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* * *

Dio un largo paseo por el puerto y por el muelle de levante, su preferido, y, ya más tranquilo, regresó al despacho. Encontró a Fazio fuera de sí.

– ¿Qué hay, qué ha ocurrido? ¿No ha llegado todavía el juez?

– Sí, ha llegado y ya se han llevado los cadáveres.

– Pues entonces, ¿qué te pasa?

– Me pasa que, mientras medio pueblo contemplaba al maestro Contino pegando tiros, unos cabrones han aprovechado para limpiar dos apartamentos de arriba abajo. Ya he mandado a cuatro de los nuestros. Le estaba esperando para ir yo también.

– Anda, vete. Ya me quedo yo aquí.

Decidió que había llegado el momento de poner toda la carne en el asador; la trampa que le rondaba por la cabeza tenía que dar necesariamente resultado.

– ¿Jacomuzzi?

– ¡Pero bueno! ¿A qué vienen tantas prisas? Aún no me han dicho nada de tu collar. Es muy pronto todavía.

– Sé muy bien que aún no puedes estar en condiciones de decirme nada, me doy perfecta cuenta.

– Pues entonces, ¿qué quieres?

– Pedirte la máxima discreción. La historia del collar no es tan sencilla como parece y puede conducir a desenlaces imprevisibles.

– ¡Me ofendes! ¡Si tú me dices que no hable de una cosa, yo no se lo digo ni a Dios!

* * *

– ¿Ingeniero Luparello? Siento muchísimo no haber podido ir hoy a su casa. Créame que me ha sido del todo imposible. Le ruego que presente mis disculpas a su madre.

– Espere un momento, comisario.

Montalbano esperó pacientemente.

– ¿Comisario? Mamá dice que, si le va bien, mañana a la misma hora.

Le iba bien, y lo confirmó.

Ocho

Regresó a casa muy cansado y con intención de acostarse enseguida, pero casi mecánicamente, pues era una especie de tic, encendió el televisor. El presentador de Televigata, tras haber comentado el acontecimiento del día -un tiroteo entre mafiosos de poca monta en las afueras de Milán-, anunció que en Montelusa se había reunido la secretaría provincial del partido al que pertenecía (o, mejor dicho, había pertenecido) el ingeniero Luparello. Una reunión extraordinaria que en tiempos menos revueltos que los presentes, y por obligado respeto al difunto, se hubiera celebrado por lo menos pasados treinta días de la desaparición. Pero, tal como estaban las cosas, las turbulencias de la situación política exigían decisiones rápidas y brillantes. Así pues, habían elegido por unanimidad como secretario provincial al doctor Angelo Cardamone, jefe del servicio de traumatología del hospital de Montelusa, un hombre que a menudo había chocado con Luparello en el seno del partido, pero siempre con valentía y lealtad, a cara descubierta. Este contraste de pareceres, añadía el presentador, se podía resumir en los siguientes términos: mientras que el ingeniero era partidario del mantenimiento del cuatripartito, pero con la entrada de fuerzas vírgenes no desgastadas por la política (léase: todavía no alcanzadas por escándalos de corrupción), el traumatólogo se mostraba partidario de un diálogo con la izquierda, cauto y prudente, por supuesto. El cargo electo había recibido telegramas y llamadas de felicitación, incluso desde la oposición. En la entrevista que le habían hecho, Cardamone se había mostrado emocionado, pero decidido; había declarado que se esforzaría al máximo para no desmerecer la confianza que habían depositado en él ni la sagrada memoria de su predecesor, y había terminado diciendo que entregaría al renovado partido «su diligente trabajo y su ciencia».

– Menos mal que la entregará al partido -no pudo por menos que comentar Montalbano, siendo así que la ciencia de Cardamone, quirúrgicamente hablando, había producido en la provincia un número de lisiados muy superior al que generalmente deja tras de sí un violento terremoto.

