Ahora habría querido tener a su lado al señor jefe de policía para que viera lo que él estaba viendo. El ingeniero había sido siempre un personaje elegante y extremadamente meticuloso en todo lo referente al cuidado de su aspecto, y ahora, en cambio, iba sin corbata y llevaba la camisa arrugada, las gafas de través, el cuello de la chaqueta incongruentemente medio levantado, y los calcetines tan caídos y aflojados que le cubrían los mocasines. Sin embargo, lo que más le llamó la atención al comisario fue la contemplación de los pantalones bajados hasta las rodillas, los blancos calzoncillos visibles bajo los pantalones, y la camisa enrollada junto con la camiseta hasta la mitad del pecho.
Y el sexo obscena e indecentemente al aire, grueso, velludo y en total contraste con los delicados rasgos del resto del cuerpo.
– Pero ¿cómo ha muerto? -volvió a preguntarle al médico, mientras se apartaba del coche.
– Me parece evidente, ¿no? -contestó groseramente Pasquano, y añadió-: ¿Sabía usted que el ingeniero había sido operado del corazón por un prestigioso especialista de Londres?
– Pues la verdad es que no. Lo vi el miércoles pasado en la televisión, y me pareció que gozaba de perfecta salud.
– Parecía, pero no era así. Mire, en política, todos son como los perros. En cuanto se enteran de que no puedes defenderte, te atacan a dentelladas. Al parecer, en Londres le colocaron dos bypass, y dicen que fue muy complicado.
– ¿Quién lo atendía en Montelusa?
– Mi colega Capuano. Cada semana se hacía un control. Se preocupaba mucho por su salud, quería estar siempre en forma.
– ¿Le parece oportuno que hable con Capuano?
– No serviría absolutamente de nada. Lo que aquí ha ocurrido está más claro que el agua. Al pobre ingeniero le entró el capricho de echar un buen polvo en este paraje, tal vez con alguna puta exótica. Lo echó y la palmó. -Pasquano se dio cuenta de que la mirada de Montalbano se había perdido en la distancia-. ¿No le convence?
– No.
– ¿Por qué?
– La verdad es que ni yo mismo lo sé. ¿Tendrá la bondad de enviarme mañana el resultado de la autopsia?
– ¿Mañana? ¡Usted está loco! Antes que al ingeniero, tengo a esa joven de veinte años violada en una alquería y que fue descubierta diez días más tarde comida por los perros. Después le toca a Fofò Greco, al que le cortaron la lengua y las pelotas y lo dejaron morir colgado de un árbol. Después viene…
Montalbano interrumpió la macabra lista.
– Hablemos claro, Pasquano, ¿cuándo me enviará el resultado?
– Pasado mañana, si no tengo que ir de aquí para allá a examinar otros muertos.
Ambos se despidieron. Después Montalbano llamó al sargento y a sus hombres, les dijo lo que tenían que hacer y cuándo podían permitir que introdujeran el cuerpo en la ambulancia, y le pidió a Gallo que lo acompañara de nuevo a la comisaría.
– Después vuelves y recoges a los demás. Y, como corras, te rompo los cuernos.
Pino y Saro firmaron la declaración en la que describían detalladamente todos sus movimientos antes y después del descubrimiento del cadáver. En la declaración faltaban dos hechos importantes que los basureros se habían guardado mucho de revelar a los representantes de la ley. El primero era que habían reconocido casi de inmediato al muerto, y el segundo, que se habían apresurado a comunicarle su descubrimiento al abogado Rizzo. Después regresaron a casa; Pino con los pensamientos en otra parte y Saro acariciando de vez en cuando el bolsillo en que guardaba el collar.
Durante veinticuatro horas, por lo menos, no ocurriría nada. Montalbano se fue por la tarde a su chalet, se tendió en la cama y se pasó tres horas durmiendo. Después se levantó y, puesto que a mediados de septiembre el mar estaba tan liso como una tabla, se dio un buen baño. Al regresar a su casa, se preparó un plato de espaguetis con erizos de mar y encendió el televisor. Como era de esperar, todos los informativos locales hablaban de la muerte del ingeniero; hacían los habituales elogios y, de vez en cuando, salía algún político con cara de circunstancias para recordar los méritos del difunto y los problemas que entrañaba su desaparición. Pero no hubo ni uno, ni siquiera el único telediario de la oposición, que se atreviera a decir de qué manera había muerto el malogrado Luparello.
