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– Ahí fuera hay alguien que quiere hablar conmigo, hazlo pasar enseguida -le dijo al guardia de la puerta.

Cuando entró Rizzo, el comisario observó que llevaba en la parte superior de la manga izquierda un brazalete negro de un palmo de ancho: el abogado ya se había puesto de luto para asistir al funeral.

– ¿Qué puedo hacer para que me perdone?

– ¿Por qué?

– Por haberlo molestado de noche y en su casa.

– Pero usted me dijo que la cuestión era impos…

– Impostergable, en efecto.

¡Pero qué hábil era el abogado Pietro Rizzo!

– Voy al grano. La noche del domingo pasado, una pareja de jóvenes, por otra parte respetabilísimos, tras haber bebido un poquito más de la cuenta, se entrega a una desmadrada extravagancia. La mujer convence al marido para que la lleve al aprisco. Siente curiosidad por aquel lugar y por lo que allí ocurre. Una curiosidad reprobable, estoy de acuerdo, pero nada más. La pareja llega a los confines del aprisco y la mujer baja. Pero casi inmediatamente, molesta por las vulgares proposiciones que se le hacen, vuelve a subir al automóvil y se van. Al llegar a casa, se da cuenta de que ha perdido un valioso objeto que llevaba colgado alrededor del cuello.

– Qué casualidad tan extraña -dijo Montalbano casi hablando solo.

– ¿Cómo dice?

– Estaba reflexionando sobre el hecho de que, casi a la misma hora y en el mismo lugar, moría el ingeniero Luparello.

El abogado Rizzo no se inmutó y puso una cara muy seria.

– Yo también lo he pensado, ¿sabe? Bromas del destino.

– ¿El objeto del que usted me habla es un collar de oro macizo con un corazón incrustado de piedras preciosas?

– Ése es. Y ahora yo le pido que lo devuelva a sus propietarios con la misma discreción de que hizo gala en ocasión del hallazgo de mi pobre ingeniero.

– Tendrá que perdonarme -dijo el comisario-, pero no tengo ni la más mínima idea de lo que hay que hacer en un caso como éste. De todos modos, supongo que todo habría sido distinto si se hubiera presentado la propietaria.

– ¡Pero yo tengo poderes legales!

– Ah, ¿sí? Enséñeme el documento.

– No hay problema, señor comisario. Como usted comprenderá, antes de revelar el nombre de mis clientes, quería asegurarme de que se trataba del mismo objeto que ellos estaban buscando.

Se metió una mano en el bolsillo, sacó una hoja de papel y se la entregó a Montalbano. El comisario la leyó con atención.

– ¿Quién es Giacomo Cardamone, el que firma el otorgamiento de poderes?

– Es el hijo del profesor Cardamone, nuestro nuevo secretario provincial.

Montalbano decidió que había llegado el momento de repetir el teatro.

– ¡Pero qué raro! -exclamó en un susurro, adoptando un aire de profunda meditación.

– Perdone, ¿cómo dice?

– Estaba pensando que en esta historia el destino, como dice usted, se está pasando un poco de la raya con sus bromas.

– Disculpe, pero ¿en qué sentido?

– En el sentido de que el hijo del nuevo secretario político se encuentra a la misma hora y en el mismo lugar en el que muere el antiguo secretario. ¿No le parece curioso?

– Pues, ahora que usted lo dice, sí. Pero descarto categóricamente que pueda haber la más mínima relación entre ambos hechos.

– Yo también lo descarto -dijo Montalbano, y añadió-: No entiendo la firma que figura al lado de la de Cardamone.

– Es la firma de su mujer, una sueca. Una mujer de comportamiento un poco licencioso que no sabe adaptarse a nuestras costumbres.

– A su juicio, ¿cuánto puede valer la joya?

– Yo de eso no entiendo. Los propietarios me han dicho que sobre los ochenta millones de liras.

– Pues entonces, vamos a hacer una cosa. Luego llamaré a mi compañero Jacomuzzi, que es el que la tiene, y le pediré que me la envíe. Mañana por la mañana se la haré llegar a su estudio por medio de uno de mis agentes.

