– ¿Ahora?
– Ahora no, claro, pero piense en la impostergabilidad del asunto.
– Mañana, tal vez, pero se celebran los funerales, ¿no es así? Y supongo que usted estará muy ocupado.
– ¡Ya se puede imaginar! Incluso por la tarde. Seguramente algunos de los asistentes importantes se quedarán.
– ¿Cuándo entonces?
– Mire, pensándolo mejor, podríamos vemos mañana por la mañana, pero muy pronto. ¿Usted a qué hora suele acudir a su despacho?
– Sobre las ocho.
– A las ocho me iría muy bien. De todos modos, será cuestión de unos minutos.
– Oiga, señor abogado, ya que usted mañana no dispondrá de mucho tiempo, ¿me puede adelantar de qué se trata?
– ¿Por teléfono?
– Un pequeño resumen.
– Bien. Ha llegado a mi conocimiento, aunque no sé hasta qué punto es cierto, que alguien le ha entregado a usted un objeto que se encontró de manera casual en el suelo. Y yo he recibido el encargo de recuperarlo.
Montalbano tapó el teléfono con una mano y soltó un auténtico relincha de caballo, una sonora carcajada. Había colocado el cebo del collar en el anzuelo de Jacomuzzi, y la trampa había funcionado a la perfección, permitiéndole atrapar al pez más gordo que jamás hubiera podido soñar. ¿Cómo se las arreglaba Jacomuzzi para que todos se enteraran de aquello de lo que no todos se tenían que enterar? ¿Echaba mano del rayo láser, de la telepatía, de las prácticas mágicas del chamanismo? Oyó los gritos del abogado.
– ¿Oiga? ¿Oiga? ¡No se oye nada! ¿Se ha cortado la comunicación?
– No, perdone, se me había caído el lápiz al suelo y lo estaba recogiendo. Hasta mañana a las ocho.
En cuanto oyó el timbre de la puerta, echó la pasta en el agua hirviendo, y fue a abrir.
– ¿Qué me has preparado? -preguntó Zito nada más entrar.
– Pasta rehogada con aceite y ajo, y gambas con ajo y limón.
– Estupendo.
– Ven a la cocina y échame una mano. Y mientras, te hago la primera pregunta: ¿sabes decir «impostergabilidad»?
– Pero ¿es que te has vuelto loco? ¿Me haces venir desde Montelusa a Vigàta para preguntarme si sé decir una palabreja? En cualquier caso, no hay problema. Es facilísimo.
Lo intentó tres o cuatro veces, cada vez con más tesón, pero no lo consiguió. Cada vez se trabucaba más.
– Hay que ser hábil, muy hábil -dijo el comisario, pensando en Rizzo, y no se refería exclusivamente a la habilidad del abogado para pronunciar complicados trabalenguas.
Comieron hablando de comida, como suele ocurrir. Zito, tras haber recordado unas gambas de ensueño que había saboreado diez años atrás en Fiacca, criticó el grado de cocción y lamentó que no hubiera ni el más mínimo indicio de perejil.
– ¿Cómo es que en Retelibera os habéis vuelto todos ingleses? -soltó Montalbano sin previo aviso, mientras bebían un blanco excelente que su padre había descubierto por la parte de Randazzo. Sólo hacía una semana que le había llevado seis botellas, un pretexto para estar un rato juntos.
– ¿Ingleses, en qué sentido?
– En el sentido de que os habéis guardado mucho de poner de vuelta y media a Luparello, como habéis hecho sin dudar en otras ocasiones. O sea, que el ingeniero muere de un infarto en una especie de burdel al aire libre, entre putas, rufianes y maricas, con los pantalones bajados en una situación decididamente obscena, y vosotros, en lugar de aprovechar la ocasión, corréis un piadoso velo sobre la manera en que ha muerto.
– No tenemos por costumbre aprovecharnos -dijo Zito.
Montalbano se echó a reír.
– ¿Me haces un favor, Nicolò? ¿Os queréis ir a la mierda tú y toda Retelibera?
Zito también se rió.
