Hasta luego,
Nicola
Llegó al aprisco sobre las dos, y no había ni un alma. La puerta de hierro tenía la cerradura con sal y herrumbre incrustadas, pero ya lo había previsto y llevaba un aerosol de aceite lubrificante para armas de fuego. Mientras esperaba a que hiciera efecto el aceite, regresó al coche y encendió la radio.
El funeral -decía el comentarista de la emisora local- había alcanzado tales niveles de emoción que, en determinado momento, la viuda estuvo a punto de desmayarse y la tuvieron que sacar en brazos del templo. Para los discursos fúnebres, se había seguido el siguiente orden: el obispo, el subsecretario nacional del partido, el secretario regional y, a título personal, el ministro Pellicano, amigo del difunto. En el exterior de la catedral, una muchedumbre de por lo menos dos mil personas esperaba la salida del féretro para prorrumpir en un cálido y conmovido aplauso.
«Lo de cálido me parece muy bien, pero ¿cómo se conmueve un aplauso?», se preguntó Montalbano. Apagó la radio y fue a probar la llave. Giraba en la cerradura, pero parecía que la puerta estuviera anclada en el suelo. La empujó con un hombro y, finalmente, consiguió abrir un resquicio por el que pudo pasar con dificultad. La puerta estaba obstruida por cascotes, trozos de hierro y arena. Era evidente que el vigilante llevaba años sin aparecer por allí. Observó que los muros del perímetro eran dos: el de protección, con la puerta de entrada, y una vieja cerca semiderruida que debía de rodear toda la fábrica cuando ésta aún funcionaba. A través de los huecos del segundo muro se veían maquinarias oxidadas, gruesos tubos rectos o en espiral, alambiques gigantescos, andamiajes de hierro con grandes desperfectos, armazones suspendidos en absurdos equilibrios, torretas de acero que asomaban con ilógicas inclinaciones… Y, por todas partes, pavimentos destrozados, techos reventados, anchos espacios otrora cubiertos por estructuras de hierro que ahora se veían rotas a intervalos y a punto de desmoronarse sobre el suelo, donde ya no había nada, excepto una capa de maltrecho cemento por cuyas grietas asomaban unas amarillentas hierbas. Inmóvil en la crujía formada por los dos muros, Montalbano contempló el espectáculo como hechizado. Si ya le gustaba la fábrica por fuera, vista por dentro le entusiasmaba, y lamentó no haber llevado consigo la cámara fotográfica. Le llamó la atención un apagado y constante sonido, una especie de vibración sonora que parecía surgir del interior de la fábrica.
– ¿Qué es lo que está funcionando ahí dentro? -se preguntó con recelo.
Creyó conveniente salir, ir al coche y coger la pistola que había dejado en la guantera. Casi nunca la llevaba encima, pues le molestaba el peso del arma, que, además, le deformaba los pantalones y las chaquetas. Cuando entró de nuevo en la fábrica, volvió a escuchar el sonido y se dirigió cautelosamente hacia el lado contrario por el que había entrado. El dibujo que le había hecho Saro era extremadamente detallado y le servía de guía. El sonido era como el zumbido que a veces emiten los cables de alta tensión afectados por la humedad, sólo que éste parecía más variado y musical, y a ratos cesaba para volver poco después con otra modulación. Avanzaba tenso, vigilando para no tropezar con las piedras y los escombros que cubrían el pavimento del estrecho pasillo entre los dos muros, cuando por el rabillo del ojo vio, a través de una abertura, a un hombre que se movía en el interior de la fábrica, en sentido paralelo a él. Se echó hacia atrás, con la absoluta certeza de que el otro lo había visto. No había tiempo que perder, el hombre debía de tener cómplices. Pegó un salto hacia delante empuñando el arma, y gritó:
– ¡Alto! ¡Policía!
En una fracción de segundo, comprendió que el otro esperaba que él actuara de aquella manera, pues estaba ligeramente inclinado hacia delante con una pistola en la mano. Realizó un disparo y se arrojó al suelo, pero, antes de tocarlo, consiguió disparar otras dos veces. En lugar de oír lo que esperaba -un disparo en respuesta a los suyos, un lamento y pasos apresurados-, oyó un fragoroso estallido y el tintineo de un ventanal roto. De repente lo comprendió todo, y soltó una carcajada tan espasmódica que no pudo levantarse. Había disparado contra sí mismo, contra su imagen reflejada en una gran vidriera que sobrevivía sucia y empañada.
«Esto no puedo contárselo a nadie -se dijo-. Me obligarían a dimitir y me echarían de la policía a patadas.»
De pronto, el arma que sostenía en la mano se le antojó ridícula y la puso en el cinto de los pantalones. Los disparos y su prolongado eco y el estruendo de la vidriera hecha añicos habían ahogado por completo el sonido que ahora volvía a escucharse con más variaciones que al principio. Entonces, lo comprendió. Era el viento, que durante el día, incluso en verano, azotaba aquella franja de playa, y por la noche amainaba como si no quisiera perturbar los negocios de Gegè. El viento, que se colaba entre los armazones metálicos, entre los cables, algunos flojos, otros muy tensos, y por las chimeneas, reventadas a intervalos como los agujeros de un caramillo, interpretaba su música en la fábrica muerta. El comisario se detuvo a escuchar, embelesado.
Para llegar al punto que Saro le había señalado, tardó casi media hora y, en determinados lugares, tuvo que encaramarse a pequeñas montañas de escombros. Al final, comprendió que se encontraba exactamente a la altura del lugar donde, al otro lado del muro, Saro había encontrado el collar. Miró serenamente a su alrededor. Periódicos y trozos de papel amarillentos por efecto del sol, malas hierbas, botellines de Coca-Cola (las latas eran demasiado livianas para poder superar la altura del muro), botellas de vino, una carretilla metálica desfondada, neumáticos de automóvil, fragmentos de hierro, un objeto indefinible, una viga podrida…y, al lado de la viga, un bolso bandolera de piel, elegante, muy nuevo y de firma. Desentonaba en medio de la podredumbre que lo rodeaba. Montalbano lo abrió. En su interior había dos piedras bastante grandes que alguien debía de haber introducido para que sirvieran de lastre y le permitieran describir la parábola apropiada desde la parte exterior del muro a la interior. No había nada más. Estudió un poco mejor el bolso. Las iniciales de la propietaria en metal habían sido arrancadas, pero el cuero conservaba la huella, una «I» y una «S»: Ingrid Sjostrom.
«Me la están sirviendo en bandeja de plata», pensó Montalbano.
Diez
La idea de aceptar esa bandeja amablemente ofrecida, con todo lo que pudiera haber dentro, le vino a la mente mientras saboreaba con fruición una generosa ración de pimientos asados que Adelina le había dejado en el frigorífico. Buscó en la guía el número de Giacomo Cardamone. La hora era la más indicada para encontrar a la sueca en casa.
– ¿Quién ser tú que habla?
– Soy Giovanni, ¿está Ingrid?
– Ahora yo mira, tú espera.
Trató de adivinar de qué parte del mundo habría caído aquella criada, pero no lo consiguió.
– Hola, picha larga, ¿cómo estás?
La voz era grave y ronca, muy en consonancia con la descripción que le había hecho Zito, pero las palabras no ejercieron en él el menor efecto erótico. Al contrario, más bien lo inquietaron: entre todos los nombres del universo, había ido a elegir precisamente el de alguien de quien Ingrid conocía incluso las medidas anatómicas.