Entretanto, ya había llegado el sargento Fazio, con quien Montalbano se pasó un buen rato comentando algunas investigaciones pendientes. De Montelusa no se recibió ninguna llamada. Al mediodía, el comisario abrió una carpeta que contenía la declaración de los basureros acerca del descubrimiento del cadáver. Copió sus direcciones, saludó al sargento y a los agentes y dijo que se dejaría caer por allí por la tarde.
Si los hombres de Gegè habían hablado con las putas por la cuestión del collar, lo más seguro era que también hubieran intercambiado unas palabras con los basureros.
Bajada de Gravet, 28, una casa de tres pisos con portero automático. Contestó la voz de una mujer madura.
– Soy un amigo de Pino.
– Mi hijo no está.
– Pero ¿no ha terminado en la Splendor?
– Ha terminado, pero se ha ido a otro sitio.
– ¿Me puede abrir, señora? Sólo quiero dejarle un sobre. ¿Qué piso es?
– El último.
Una digna pobreza, dos habitaciones, una cocina en la que se podía estar y el retrete. Se podía calcular con precisión la superficie nada más entrar. La señora, una mujer de cincuenta años humildemente vestida, lo acompañó.
– La habitación de Pino está por aquí.
Una pequeña estancia llena de libros y revistas, y una mesita de jugar a las cartas bajo la ventana.
– ¿Adónde ha ido Pino?
– A Raccadali, está probando un papel de Martoglio, ése que habla de San Juan Decapitado. A mi hijo le gusta hacer teatro.
Montalbano se acercó a la mesita. Pino debía de estar escribiendo una pieza teatral, pues en una hoja de papel había anotado una serie de frases. Sin embargo, al ver un nombre, el comisario experimentó una sacudida.
– Señora, ¿sería tan amable de darme un vaso de agua?
En cuanto la mujer se retiró, Montalbano dobló la hoja de papel y se la guardó en el bolsillo.
– El sobre -le recordó la mujer, que acababa de regresar y le estaba ofreciendo el vaso de agua.
Montalbano realizó una interpretación que, de haber estado presente, Pino habría admirado sin la menor duda: rebuscó en los bolsillos de los pantalones y, después, con más prisa, en los de la chaqueta. Puso cara de asombro y, finalmente, se dio una fuerte palmada en la frente.
– ¡Seré imbécil! ¡Me he dejado el sobre en el despacho! Sólo cinco minutos, señora, voy por él y vuelvo enseguida.
Subió al coche, sacó la hoja de papel que acababa de robar y lo que leyó en ella lo enfureció. Puso el motor en marcha y se fue. Via Lincoln, 102. En su declaración, Saro había indicado incluso la puerta. El comisario calculó que el arquitecto técnico debía de vivir en el sexto piso. El portal estaba abierto, pero el ascensor no funcionaba. Subió a pie los seis pisos, pero tuvo la satisfacción de comprobar que había acertado en sus cálculos: una reluciente placa decía «BALDASSARE MONTAPERTO». Le abrió una joven menuda con un niño en brazos cuyos ojos miraban con expresión inquieta.
– ¿Está Saro?
– Ha ido a la farmacia a comprarle las medicinas a nuestro hijo, pero vuelve enseguida.
– ¿Por qué, está enfermo?
Sin contestar, la mujer extendió el brazo para enseñárselo. El chiquillo estaba enfermo, vaya si lo estaba: tez amarillenta, mejillas hundidas, grandes ojos de adulto que lo miraban con irritación. Montalbano se compadeció de él. No soportaba ver sufrir a los niños.
– ¿Qué le ocurre?
– Los médicos no lo saben explicar. ¿Pero quién es usted?
– Me llamo Virduzzo y trabajo como contable en la Splendor.
– Pase.
La mujer ya estaba más tranquila. El apartamento estaba muy desordenado, y era evidente que el hecho de tener que permanecer siempre al lado del pequeño le impedía dedicarse a las tareas domésticas.