– Bueno, la verdad es que ha ocurrido lo siguiente. A las pocas horas del descubrimiento del cadáver, el abogado Rizzo se presentó en casa del barón Filò di Baucina, el barón rojo -millonario, pero comunista-, y le suplicó de rodillas que Retelibera no comentara las circunstancias de la muerte. Apeló al sentido de la caballerosidad que, por lo visto, tenían los antepasados del barón. Como sabes, el barón es propietario del ochenta por ciento de nuestra emisora. Eso es todo.
– Eso es todo, una mierda. Y tú, Nicolò Zito, que te has ganado el aprecio de los adversarios por decir siempre lo que tienes que decir, ¿le contestas «sí, señor» al barón y te inclinas?
– ¿De qué color tengo el pelo? -preguntó Zito, en lugar de responder.
– Pelirrojo.
– Montalbano, yo soy rojo por dentro y por fuera. Pertenezco al grupo de los comunistas malos y rencorosos, una especie en vías de extinción. Lo he aceptado con el convencimiento de que la persona que nos pedía que pasáramos por alto las circunstancias de la muerte del pobre desgraciado, para no manchar su memoria, lo quería mal y no bien, como trataba de aparentar.
– No lo entiendo.
– Yo te lo explico, inocente. Si tú quieres que un escándalo se olvide rápidamente, no tienes más que hablar todo lo que puedas de él en la radio y en la televisión. Venga y venga, dale que te pego; al poco tiempo, la gente empieza a cansarse: «¡Pero, bueno, ya está bien! ¿Por qué no lo dejan de una vez?» En cuestión de quince días, el efecto saturación hace que ya nadie quiera oír hablar del escándalo. ¿Lo entiendes?
– Creo que sí.
– Si, por el contrario, lo envuelves todo en el silencio, éste empieza a hablar, multiplica las voces incontroladas que no paran de crecer. ¿Quieres que te ponga un ejemplo? ¿Sabes cuántas llamadas hemos recibido en la redacción a propósito precisamente de nuestro silencio? Centenares. ¿Es verdad que el ingeniero se tiraba a dos mujeres a la vez en el coche? ¿Es cierto que al ingeniero le gustaba hacer de bocadillo y, mientras él follaba con una puta, un negro le trabajaba el trasero? Y la última, de esta noche: ¿es verdad que Luparello regalaba joyas fabulosas a sus putas? Dicen que han encontrado una en el aprisco. Por cierto, ¿tú sabes algo de esta historia?
– ¿Yo? No, debe de ser un simple rumor -mintió descaradamente el comisario.
– ¿Lo ves? Estoy seguro de que, dentro de unos meses, habrá algún cabrón que vendrá a preguntarme si es verdad que el ingeniero se tiraba a niños de cuatro años y después se los comía rellenos de castañas. Su denigración será eterna y adquirirá proporciones legendarias. Y ahora, espero que hayas comprendido por qué le he contestado que sí a la persona que me ha pedido que lo ocultara.
– ¿Y cuál es la postura de Cardamone?
– Cualquiera sabe. Su elección ha sido muy rara, porque resulta que todos los hombres de la secretaría provincial eran de Luparello, exceptuando dos, que son de Cardamone, y estaban allí por pura fachada, para demostrar que son todos muy demócratas. Estaba claro que el nuevo secretario podía y debía ser un seguidor del ingeniero. Pero, en su lugar, se produce un golpe de efecto: se levanta Rizzo y propone a Cardamone. Los demás miembros del clan se quedan pasmados, pero no se atreven a oponerse. Si Rizzo lo propone, quiere decir que debajo hay algún peligro, y conviene seguir el camino que ha trazado el abogado. Votan a favor. Llaman a Cardamone, y éste, tras aceptar el cargo, decide contar con la ayuda de Rizzo, para gran decepción de los dos representantes que tenía en la secretaría. Pero yo a Cardamone lo entiendo muy bien: mejor atraerlo, habrá pensado, que dejado suelto por ahí como una mina errante.
Después Zito empezó a contarle a Montalbano el tema de una novela que tenía intención de escribir y les dieron las cuatro.
Mientras examinaba el estado de salud de una planta que le había regalado Livia y que tenía en el alféizar de la ventana de su despacho, Montalbano vio acercarse un automóvil oficial de color azul, con teléfono, chófer y un guardaespaldas, que bajó en primer lugar para abrirle la puerta a un hombre bajito y calvo, vestido con un traje del mismo color que el del coche.