Tres
Saro y Tana pasaron una mala noche. No les cabía la menor duda de que Saro había encontrado un tesoro como los de los cuentos, en los que unos miserables pastores tropezaban con jarras llenas de monedas de oro o con joyas cuajadas de brillantes. Pero aquí, la cuestión era muy distinta: no cabía duda de que el collar, de moderna factura, había sido perdido la víspera, y, calculando a ojo de buen cubero, valía una fortuna. ¿Cómo era posible que nadie lo hubiera reclamado? Sentados alrededor de la mesa de la cocina, con el televisor encendido y la ventana abierta para evitar que los vecinos, alertados por el más mínimo cambio, empezaran a fisgonear y criticar, Tana se opuso a la intención de su marido de ir a vendérselo a los hermanos Siracusa en cuanto abrieran la joyería.
– En primer lugar, tú y yo somos personas honradas. Y por eso no podemos ir a vender una cosa que no nos pertenece.
– Pero entonces, ¿qué quieres que hagamos? ¿Que vaya al jefe, le diga que he encontrado el collar y se lo entregue para que él se lo devuelva a su dueño cuando éste acuda a reclamarlo? En cuestión de diez minutos, el cabrón de Pecorilla iría a venderlo por su cuenta.
– Podemos hacer otra cosa. Guardamos el collar en casa, pero se lo decimos a Pecorilla. Si alguien lo reclama, se lo entregamos.
– ¿Y qué ganamos con eso?
– El porcentaje que se supone que corresponde a quien encuentra este tipo de cosas. ¿Cuánto crees tú que vale?
– Unos veinte millones de liras -contestó Saro, pensando que había dicho una cifra demasiado alta-. Supongamos que nos corresponden dos millones. ¿Me quieres explicar cómo pagamos con dos millones todos los tratamientos que necesita Nenè?
Estuvieron discutiendo hasta el amanecer y lo dejaron porque Saro se tenía que ir a trabajar. Pero habían llegado a un acuerdo provisional que dejaba parcialmente a salvo su honradez: guardarían el collar sin decir una sola palabra a nadie, dejarían pasar una semana y entonces, en caso de que no hubiera aparecido el propietario reclamándolo, irían a empeñarlo. Cuando, poco antes de salir, Saro fue a dar un beso a su hijo, se llevó una sorpresa: Nenè estaba profundamente dormido, como si se hubiera enterado de que su padre había encontrado la manera de conseguir curarlo.
Pino tampoco pudo pegar ojo aquella noche. Su cabeza era muy dada a la reflexión. Le encantaba el teatro y había sido actor en las voluntariosas aunque cada vez más escasas compañías teatrales de aficionados de Vigàta y alrededores. Le gustaba leer obras de teatro y, en cuanto sus magras ganancias se lo permitían, corría a la única librería de Montelusa a comprarse comedias y dramas. Vivía con su madre, que cobraba una pequeña pensión, y no tenían problemas para comer. Su madre le había hecho contar tres veces el descubrimiento del muerto, obligándolo a ilustrar mejor cada detalle. Lo hacía para contárselo al día siguiente a sus amigas de la iglesia y del mercado y presumir de haberse enterado de todas aquellas cosas y de tener un hijo que había tenido la valentía de inmiscuirse en un suceso como aquél. Hacia la medianoche, la mujer se fue a dormir. Poco después se acostó Pino. Pero no hubo manera de que pudiera conciliar el sueño, pues algo lo hacía dar vueltas bajo la sábana. Ya hemos dicho que tenía una cabeza muy dada a la reflexión y, por eso, tras pasarse dos horas tratando infructuosamente de cerrar los ojos, comprendió racionalmente que no podría ser. Estaba tan nervioso como un chiquillo la noche de Reyes. Se levantó, se lavó un poco y se sentó junto al pequeño escritorio de su habitación. Se repitió a sí mismo la historia que le había contado a su madre, y todo estaba bien; todos los detalles cuadraban, el zumbido de su cabeza se mantenía en segundo plano. Era como el juego del «frío, frío, caliente, caliente»; mientras pasaba revista a todo lo que había contado, el zumbido parecía decir: agua, agua, por lo que la molestia tenía que proceder de algo que no le había dicho a su madre. En efecto, no le había contado las mismas cosas que, de acuerdo con Saro, le había callado a Montalbano: el inmediato reconocimiento del cadáver y la llamada al abogado Rizzo. Aquí el zumbido era muy fuerte y gritaba: ¡fuego, fuego! Entonces, cogió papel y pluma y transcribió palabra por palabra el diálogo que había mantenido con el abogado. Lo volvió a leer e hizo algunas correcciones, forzando la memoria hasta anotar, como en un guión de teatro, incluso las pausas. Cuando lo tuvo delante, lo releyó en su versión definitiva. Algo fallaba. Pero ya era demasiado tarde y se tenía que ir a la Splendor.