Vaya si funcionaba. Funcionaría de maravilla en caso de que, en la hipotética representación teatral -que, en realidad, de hipotética tenía muy poco-, Rizzo, antes de recibir la llamada, ya supiera dónde y cómo había muerto Luparello y le urgiera que el cadáver fuera descubierto cuanto antes.
Jacomuzzi miró atónito a Montalbano. Iba vestido de punta en blanco, con un traje azul oscuro, camisa blanca, corbata color burdeos y relucientes zapatos negros.
– ¡Jesús! ¿Es que te vas a casar?
– ¿Habéis terminado ya con el coche de Luparello? ¿Qué habéis encontrado?
– Dentro nada importante. Pero…
– … tenía la suspensión estropeada.
– ¿Cómo lo sabes?
– Bueno, me lo ha dicho un pajarito. Mira, Jacomuzzi.
Sacó el collar de su bolso de mano y lo arrojó sobre la mesa. Jacomuzzi lo cogió, lo examinó cuidadosamente e hizo un gesto de asombro.
– ¡Pero esto es auténtico! ¡Vale decenas y decenas de millones de liras! ¿Lo habían robado?
– No, alguien lo encontró en el suelo, en el aprisco, y me lo entregó.
– ¿En el aprisco? ¿Y quién es la puta que se puede permitir el lujo de tener una joya como ésta? ¿Bromeas acaso?
– Tendrías que examinarlo, fotografiarlo, hacerle, en suma, los trabajitos que sueles hacer. Entrégame los resultados cuanto antes.
Sonó el teléfono. Jacomuzzi contestó y le pasó el aparato a su colega.
– ¿Sí?
– Soy Fazio, dottore, vuelva enseguida al pueblo. Se ha armado un jaleo que no vea.
– Dime qué ocurre.
– El maestro Contino se ha puesto a disparar contra la gente.
– ¿Cómo que a disparar?
– A disparar, tal como suena. Ha hecho un par de disparos desde la terraza de su casa contra los que estaban sentados en el bar de abajo, y vociferaba algo que nadie ha entendido. A mí me ha disparado también cuando entraba en el portal de su casa para ver qué ocurría.
– ¿Ha matado a alguien?
– No. Sólo ha rozado el brazo de un tal De Francesco.
– Muy bien, voy enseguida.
Mientras recorría a mil por hora los diez kilómetros que lo separaban de Vigàta, Montalbano pensó en el maestro Contino, a quien conocía muy bien y con quien compartía un secreto. Dos o tres veces por semana, el comisario se permitía el lujo de dar un largo paseo por el muelle de levante hasta el faro. Pero, antes, solía pasarse por la tienda de Anselmo Greco, un cuchitril que desentonaba en aquella calle llena de tiendas de ropa y bares de relucientes espejos. Greco, aparte de insólitos objetos -como figuras de terracota y oxidadas pesas de balanzas ochocentistas-, vendía garbanzos, frutos secos tostados y pepitas de calabaza saladas. Montalbano le pedía un cucurucho y se iba. Seis meses atrás, durante uno de estos paseos, llegó hasta la punta, justo a los pies del faro. Cuando ya se disponía a dar media vuelta para regresar, vio abajo, sentado en un bloque de cemento del rompeolas, a un hombre de cierta edad que permanecía inmóvil, con la cabeza gacha, sin preocuparse por las salpicaduras del embravecido mar que lo estaban dejando empapado. Miró mejor para comprobar que el hombre sostenía un sedal entre sus manos, pero no, no estaba pescando, no hacía nada. De pronto, el hombre se levantó, se santiguó rápidamente y se balanceó sobre las puntas de los pies.
– ¡Quieto! -gritó Montalbano.
El hombre experimentó un sobresalto, pues creía que estaba solo. Montalbano pegó dos brincos y lo alcanzó; lo agarró por las solapas de la chaqueta, lo levantó en vilo y lo empujó a lugar seguro.
– Pero ¿qué iba a hacer? ¿Matarse?
– Sí.
– ¿Y eso por qué?
– Porque mi mujer me pone los cuernos.
Montalbano se lo esperaba todo menos aquella respuesta. El hombre pasaba con toda seguridad de los ochenta.
