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– ¿Estás ahí? ¿O es que te has quedado dormido de pie? ¿Cuánto has follado esta noche, grandísimo guarro?

– Oiga, señora…

La reacción de Ingrid fue inmediata, una constatación sin estupor ni indignación.

– No eres Giovanni.

– No.

– Pues entonces, ¿quién eres?

– Soy comisario de policía, me llamo Montalbano.

Esperaba una reacción de alarma, pero sufrió una decepción.

– ¡Uy, genial! ¡Un policía! ¿Qué quieres de mí?

Seguía hablándole de tú, a pesar de que no lo conocía. Montalbano decidió seguir tratándola de usted.

– Quisiera intercambiar unas palabras con usted.

– Esta tarde me resulta imposible, pero esta noche estoy libre.

– De acuerdo, esta noche me va bien.

– ¿Dónde? ¿Voy yo a tu despacho? Dime dónde está.

– Mejor no, prefiero un lugar más discreto.

Ingrid hizo una pausa.

– ¿Tu dormitorio? -preguntó en tono irritado; evidentemente, estaba empezando a sospechar que al otro extremo del hilo había un imbécil que se le estaba insinuando.

– Mire, señora, comprendo que usted desconfíe, y con razón. Hagamos una cosa. Dentro de una hora estaré en la comisaría de Vigàta; puede llamar allí y preguntar por mí. ¿Le parece bien?

La mujer no contestó enseguida; lo estaba pensando. Al final, se decidió.

– Te creo, policía. ¿Dónde y a qué hora?

Se pusieron de acuerdo sobre el lugar: el bar Marinella, que, a la hora convenida -las diez de la noche-, con seguridad estaría desierto. Montalbano le rogó que no dijera nada a nadie, ni a su marido.

La casa de los Luparello estaba en la entrada de Montelusa, viniendo del mar. Se trataba de un sólido edificio decimonónico, protegido por una alta cerca en cuyo centro se abría una verja de hierro forjado que en aquellos momentos estaba abierta de par en par. Montalbano avanzó por la alameda que cruzaba una parte del jardín y llegó a la puerta principal, semicerrada, en una de cuyas hojas colgaba una cinta de color negro. Se asomó para mirar en el interior: en el vestíbulo, bastante espacioso, había unas veinte personas, hombres y mujeres, hablando en voz baja con cara de circunstancias. No le pareció oportuno pasar entre la gente; alguien lo hubiera podido reconocer y empezar a preguntarse sobre el porqué de su presencia allí. Rodeó la casa y, al final, encontró una puerta trasera, cerrada. Tocó el timbre, y tuvo que hacerlo varias veces antes de que alguien le abriera.

– Se ha equivocado. Para las visitas de pésame, por la puerta principal -dijo la joven y despabilada criada con delantal negro y cofia, que inmediatamente lo había catalogado como no perteneciente a la categoría de los proveedores.

– Soy el comisario Montalbano. ¿Quiere comunicar a alguien de la familia que he llegado?

– Lo esperaban, señor comisario.

Lo guió a través de un largo pasillo, le abrió una puerta y le hizo señas de que entrara. Montalbano se encontró en una gran biblioteca con millares de libros muy bien conservados y alineados en enormes estantes. En un rincón había un gran escritorio y, al otro lado, un saloncito de refinada elegancia, con una mesita y dos sillones. En las paredes, sólo cinco cuadros cuyos autores Montalbano reconoció de inmediato con profunda emoción. Un campesino de Guttuso de los años cuarenta, un paisaje del Lazio de Melli, una demolición de Mafai, dos remeros en el Tíber de Donghi y una bañista de Fausto Pirandello. Un gusto exquisito, una selección hecha con singular acierto. Se abrió la puerta y apareció un hombre de unos treinta años, corbata negra, rostro muy cordial, elegante.

– Fui yo quien lo llamó. Gracias por haber venido. Mi madre tenía mucho empeño en verle. Disculpe las molestias que le he causado.

Hablaba sin ninguna inflexión dialectal.

– Por favor, no es ninguna molestia. Sólo que no sé de qué manera puedo ser útil a su madre.

– Ya se lo he dicho a mamá, pero ella ha insistido. Además, no ha querido decirme nada sobre el motivo por el que ha querido que lo molestáramos.

Se miró las yemas de los dedos de la mano derecha como si las viera por primera vez y emitió un leve carraspeo.