– La verdad es que no sé cómo darle las gracias…

Montalbano lo interrumpió.

– Y usted le entregará a mi agente un recibo en toda regla.

– ¡Por supuesto que sí!

– Y un cheque por valor de diez millones, me he permitido redondear el valor del collar, que sería el porcentaje que le corresponde a la persona que encuentra objetos de valor o dinero.

Rizzo encajó el golpe casi con elegancia.

– Me parece muy justo. ¿A nombre de quién lo tengo que extender?

– De Baldassare Montaperto, uno de los dos basureros que encontraron el cuerpo del ingeniero.

El abogado tomó cuidadosamente nota del nombre.

Nueve

Aún no había terminado Rizzo de cerrar la puerta, cuando Montalbano empezó a marcar el número del domicilio particular de Nicolò Zito. Lo que acababa de decirle el abogado le había puesto en marcha un mecanismo mental que exteriormente se traducía en un desmedido afán de entrar en acción. Le contestó la mujer de Zito.

– Mi marido acaba de salir, se va a Palermo. -De golpe, una recelosa pregunta-: Pero ¿no estuvo con usted anoche?

– Sí que estuvo conmigo, señora, pero esta mañana he recordado un detalle importante.

– Espere, a lo mejor consigo alcanzado, voy a llamarlo por el interfono.

Poco después, Montalbano oyó primero la jadeante respiración y después la voz de su amigo.

– Pero ¿qué quieres ahora? ¿No tienes bastante con lo de anoche?

– Necesito una información.

– Si es breve…

– Lo quiero saber todo, pero todo, incluso los chismorreos más raros, acerca de Giacomo Cardamone y de su mujer, que, al parecer, es sueca.

– ¿Cómo que al parecer? ¡Una vara de un metro ochenta, con unas piernas y unas tetas que no veas! Si quieres saberlo todo, lo que se dice todo, hace falta un tiempo del que yo no dispongo. Mira, vamos a hacer una cosa: yo me voy, durante el viaje lo pienso y, en cuanto llegue, te envío un fax.

– ¿Y adónde lo envías? ¿A la comisaría? Pero si aquí todavía estamos con el tam-tam y las señales de humo.

– Pues entonces lo envío a mi redacción de Montelusa. Puedes pasarte por allí hoy mismo a la hora del almuerzo.

Necesitaba moverse un poco, así que salió de su despacho y entró en el cuarto de los sargentos.

– ¿Cómo está Tortorella?

Fazio contempló el escritorio vacío de su compañero.

– Ayer fui a verlo. Por lo visto, sale el lunes del hospital.

– ¿Tú sabes cómo se entra en la vieja fábrica?

– Cuando construyeron el muro después del cierre, pusieron una puerta de hierro, tan pequeña que hay que agacharse para entrar.

– ¿Quién tiene la llave?

– No lo sé, pero me puedo enterar.

– No sólo te vas a enterar, sino que mañana por la mañana me la traes.

Volvió a su despacho y llamó a Jacomuzzi. Éste, después de hacerlo esperar, decidió contestar.

– ¿Qué tienes, diarrea?

– Vamos, Montalbano, ¿qué quieres?

– ¿Qué encontraste en el collar?

– ¿Qué quieres que encontrara? Nada. Bueno, sí, huellas digitales, pero había tantas y tan confusas que no se podían descifrar. ¿Qué hago con él?

– Me lo mandas hoy mismo. Hoy mismo, ¿está claro?

Desde el despacho de al lado le llegó la alterada voz de Fazio.

– Pero bueno, ¿nadie sabe a quién pertenecía esta Sicilchim? ¡Tiene que haber un gerente, un administrador! -En cuanto vio aparecer a Montalbano, el sargento añadió-: Por lo visto, es más fácil conseguir las llaves de san Pedro.

El comisario le dijo que salía y que estaría de vuelta en dos horas, como máximo. A su regreso quería ver la llave encima de su escritorio.

En cuanto lo vio en el umbral, la mujer de Montaperto palideció y se llevó la mano al corazón.