– ¿Qué edad tiene su mujer?
– Pongamos que ochenta. Yo he cumplido ochenta y dos.
Un diálogo absurdo en una situación igualmente absurda. El comisario no tuvo ánimos para seguir. Cogió al hombre del brazo y lo obligó a regresar al pueblo. Justo en aquel momento, como si la situación no fuera suficientemente delirante, el hombre se presentó.
– ¿Permite? Soy Giosuè Cantina. He sido maestro de primaria. ¿Y usted quién es? Siempre y cuando me lo quiera decir, naturalmente.
– Me llamo Salvo Montalbano y soy el comisario de las fuerzas del orden de Vigàta.
– ¿Ah, sí? Pues mire, me viene usted que ni pintado. Dígale a la muy puta de mi mujer que no me ponga los cuernos con Agatino De Francesco porque, de lo contrario, el día menos pensado yo hago un disparate.
– ¿Y quién es ese tal De Francesco?
– Antes trabajaba de cartero. Es más joven que yo, tiene setenta y seis años, y su pensión es una vez y media más grande que la mía.
– ¿Está usted seguro de que eso que dice no son simples sospechas?
– Son verdades como puños. Tan ciertas como el Evangelio. Todas las tardes, después de comer, tanto si llueve como si luce el sol, De Francesco va a tomarse un café al bar que se encuentra justo debajo de mi casa.
– ¿Y qué?
– ¿Usted cuánto tarda en tomarse un café?
Por un instante, Montalbano se dejó llevar por la sosegada locura del viejo maestro.
– Depende. Si estoy de pie…
– ¿Cómo que de pie? ¡Sentado!
– Pues, depende de si me he citado con alguien y tengo que esperar, o de si simplemente quiero pasar el rato.
– No, queridísimo amigo, éste se sienta allí sólo para mirar a mi mujer, que también lo mira a él, y no pierden ocasión de hacerlo.
Entretanto, ya habían llegado al pueblo.
– ¿Dónde vive, señor maestro?
– Al final del paseo, en la plaza Dante.
– Vamos por la calle de atrás, será mejor.
Montalbano no quería que el viejo empapado de agua y temblando de frío llamara la atención y suscitara preguntas entre los vigateses.
– ¿Quiere usted subir? ¿No le apetece un café? -preguntó el maestro, sacando del bolsillo las llaves del portal.
– No, gracias. Cámbiese de ropa, señor maestro, y séquese bien.
Aquella misma tarde mandó llamar a De Francesco, el ex cartero, un viejecito antipático y menudo que reaccionó airadamente y con voz chillona a los consejos del comisario.
– ¡Yo el café me lo tomo donde me sale de las narices! ¿Qué pasa? ¿Es que acaso está prohibido ir al bar que está debajo de la casa de este arteriosclerótico de Contino? Me sorprende que usted, que debería representar la ley, me venga con estas historias.
– Todo ha terminado -le dijo el guardia urbano que mantenía apartados a los mirones del portal de la plaza Dante. Delante de la puerta del apartamento, el sargento Fazio extendió los brazos. Las habitaciones estaban impecablemente ordenadas y limpias como los chorros del oro. El maestro Contino yacía sentado en un sillón, con una pequeña mancha de sangre a la altura del corazón. El revólver estaba en el suelo al lado del sillón, un antiquísimo Smith and Wesson de cinco disparos que debía de pertenecer por lo menos a la época de Buffalo Bill y que, por desgracia, seguía funcionando. La mujer, por su parte, estaba tendida en la cama, también con una pequeña mancha de sangre a la altura del corazón y un rosario en las manos. Parecía que había estado rezando antes de permitir que el marido la matara. Una vez más, Montalbano pensó en el jefe superior de policía, que esta vez tenía razón: allí la muerte había encontrado su dignidad.
Nervioso y huraño, dictó al sargento las disposiciones necesarias y lo dejó allí a la espera del juez. Además de una repentina tristeza, experimentaba un leve remordimiento: ¿y si hubiera actuado con más prudencia con el maestro, si hubiera avisado a su debido tiempo a los amigos de Contino, a su médico?