– Sea comprensivo, señor comisario.

– No le entiendo.

– Sea comprensivo con mamá, por favor, ha sufrido mucho.

El joven estaba a punto de retirarse, pero se detuvo en seco.

– Ah, señor comisario, se lo quiero decir para evitarle una situación embarazosa. Mamá sabe cómo y dónde murió papá. No acierto a comprender cómo lo ha averiguado. Ya lo sabía dos horas después del hallazgo. Con su permiso.

Montalbano lanzó un suspiro de alivio. Si la viuda ya lo sabía todo, él no se vería obligado a contarle retorcidas trolas para ocultarle la indecencia de la muerte de su esposo. Volvió a contemplar los cuadros con deleite. En su casa de Vigàta, solamente tenía dibujos y grabados de Carmassi, Attardi, Guida, Cordio y Angelo Canevari. Con su mísero sueldo, no podía llegar más allá, jamás se podría comprar una tela de aquel nivel.

– ¿Le gustan?

Se volvió de golpe. No había oído entrar a la señora. Una mujer no demasiado alta, de cincuenta y tantos años y aire decidido, en cuyo rostro unas leves arrugas no conseguían destruir la belleza de sus rasgos, sino que más bien acentuaban el esplendor de sus perspicaces ojos verdes.

– Siéntese -dijo, acomodándose en el sofá, mientras el comisario tomaba asiento en un sillón-. Los cuadros son bonitos. Yo no entiendo nada de pintura, pero me gustan. Hay unos treinta repartidos por toda la casa. Los compró mi marido, la pintura era su vicio secreto, solía decir. Por desgracia, no era el único.

«Pues empezamos bien», pensó Montalbano mientras preguntaba:

– ¿Se encuentra mejor, señora?

– ¿Mejor con respecto a cuándo?

El comisario se desconcertó, y tuvo la sensación de encontrarse en presencia de una maestra que le estaba haciendo un difícil examen oral.

– Pues no sé, con respecto a esta mañana… Me han dicho que en la catedral ha sufrido una indisposición.

– ¿Una indisposición? Yo estaba bien, teniendo en cuenta las circunstancias. No, mi querido amigo, soy muy valiente. El caso es que se me ha ocurrido pensar que si un terrorista hiciera volar por los aires la iglesia con todos los que estábamos dentro, por lo menos una buena décima parte de la hipocresía repartida por el mundo desaparecería con nosotros. Y entonces he hecho que me sacaran fuera.

Montalbano no supo qué decir, impresionado por la sinceridad de aquella mujer, y esperó a que fuera ella quien tomara de nuevo la palabra.

– Cuando una persona me explicó dónde habían encontrado a mi marido, llamé al jefe superior y le pregunté quién se encargaba de la investigación, en el caso de que se hubiera abierto alguna. El jefe superior me indicó su nombre, añadiendo que era usted una persona honrada. No pude creerlo. ¿Existen todavía personas honradas? Por eso pedí que lo llamaran.

– No puedo por menos que darle las gracias, señora.

– No estamos aquí para hacernos cumplidos. No quiero hacerle perder el tiempo. ¿Está usted completamente seguro de que no se trata de un asesinato?

– Segurísimo.

– Pues entonces, ¿cuáles son sus dudas?

– ¿Dudas?

– Pues sí, mi querido amigo, debe de tenerlas. De otro modo, no se justifica su renuencia a cerrar las investigaciones.

– Le seré sincero, señora. Sólo se trata de corazonadas que no debería permitirme, en el sentido de que, tratándose de una muerte por causas naturales, mi actitud tendría que ser otra. Por lo tanto, si usted no tiene nada nuevo que decirme, esta misma noche yo le comunico al magistrado…

– Pero es que yo sí tengo algo nuevo.

Montalbano guardó silencio.

– No sé cuáles son sus impresiones -añadió la señora-, pero yo le expondré las mías. Silvio era ciertamente un hombre sagaz y ambicioso y, si se había mantenido en la sombra durante tantos años, lo había hecho con un propósito muy concreto: salir a la luz en el momento apropiado y permanecer en ella. ¿Y usted se cree que este hombre, después de todo el tiempo que había empleado en pacientes maniobras para llegar a donde había llegado, decide una noche irse con una mujer -seguramente de mala vida- a un lugar equívoco, donde cualquiera podía reconocerlo e incluso someterlo a chantaje?