Las palabras que inmediatamente después añadió el presentador hicieron levantar las orejas al comisario. Para que el doctor Cardamone pudiera seguir en línea recta su camino, sin renegar de los principios y de los hombres que representaban lo mejor de la actividad política del difunto ingeniero, los miembros de la secretaría habían rogado al abogado Pietro Rizzo, heredero espiritual de Luparello, que prestara todo su apoyo al nuevo secretario. Tras unas comprensibles reticencias suscitadas por los onerosos deberes que el inesperado cargo entrañaría, Rizzo se había dejado convencer y había aceptado. En la entrevista que Televigata le dedicaba, el abogado declaraba, también muy emocionado, que había tenido que echarse sobre los hombros aquella pesada carga por fidelidad a la memoria de su maestro y amigo, cuyo santo y seña siempre había sido el mismo: servir. Montalbano se quedó atónito: pero ¿cómo? ¿El nuevo secretario tragaba con la presencia oficial del que había sido el más fiel colaborador de su principal adversario? Sin embargo, la sorpresa duró muy poco, pues el comisario, tras una breve reflexión, comprendió que su sorpresa era un tanto ingenua: aquel partido se había distinguido siempre por su innata vocación al compromiso y a las soluciones intermedias. Cabía la posibilidad de que Cardamone no tuviera todavía los hombros lo bastante anchos para actuar en solitario y necesitara de un puntal.

Cambió de canal. En Retelibera, la voz de la oposición de la izquierda, estaba Nicolò Zito, el comentarista más escuchado, que explicaba de qué manera -zara zabara, tal como se decía en dialecto, o mutatis mutandis, como se decía en latín- las cosas de la isla, y en particular de la provincia de Montelusa, jamás cambiaban, ni siquiera cuando el barómetro indicaba temporal. Citó, y le vino como anillo al dedo, la frase del Príncipe de Salinas, «cambiarlo todo para no cambiar nada», y llegó a la conclusión de que tanto Luparello como Cardamone eran las dos caras de la misma moneda, y que la aleación de aquella moneda no era otra que el abogado Rizzo.

Montalbano corrió al teléfono, marcó el número de Retelibera y preguntó por Zito. Entre él y el periodista había cierta simpatía, casi amistad.

– ¿Qué quieres, comisario?

– Verte.

– Querido amigo, mañana me voy a Palermo y estaré ausente por lo menos una semana. ¿Te parece que vaya a verte dentro de media hora? Prepárame algo de comer, me muero de hambre.

Un plato de pasta con ajo y aceite se podía improvisar sin ningún problema. Abrió el frigorífico, y vio que Adelina le había preparado un generoso plato de gambas hervidas, suficiente para cuatro personas. Adelina era la madre de dos presos, el menor de los cuales había sido detenido por el propio Montalbano tres años atrás y aún estaba en la cárcel.

El pasado mes de julio, Livia, que había viajado a Vigàta para pasar dos semanas con él, se había asustado al oír aquel relato.

– Pero ¿estás loco? ¡Ésta, el día menos pensado, se venga y te envenena la sopa!

– ¿De qué quieres que se vengue?

– ¡Detuviste a su hijo!

– ¿Acaso tengo yo la culpa? Adelina sabe muy bien que la culpa no es mía sino de su hijo, que fue tonto y se dejó atrapar. Yo actué con lealtad al detenerlo, no recurrí ni a trampas ni a subterfugios. Fue todo legal.

– A mí me importa un bledo vuestra rebuscada manera de pensar. A ésta la tienes que echar.

– Si la echo, ¿quién me arregla la casa, me lava, me plancha y me prepara la comida?

– ¡Ya encontrarás otra!

– En eso te equivocas: tan buena como Adelina no hay ninguna.

Estaba a punto de poner el agua a calentar, cuando sonó el teléfono.

– Quisiera que me tragara la tierra por haberme visto obligado a despertarlo a estas horas, comisario -fue la frase inicial.

– No dormía. ¿Con quién hablo?

– Soy Pietro Rizzo, el abogado.

– Ah, abogado. Mi enhorabuena.

– ¿Por qué? Si es por el honor que mi partido me acaba de hacer, más bien me tendría que dar el pésame. Créame que he aceptado sólo por la fidelidad que siempre me unirá a los ideales del pobre ingeniero. Pero volviendo al motivo de mi llamada: tengo que hablar con usted, señor comisario.