– ¿Qué quiere de Saro?
– Me parece que me he equivocado en las cuentas de la última paga y le he dado de menos, y quisiera ver su sobre.
– Si es por eso no hace falta que espere a Saro. -Dijo la mujer-. Yo puedo enseñarle el sobre. Acompáñeme.
Montalbano la siguió. Ya se había inventado otro pretexto para aguardar la llegada del marido. El dormitorio olía mal, como a leche agria. La mujer trató de abrir el cajón superior de una cómoda, pero no podía, pues sujetaba al chiquillo con un brazo y sólo tenía una mano libre.
– Si me permite, yo la ayudo -dijo Montalbano.
La mujer se apartó, el comisario abrió el cajón y vio que estaba lleno de papeles, cuentas, recetas médicas y recibos.
– ¿Dónde están los sobres de la paga?
Justo en aquel momento, entró Saro en el dormitorio. No lo habían oído llegar, pues la puerta del apartamento estaba abierta. Al ver a Montalbano rebuscando en el cajón pensó por un instante que el comisario estaba registrando la casa en busca del collar. Palideció intensamente, se puso a temblar y se apoyó en la jamba de la puerta.
– ¿Qué desea? -preguntó con gran esfuerzo.
Aterrorizada por el visible pánico de su marido, la mujer habló antes de que Montalbano tuviera tiempo de contestar.
– ¡Es el contable Virduzzo! -dijo casi a gritos.
– ¿Virduzzo? ¡Éste es el comisario Montalbano!
La mujer se tambaleó. Montalbano se apresuró a sujetarla y, temiendo que el pequeño acabara con su madre en el suelo, la ayudó a sentarse en la cama. A continuación, el comisario habló, y las palabras le salieron de la boca sin intervención del cerebro, un fenómeno que le había ocurrido otras veces y que, en cierta ocasión, un ingenioso periodista había llamado «el rayo de intuición que de vez en cuando fulmina a nuestro policía».
– ¿Dónde tenéis guardado el collar?
Saro se movió con rigidez para contrarrestar el efecto de las piernas que se le habían quedado tan blandas como el requesón, y se acercó a su mesilla de noche; abrió el cajón, sacó un paquetito envuelto en papel de periódico y lo arrojó sobre la cama. Montalbano lo cogió, se fue a la cocina, se sentó y deshizo el paquete. Era una joya vulgar, pero al mismo tiempo muy fina: vulgar por el diseño y fina por la factura y la talla de los brillantes que llevaba engarzados. Entretanto, Saro lo había seguido hasta la cocina.
– ¿Cuándo lo encontraste?
– El lunes a primera hora, en el aprisco.
– ¿Se lo dijiste a alguien?
– No, sólo a mi mujer.
– ¿Vino alguien a preguntarte si lo habías encontrado?
– Sí. Filippo di Cosmo, un hombre de Gegè Gullotta.
– ¿Y tú qué le dijiste?
– Que no.
– ¿Te creyó?
– Sí, creo que sí. Y entonces él me dijo que, si por casualidad lo encontraba, que no se me ocurriera hacer el gilipollas y que se lo diera a él, porque el asunto era muy delicado.
– ¿Te prometió algo?
– Sí. Molerme a palos en caso de que lo encontrara y me lo quedara, y cincuenta mil liras en caso de que lo encontrara y se lo diera.
– ¿Qué pensabas hacer con el collar?
– Lo quería empeñar. Tana y yo lo habíamos decidido así.
– ¿No queríais venderlo?
– No, no era nuestro, lo considerábamos un préstamo y no queríamos aprovecharnos.
– Nosotros… somos gente honrada -terció la mujer, que acababa de entrar, enjugándose las lágrimas de los ojos.
– ¿Y qué queríais hacer con el dinero?
– Lo hubiéramos gastado en el tratamiento de nuestro hijo. Lo llevaríamos a Roma, a Milán o a cualquier sitio donde hubiera médicos que pudieran decirnos lo que tiene.