. Ninguna señal o gesto demostraba que lo conociera. Entonces, aquella figura resplandeciente, aquellos huesos, le señalaba, con un índice acusador a la altura de su pecho, de su barbilla, y susurraba unas palabras con ecos terribles:
– Véngame, hijo mío. Venga a tu padre.
Otras veces el esqueleto armado se sentaba a su lado, le pasaba una mano helada sobre su hombro y le susurraba que debía dejar su carrera religiosa para convertirse en el rey de Noruega.
– ¿Qué haces tú aquí, en el fin del mundo? ¿En qué empleas el tiempo, en qué tus dones? Sal de aquí, como si abandonaras una vez más el claustro materno, y reclama tu apellido y tu herencia.
Sverre, que jamás había inquirido acerca de su origen ni su constitución, satisfecho como estaba con el presente, comenzó a indagar acerca de su padre, que había dejado una viuda muy joven. Le intrigó levantar el misterio sobre sus rasgos y su apellido, que se le antojaban, de pronto, extraños, y sobre las costumbres que le habían llevado a alejarse del corazón de un país en guerra.
Noruega se desangraba en guerras civiles, lejos de las islas peladas en las que él vivía. En las Feroe apenas algún lisiado en busca de pan recordaba que se abrían brechas cada día, que en los territorios en lucha morían hombres cada día, que se ajusticiaban mujeres. Los monasterios mantenían una lucha paralela. Las frases más útiles y sabias de todos los tiempos se preservaban en manuscritos, la fe divina prevalecía. Nunca se supo de peleas entre religiosos, salvo que Roma se viera favorecida por la pugna.
Al cabo, el obispo le mandó llamar. El mozo había languidecido. Marcas moradas le rodeaban los ojos, y unas líneas desconocidas, profundas, le hendían la boca. El obispo levantó la mirada del escritorio, siempre cubierto de papeles. Sverre había observado que durante meses las leves hojas pintarrajeadas parecían las mismas.